En esta línea de trabajo, algunos estudios han puesto el énfasis en las violaciones de los derechos humanos que ocurren antes de los enfrentamientos armados (Mertus y Helsing, 2006). En estos casos, dichas violaciones preceden al acto (o conflicto) considerado violento. Aquí el punto de partida es una situación de injusticia que los agraviados buscan revertir a través del enfrentamiento. La respuesta desde los derechos humanos en estos casos será la superación de las condiciones de injusticia, a la par que la verdad, justicia y reparación frente a los perpetradores y las víctimas de las violaciones de los derechos realizadas antes del conflicto. La gestación del movimiento zapatista en Chiapas antes del levantamiento de 1994 es un ejemplo claro de este tipo de procesos, en los que la violencia —estructural y directa; abierta y encubierta— que genera violaciones de los derechos humanos es previa al conflicto, a la declaración de guerra de 1994.
Un aspecto importante a destacar es que estos estudios no tratan de generar una relación causal que supone mecanismos de comprobación empírica muy rigurosos, sino de identificar las delimitaciones del objeto de estudio para poder analizar algún proceso específico en el que se observa una relación entre los derechos humanos y la violencia. La ubicación espacio-temporal del conflicto permitirá identificar las violaciones de los derechos humanos que le precedieron y que el propio conflicto generó.
El segundo grupo de literatura considerado analiza la relación de la violencia con los derechos humanos a partir del dilema seguridad vs. derechos. Luego del ataque a las Torres Gemelas se generó una relación específica y estrecha entre los derechos humanos y la violencia a partir de dos aspectos: terrorismo y política de seguridad de los estados. En buena medida la relación entre la violencia y los derechos humanos en los últimos años ha pasado por estas directrices. Los primeros malos augurios para los derechos humanos comenzaron con el unilateralismo de Estados Unidos en las invasiones tanto a Afganistán como a Irak, peor aún, uno de los discursos que se generó apelaba —desde una mirada conservadora— justo a los derechos humanos y a la democracia para realizar dichas empresas beligerantes pasando por encima de la más acabada construcción de resolución de conflictos (aunque aún con muchas deficiencias) internacionales: las Naciones Unidas. De la mano de estas invasiones, otro aspecto llenó de nubarrones los derechos humanos: la prioridad de las cuestiones de seguridad en las agendas nacionales (Gómez, 2007).
Las discusiones que se comenzaron a conformar en este proceso tenían varios puntos de fuga: quién debe ser considerado un actor terrorista (cosa que estaba muy relacionada con la criminalización de la protesta); cuáles eran las medidas de seguridad que se podían aplicar sin transgredir los derechos fundamentales (como el tipo de interrogatorio o medidas como el arraigo); qué derecho es más relevante para asegurar la continuidad política: el derecho a la seguridad o el resto del catálogo;[3] cómo se debe conceptuar la seguridad: interna, ciudadana o humana (y, por ende, cuáles son las diferencias de contenido en materia de política de seguridad a partir de cada visión); y, en general, se crea una fuerte disputa en torno a la conformación de un estado permanente de excepción[4] proveniente de la política de seguridad esbozada a partir de un estatuto antiterrorista que limita derechos humanos como la libertad de tránsito, el debido proceso, la integridad personal y, dependiendo del Estado, el derecho a la vida y la libertad de expresión, que otorga facultades de patrullaje, investigación y aprehensión a los ejércitos y que intenta vincular a la ciudadanía por medio de un discurso conservador en torno al derecho a la seguridad. Es relevante mencionar que esta disputa también se da tanto en varios estados (tal vez los tres ejemplos más claros son Estados Unidos, Colombia y México) como en algunos organismos internacionales, como la propia Asamblea General de las Naciones Unidas (O´Donnell, 2008; Farer, 2008; cdh Miguel Agustín Pro Juárez, 2010; Gutiérrez et al., 2011; Gómez, 2007; cidh, 2002 y 2009; Roxin, 2010).
En relación con este cuerpo de literatura, dos textos de este volumen son en especial ilustrativos de la potencialidad de una perspectiva propositiva de la relación. El texto de Pozas-Loyo y Ríos pone en cuestión, para el caso peruano, la relación de suma cero entre seguridad y derechos, y dan cuenta de criterios desarrollados por el máximo tribunal de ese país que intentaron superar esta dicotomía. El texto de Jairo López muestra cómo en una Colombia preocupada por la seguridad frente al “terrorismo” prosperan nuevos discursos y causas por parte del movimiento de derechos humanos.
Hasta aquí hemos dado cuenta de la forma en que algunos estudios abordan la relación entre la violencia y los derechos humanos. Sin embargo, el tercer cuerpo de literatura referido se interesa en las formas encubiertas de violencia, en la medida en que no todos sus tipos son reconocidos y considerados como ofensas a los derechos. Dependiendo de donde se pongan los énfasis en el tipo de violencia —o de dónde se oscurezcan las expresiones violentas, por ponerlo en términos contrarios— será el tipo de relación que se construya entre los derechos humanos y la violencia. Por ejemplo, Engle Merry (2007) observa que en algunos análisis que se han hecho sobre la violencia no se incluyen sus dimensiones sistémicas, es decir no son incluidas las dimensiones de la llamada violencia estructural que incluye la pobreza, el racismo, la contaminación, el desplazamiento y el hambre. En ese mismo sentido, no es casualidad que el informe del 2009 de Amnistía Internacional —organización no gubernamental caracterizada por la defensa de los derechos civiles— se titule “No se trata solo de economía… es una crisis de derechos humanos”, para dar cuenta de las consecuencias de la crisis económica y la desigualdad en los derechos económicos y sociales, para dejar claro que la pobreza no es natural. Es en esta línea en la que podemos ubicar el trabajo de Sandra Hincapié en este volumen, en el que muestra cómo los procesos de constitución estatal derivan en diferentes órdenes, algunos viciosos y otros virtuosos para los derechos.
Como resultado de estas aproximaciones, como se señaló, lo que se puede observar es que desde la literatura —si bien desde diferentes perspectivas— la violencia tiene efectos nocivos para el disfrute de los derechos humanos. En este volumen asumimos esta relación “nociva” como supuesto de partida, pero queremos enfatizar en que también existen otras relaciones que podríamos llamar propositivas (no solo nocivas) para los derechos; es decir que identificamos otros puntos de contacto.
II. La violencia y el Estado
Como observamos en el apartado anterior, existen diferentes formas de violencia, y asumimos un punto de partida que considera la violencia no solo como un factor destituyente sino también instituyente. Sin embargo, como nuestro punto de interés es la relación entre la violencia y los derechos humanos, es fundamental pensar el carácter que asume el Estado en esta relación. A esto nos dedicaremos en el presente apartado.
Si asumimos con Luis Alfonso Herrera (2007, p. 80) que la violencia es “una configuración social que atrapa, atrae y reproduce socialmente diversas formas físicas y psicológicas del uso de la fuerza como mediación social para la resolución de un conflicto”, pareciera que el aspecto central para poder catalogar un acto como violento es “el uso de la fuerza”, y justo aquí comienzan todos los problemas, ¿en qué acto político no hay uso de algún tipo de fuerza?[5] Al menos en la práctica todas las definiciones de poder, dominación, hegemonía, e incluso de influencia —aunque en menor medida— suponen algún tipo de uso de la fuerza, o al menos la amenaza creíble del uso de la fuerza que, en cuanto amenaza, es ya fuerza misma.
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