Diego Giacomini - La revolución de la libertad

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Desde muy jóvenes se nos dice que el Estado es imprescindible. Se nos enseña que este debe intervenir en aspectos tan variados como concretos de la vida social (la administración de la justicia y de la seguridad, el cobro de impuestos, la regulación de los mercados, el diseño de los planes educativos y la emisión monetaria, entre muchos otros) con el objeto de construir una sociedad más justa, igualitaria y libre. Sin embargo, el resultado no puede ser más distinto. El accionar del Estado, que está formado por un grupo de personas de carne y hueso organizadas para extraer violentamente la riqueza producida en el sector privado, solo conduce a la coacción del individuo y a la destrucción de la libertad. Si queremos recuperarla, hay que dejar de creer en él. A partir de un sólido análisis interdisciplinar, Diego Giacomini deslegitima una por una las instituciones del Estado y deja al descubierto las estafas con las que los burócratas estatales y sus socios inmorales perjudican al conjunto de la sociedad. También ofrece algunos modelos más ajustados a la esencia del ser humano para reemplazar las oxidadas estructuras del poder. En esto consiste la revolución de la libertad, un camino largo y no exento de obstáculos que llevará a la prosperidad individual y al desarrollo de la civilización.

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Este conservadurismo nació como una reacción al liberalismo radical de la revolución permanente y el “deber ser”. Este conservadurismo luchó contra los cambios radicales y la esperanza de libertad del liberalismo original, y sobre todo luchó a capa y espada para restaurar la jerarquía, el estatismo, la teocracia, la servidumbre y la explotación de clase del viejo orden. En Francia, en tiempos de revolución (1789), este conservadurismo, que era vocero del viejo régimen, se ubicó sentado en la extrema derecha de la asamblea. Por el contrario, el liberalismo, partidario del abandono del viejo régimen y de los cambios radicales, se sentó a la izquierda.

La dialéctica y la oposición entre liberalismo y el nuevo conservadurismo es total. El nuevo conservadurismo estaba a favor del proteccionismo, el imperio, las proezas militares y los gobiernos grandes en lugar de los gobiernos mínimos. El nuevo conservadurismo, que se había modernizado con respecto al viejo conservadurismo, pasó a estar a favor del industrialismo y de un nivel de vida más alto, pero sostenía que para alcanzar esos fines hacía falta regular la industria en procura del bienestar público y sustituir la rapacidad del mercado libre y competitivo por la cooperación organizada.

Así fue como, a fines del siglo XIX, se volvió al estatismo y al gobierno grande, pero exhibiendo ahora una cara favorable a la industrialización y al bienestar general. Los beneficiarios ya no eran la nobleza, los terratenientes feudales y los comerciantes privilegiados, sino más bien el ejército, la burocracia y los fabricantes privilegiados. Estos fenómenos, con diferente intensidad y dependiendo su fuerza de lo acontecido en cada país, tuvieron lugar en ambas márgenes del océano Atlántico, tanto en EE. UU. como en Europa. Von Bismarck en Prusia fue el ejemplo máximo de conservadurismo.

Estos neoconservadores entendieron que el éxito de sus ideas y la prolongación de su dominio en el tiempo, así como el aumento de su poder, tanto político como económico, dependían de hacer que la gente creyera en su doctrina. Los neoconservadores comprendieron que era clave intentar convencer, y no imponer sus ideas a las personas. Y así fue como los neoconservadores avanzaron sobre la educación, quitándoles a los padres el derecho de educar a sus hijos y obligándolos a concurrir a la escuela pública obligatoria. Estos nuevos conservadores, que hicieron una alianza entre intelectuales y Estado, tomaron el control de la educación y comenzaron a enseñar las virtudes del Estado y a ser obediente al Estado. Comenzó una ingeniería social que nunca paró de crecer en los últimos ciento cincuenta años. Muy hábilmente, los nuevos conservadores dieron vuelta las “cosas” y se autoproclamaron liberales y progresistas; y denominaron “hombres de Neandertal y reaccionarios” a los partidarios del laissez-faire .

En este contexto, los liberales actuaron de la peor forma traicionando su esencia. Los liberales abandonaron su radicalismo, su obstinada insistencia por el “deber ser” en detrimento de “lo que se puede”, y así terminaron dejando de lado su lucha (hasta la victoria final) contra el estatismo conservador. Los liberales clásicos empezaron a perder su fervor por el cambio y la pureza de principios. Dejaron de ser un movimiento radical para convertirse en un movimiento “conservador”, en el sentido de estar conformes con la preservación del statu quo . Los liberales terminaron adoptando una legislación cada vez más coercitiva, mientras que los conservadores nunca la abandonaron. A fines del siglo XIX, el liberalismo se conformó con cederle al Estado el dominio sobre todas las palancas de poder en la sociedad: el poder bélico, el poder educativo, el poder sobre el dinero y los bancos, así como sobre las rutas y gran parte de los recursos naturales, aunque con algunas diferencias entre países. Liberales y conservadores terminaron siendo lo mismo.

En pocas palabras, los liberales terminaron aliándose con los conservadores para disfrutar de las mieles de su asociación con el poder y sus negocios con el Estado. Solo pasaron a preocuparse por el libre comercio, dejando de lado el resto del pensamiento filosófico y filosófico político de las ideas de la libertad. Es más, pasaron a sostener el libre mercado tanto en lo productivo como en lo comercial siempre y cuando no afectara sus negocios. Por el contrario, cuando sus negocios crecían de la mano del Estado, nunca dudaron en defender los subsidios, las cuotas, las trabas y los aranceles de importación, haciendo gala del capitalismo más prebendario. Y así fue como el nuevo conservadurismo, como bien marcó Herbert Spencer,(31) pasó a ser el régimen del Estado, de la cooperación forzosa y de la desigualdad de clases.

Esta alianza entre liberales y conservadores no fue gratis y tuvo el peor de los costos. La desaparición del liberalismo como partido del cambio radical y de la esperanza dejó el campo abierto para que el socialismo se convirtiera en el partido de la esperanza y del radicalismo. Permitió que los corporativistas aparecieran como “liberales” y “progresistas”, también como los principales rivales de la extrema derecha conservadora. De hecho, la alianza entre liberales y conservadores fue la que le entregó la victoria en bandeja de plata, tanto intelectual como moral y en forma equivocada, a los socialistas.

El problema es que el socialismo jamás puede conducir al progreso y al desarrollo de la civilización, ya que es movimiento híbrido condenado a fracasar, porque intenta alcanzar los objetivos del liberalismo, es decir, la libertad, la paz, el desarrollo industrial, el crecimiento económico y la prosperidad humana por medio del camino equivocado, o sea, imponiendo los antiguos medios conservadores del estatismo, el colectivismo, los mandamientos coactivos, medios políticos y el privilegio jerárquico. El socialismo pretende utilizar medios equivocados para alcanzar fines buenos, lo cual conduce inexorablemente a malos resultados y a no alcanzar nada de lo pretendido, pero sí logra todo lo opuesto. A los fines a los que pretende acceder el socialismo solo se llega a través de los medios opuestos del socialismo. Se necesita libertad, máximo de acción humana, medios económicos y función empresarial, nada de medios políticos y el gobierno más pequeño posible.

El problema es que el socialismo y su Estado, a través de la fatal arrogancia y el creciente avance de sus normas positivas, terminan destruyendo la igualdad de los hombres frente a ley en nombre de monstruosos y quiméricos objetivos de igualdad o uniformidad de resultados, que no solo conducen al abandono del derecho natural y por ende a la injusticia, sino que divide a la sociedad en dos clases de personas frente a la normativa. Por un lado, aparecen los ciudadanos de primera, que son los burócratas del Estado, que ostentan los medios políticos y son la nueva casta privilegiada. Y, por el otro, están los hombres y mujeres del pueblo, que pasan a tener solo los derechos que los burócratas les conceden. Así, todos los socialistas que detentaron el poder durante el siglo XX y XXI terminaron abandonando el objetivo original de eliminar el Estado, meta que coincidía con los viejos ideales de la revolución libertaria. Por el contrario, los socialistas se convirtieron en conservadores acomodados, defensores de la idea del Estado presente, protectores del statu quo y sostenedores a ultranza de todo el entramado neomercantilista y del capitalismo monopolista de Estado, así como del belicismo y el imperialismo.

En definitiva, al aliarse con el conservadurismo en la segunda parte del siglo XIX y comienzos del siglo XX, el liberalismo abandonó la filosofía de los derechos naturales y la reemplazó por el utilitarismo tecnocrático. El problema es que el utilitarismo solo puede existir en la esfera individual, ya que es en el último campo en el cual se conocen las preferencias, los gustos y las necesidades. En consecuencia, solo en el plano individual se puede construir una función de bienestar a maximizar sujeta a restricciones. Pero toda esta información está ausente en la esfera colectiva, de ahí que no se pueda construir una función objetiva de bienestar social a maximizar. El utilitarismo social está condenado a fracasar y a conducir a más y más intervención, haciendo crecer al Estado por sobre los individuos. Así, al abrazarse al utilitarismo, el liberalismo del siglo XIX y XX toleró y aceptó de buen grado la acumulación de poder por parte del Ejecutivo y de una cantidad de empleados del Estado afianzados en la oligarquía y en la burocracia. A fin de cuentas, el utilitarismo social termina siendo un seguro de no cambio y un alimento para los problemas más graves. Es más, si al utilitarismo social se le suma el darwinismo social, que sostiene que la ingeniería social solo da resultados en una evolución de largo plazo, entendemos por qué murió el liberalismo radical.

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