Lo único razonable es ser optimista en el largo plazo, pero nunca en el corto y mediano plazo. El liberal radical es optimista en el largo plazo. El liberal radical ve altamente posible que los cambios se terminen plasmando en el largo plazo. Porque el liberal radical o anarquista de libre mercado comprende que los cambios surgen de un proceso social que inexorablemente necesita tiempo para hacer su trabajo. Es muy fácil de ver con un ejemplo hipotético y por el absurdo. Supongamos que por arte de magia cae una revolución proideas de la libertad desde el cielo y derroca a todo el régimen actual. Si toda la gente sigue creyendo y esperando bines y servicios de parte del Estado, la realidad posrevolución no terminará siendo muy diferente a la que existía antes.
Por el contrario, los conservadores son optimistas en el corto plazo y pesimistas en el largo. Murray Rothbard explica muy bien esta actitud intertemporal en su ensayo “Izquierda y derecha: perspectivas para la libertad”(19) cuando explica: “Durante mucho tiempo el conservador se ha caracterizado por tener una visión pesimista del futuro que se le presenta a largo plazo: por la creencia de que la tendencia a largo plazo, y por tanto que el tiempo, juegan en su contra. Así pues, para él inevitablemente la tendencia dominante es el triunfo del estatismo de izquierda en casa y del comunismo en el exterior. Esta desesperanza a largo plazo contrasta con el extraño optimismo a corto plazo que caracteriza al conservador; como en el largo plazo se da por vencido, piensa que su única esperanza de éxito está en el presente. Hacia el exterior, este punto de vista le lleva a buscar enfrentamientos desesperados con los comunistas ya que cree que cuanto más tiempo pase peor se pondrán invariablemente las cosas; y en los asuntos domésticos, le lleva a concentrarse por completo en las próximas elecciones en las que siempre tiene la esperanza de victoria, aunque nunca la consiga. Siendo la quintaesencia del hombre práctico y viéndose, a largo plazo, acosado por la desesperación, el conservador se niega a pensar o planear más allá de las siguientes votaciones”.(20) Por el contrario, Rothbard, como buen liberal radical, entiende que hay que ser optimista y que el futuro está en el largo plazo y en las antípodas del conservadurismo: “¿Pero qué perspectivas de triunfo tiene la libertad? Muchos libertarios por error vinculan las perspectivas de la libertad con las del movimiento conservador, aparentemente más fuerte y supuestamente aliado; esta vinculación hace que el característico pesimismo a largo plazo de los libertarios modernos sea fácil de entender. Pero en este capítulo sostengo que, si bien las perspectivas a corto plazo para la libertad en el país y en el extranjero pueden parecer débiles, la actitud apropiada que debe adoptar el libertario es de inagotable optimismo ante las que se presentan a largo plazo”.(21)
Sin embargo, de acuerdo con nuestra visión, tampoco hay que confundirse y pensar que esta postura optimista de largo plazo implica que los cambios van a venir por sí solos y terminarán decantándose casi espontáneamente. Sin duda, este último pensamiento sería un grave error intelectual, ya que implicaría caer en una suerte de darwinismo social que concibe los cambios como una suerte de evolución social, lenta e infinita. Los cambios sociales no son automáticos, sino que hay que impulsarlos, generarlos e ir con ellos por medio de la acción, ya que ninguna casta dominante ha entregado jamás voluntariamente el poder, por lo que el liberalismo radical se deberá abrir paso hacia los cambios mediante una evolución que inexorablemente tendrá revoluciones, lo cual indudablemente empezará con una revolución intelectual y proseguirá con otra revolución en el campo de la acción. Estas revoluciones no tienen por qué ser inexorablemente sangrientas. Tampoco se puede descartar en un cien por ciento que no lo sean. De hecho, el liberalismo genuino siempre fue radical y revolucionario, ya que la teoría liberal le dio prioridad a “lo que debería ser” por sobre a “lo que es” o “lo posible”. En este sentido, Lord Acton fue quien mejor internalizó estos conceptos: “El liberalismo es esencialmente revolucionario. Los hechos deben ceder paso a las ideas. A ser posible, con paciencia y pacíficamente. Y mediante la violencia en caso contrario”.(22) No obstante, nosotros pensamos que las revoluciones pueden ser incruentas y no sangrientas. La Revolución Gloriosa de Inglaterra (1688-1689), que eliminó la monarquía absolutista, demuestra que tenemos razón. Además, pensamos que la probabilidad de tener que usar la violencia ha bajado dramáticamente, ya que el ser humano ha experimentado una notable evolución y un fuerte aprendizaje en contra del uso de la violencia luego de los acontecimientos del siglo XX, cuando las muertes en guerras y guerrillas alcanzaron los picos históricos máximos.
Además, no solo hay que entender que los cambios son solo posibles en el largo plazo, sino que siempre son hacia adelante, nunca hacia atrás. Los sistemas sociopolíticos y económicos cambian hacia algo nuevo, nunca hacia un estadio que ya existió. Por ejemplo, del Estado monárquico absolutista evolucionó hacia la democracia universal representativa o hacia la monarquía parlamentaria, no se fue hacia la monarquía previa o hacia el Estado terrestre. En este marco, de la actual democracia universal representativa, cuya principal característica es la tiranía parlamentaria y el Estado ciclópeo, no se puede evolucionar hacia un Estado liberal clásico pequeño, que es lo que ya existió en el pasado. Menos aún se podrá volver a este tipo de Estado combinado con algún tipo de democracia no universal, es decir, con algún tipo de voto calificado.(23) De hecho, la actual democracia universal representativa, que es socialdemócrata y cuasi socialista en el siglo XXI, es hija del liberalismo clásico. El liberalismo clásico nos trajo hasta aquí. En los últimos ciento cincuenta, doscientos años, pasamos de un Estado pequeño, monarquista, que proveía solo seguridad y justicia y protegía solo los derechos fundamentales(24) (la vida, la libertad y la propiedad), a un Estado socialdemócrata o socialista siglo XXI, que además provee salud, educación, vivienda y varios derechos adquiridos más.(25) Y este resultado era cantado. No podía ser de otra manera. Al aceptar al Estado, los liberales clásicos estaban admitiendo el germen de su propia destrucción. Justamente, el error fue concederle al Estado el monopolio de la seguridad y la justicia, creando un monstruo condenado a crecer, ya que la Corte Suprema de Justicia estatal garantiza que nada sea declarado inconstitucional, asegurando un sostenido aumento del tamaño del Estado y un continuo avance sobre el individuo y el sector privado. En pocas palabras, las constituciones liberales fueron el mecanismo que permitió que el Estado avanzara sobre todo lo que procuraban proteger.(26)
La filosofía política de las ideas de la libertad ha aprendido que el liberalismo clásico tiene como resultado un mayor Estado y un avasallamiento del derecho natural. Nunca se puede hacer una revolución para llegar al mismo punto de partida. La teoría de las ideas de la libertad ha aprendido la lección. La superioridad teórica del liberalismo radical o de la anarquía de libre mercado es indiscutible en relación con el liberalismo clásico. De hecho, los grandes pensadores y teóricos clásicos del siglo XVII y XVIII terminaron siendo sucedidos por liberales radicales. En EE. UU. los Jefferson terminaron pariendo a Henry Thoreau. Lysander Spooner destrozó toda la arquitectura liberal clásica de la constitución americana. Más tarde, Milton Friedman tuvo a David Friedman, que dejó detrás el liberalismo clásico y abrazó el anarcocapitalismo. En Francia, Bastiat tuvo de discípulo a Gustave de Molinari. De lado alemán, se podría decir que Mises y Hayek, con cruce del océano Atlántico de por medio, terminaron dando luz a Murray Rothbard y más tarde a Jesús Huerta de Soto, aunque este último gran profesor dirá que Rothbard le debe mucho a los escolásticos españoles, precursores de la escuela austríaca. En Inglaterra sucedió algo similar. Los Locke y Adam Smith evolucionaron hacia William Godwin y Herbert Spencer.
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