Jaume Aurell - Genealogía de Occidente

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Este libro propone una revisión de la historia de Occidente. Su objetivo es rastrear las improntas del pasado que son todavía reconocibles en nuestro presente y descifrar las huellas todavía perceptibles de los lugares esenciales, los personajes célebres, los eventos trascendentales y las tendencias intelectuales que Occidente reconoce como propias; lo que hoy llamaríamos su ADN.
Se trata de un recorrido por algunas ricas metrópolis de la Antigüedad como Jerusalén, Atenas, Roma, Antioquía, Alejandría y Constantinopla; la prodigiosa expansión del cristianismo; la dolorosa escisión entre Roma, Constantinopla y La Meca; las opulentas ciudades comerciales medievales y renacentistas como Brujas, Venecia y Florencia; las inconmensurables figuras de humanistas y científicos que mostraron una curiosidad universal como Leonardo da Vinci, Galileo y Newton; los imperios transoceánicos español, portugués y británico; la consolidación de los valores modernos como el Estado, el capitalismo y la ciencia moderna; el racionalismo de la Ilustración; los deslumbrantes centros neurálgicos de la modernidad como el Londres victoriano, la Viena fin-de-siglo, el Berlín de entreguerras o el París de los artistas y, más recientemente, el idealismo de los años sesenta y la perplejidad algo titubeante pero también esperanzada del presente.
No es esta una historia sistemática del pasado, sino un relato de los procesos, las ideas y los eventos experimentados por Occidente que han pasado a formar parte de su identidad. Mediante una narración amena, el autor nos convoca no solo a repasar el conocimiento del pasado sino a reflexionar también sobre el presente, investigando aquellos aspectos políticos, sociales, económicos, culturales, intelectuales, artísticos y religiosos de las civilizaciones del pasado que han dejado huella en los valores del presente, con el ánimo de comprender mejor quiénes somos, de dónde venimos, cómo somos y qué deuda tenemos con cada período del pasado.
Esta lectura nos ayudará a tomar perspectiva, aumentar la confianza en nosotros mismos y procurar expandir, con mayor entusiasmo, algunos valores que son patrimonio de Occidente (en particular de Europa) y que pueden contribuir a una mejora objetiva del mundo.

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Concluida la conquista de la península itálica, los romanos fijaron sus ojos en la rica isla de Sicilia, célebre por su productividad de cereales y por haber sido una de las colonias griegas más renombradas. Pero la isla, que ya desde la Antigüedad estaba acostumbrada a cambiar de soberanía continuamente, había pasado ahora a manos de los fenicios, que la dominaban desde la gran capital norteafricana Cartago. Se entabló así una feroz lucha entre romanos y cartaginenses por el dominio de Sicilia, conocidas como las Guerras Púnicas porque los romanos llamaban a los fenicios de este modo. Esta contienda fue durísima, y se alargó entre los años 241 y 202. Los cartagineses contaron con un valeroso, audaz y clarividente jefe, Aníbal, que a punto estuvo de terminar con Roma. Pero finalmente los romanos se impusieron y Aníbal prefirió suicidarse a caer bajo su yugo.

A partir de esa decisiva victoria, las fichas del dominó mediterráneo siguieron cayendo, una detrás de otra, en manos de Roma. La siguiente víctima fue Grecia, que estaba sometida por los macedonios pero muy debilitada por las divisiones internas. Esta conquista tuvo unas notables consecuencias culturales pues, aunque Atenas estaba debilitada, su incorporación a Roma implicó una fuerte helenización de todo su territorio. El idioma griego fue difundido por el Mediterráneo como una lengua culta, que era de buen tono utilizar, la literatura más sobresaliente fue traducida al latín y las obras artísticas usadas como modelos, cuando no copiadas exactamente. Sin la mediación de los romanos, es posible que muy poco nos hubiera llegado de la civilización griega clásica. De hecho, muchas de las esculturas griegas que hoy admiramos en los museos de todo el mundo no son originales en sentido estricto sino fieles copias realizadas siglos después por los romanos.

Cartago fue definitivamente arrasada (literalmente) por los romanos el año 146. Hispania fue la siguiente provincia en anexionarse, después de unos durísimos enfrentamientos con las poblaciones celtas e íberas que las habían poblado desde siglos antes. Roma se convirtió entonces, después de un largo período de progresiva expansión, en la ciudad más poderosa del mundo conocido. El siguiente gran impulso expansivo lo dio un formidable general llamado Cayo Julio César. Entre los años 58 y 51 se hizo con la Galia y parte de la Germania. Poco después conquistó Egipto, maniobrando hábilmente con la reina Cleopatra. Julio César no solo demostró ser un sabio y valeroso guerrero, que nos legó unas agudas memorias de guerra, sino también un buen administrador. Reorganizó el calendario, estableciendo una división por meses y años bisiestos que es la que utilizamos hoy día. Aunque el sistema político del momento era el Consulado y el poder estaba controlado por el Senado, Julio César llegó a acumular una enorme autoridad y respeto por parte del pueblo. Pero los senadores recelaron de él y en el año 44 decidieron asesinarlo, siendo apuñalado brutalmente en el mismo Senado hasta por sus propios amigos, como Bruto («¿tú también, Bruto, hijo mío?»).

Pero su hijo adoptivo, César Augusto, tras luchas interminables frente a otros generales, se hizo con todo el territorio romano y fue declarado el primer emperador, gobernando desde el año 31 a. C. hasta el 14 d. C. Aunque el imperio continuó expandiéndose durante los dos siguientes siglos, la época de Augusto se considera el clímax de la civilización romana, floreciendo extraordinariamente la cultura y consiguiéndose tal dominio sobre el mundo que fue conocida por la posteridad como la era de la pax romana . Se cumplía más que nunca aquel adagio latino, si vis pacem, para bellum [si quieres la paz, prepárate para la guerra]: los romanos habían estado combatiendo durante siglos para conseguir ahora esa paz, que era fruto de su dominación del mundo más que de una conciliación universal.

La idea del imperio , junto a la de civilización, es la que asociamos naturalmente a Roma. El sistema de centralización de la soberanía, la autoridad y el gobierno en una sola persona que goza de plena potestad nos puede parecer hoy día una aberración, ya que lo identificamos con la dictadura y la tiranía. Es natural que sea así, puesto que hemos avanzado mucho en Occidente en la dotación de mecanismos que permiten el control de los gobernantes, gracias a tantos siglos de experiencia política. Pero en aquel tiempo, una dominación personal que funcionara bien, que consiguiera la adhesión del pueblo y estuviera basada en un sistema jurídico como el romano, solía ser más justa que un gobierno descentralizado en pequeñas unidades de soberanía. Estas solían degenerar en gobiernos muy despóticos, o asimilables al sistema de mafias —cuyo único argumento para el poder es la capacidad para generar un mayor grado de violencia que sus oponentes—. El verdadero problema social en Roma fue su incapacidad de superar el sistema esclavista, que solo sería abolido cuando los ideales del cristianismo hubieran sido asimilados masivamente.

Por otro lado, el prestigio del Imperio romano fue tan grande que, una vez desaparecido, todos los soberanos quisieron de un modo u otro apropiarse de su herencia. La idea de la «transmisión del imperio» fue diseñada por Carlomagno, quien organizó una solemne coronación en Aquisgrán en la Navidad del año 800. Se suponía que quien poseía la corona imperial estaba legitimado a una expansión territorial sin límites, puesto que el ámbito de la jurisdicción del heredero del emperador romano era universal. Esto implicó, como no podría ser de otro modo, fuertes tensiones entre el emperador del Sacro Imperio germánico (que es quien heredó la corona imperial durante buena parte de la Edad Media) y el papado, la otra institución con jurisdicción universal, aunque en su caso ceñida al ámbito espiritual y religioso más que al temporal o político. Estas tensiones entre papado e imperio, experimentadas ya desde la misma conversión de Constantino en el siglo IV, fueron constantes durante los siglos medievales, y culminaron en las contiendas político-religiosas de la Edad Moderna. Gracias a algunos avatares dinásticos, urdimbres cortesanas y victorias militares, la corona imperial se trasladó de Alemania a España en el siglo XVI, hallando en Carlos V y Felipe II a unos dignos herederos. Finalmente, la idea legitimadora de la corona imperial se reactivó con la coronación de Napoleón como emperador en París en 1804. Después fue recuperada por Hitler, quien instauró el Tercer Reich, una supuesta restauración del Sacro Imperio romano-germánico medieval. Por lo que se ve en este recorrido, la legitimación de la aspiración a una expansión territorial universal ha tenido consecuencias bélicas terribles para la humanidad, y es deseable que nadie vuelva a tener semejante ocurrencia.

Pero volvamos a la política romana. ¿Cómo consiguió Roma controlar con eficacia tal enorme cantidad de territorio? Solo había habido un precedente similar: el Imperio persa de Darío —al que nos hemos referido al hablar de las Guerras Médicas— que abarcaba desde Egipto a las fronteras de la India, una extensión que parece increíble. Darío basó su control en dos pilares: la construcción de caminos para facilitar la comunicación y el establecimiento de una red de funcionarios (conocidos como los sátrapas) para asegurar la cohesión política. Siguiendo en parte ese modelo, asimilado especialmente a través del sistema alejandrino de los reinos helenísticos, los romanos establecieron, ante todo, una extraordinaria red de comunicaciones, cuyas improntas son palpables hoy día en sus restos físicos y en las retículas urbanas, y de cuyo impecable diseño se han beneficiado las modernas carreteras (tantas veces construidas sobre los antiguos itinerarios romanos, como la Vía Augusta barcelonesa). La construcción de estos caminos implicó la agudeza del ingenio romano para superar los grandes obstáculos físicos que se iban presentando. Pero, cuando los romanos se proponían un objetivo, parecía que nada ni nadie podía oponerse a su tenacidad y ambición, lo que les hizo generar una enorme destreza para la técnica y la ciencia aplicada. El desarrollo de la ingeniería romana fue tan extraordinario que consiguió construir algunas obras públicas de tal envergadura y calidad —puentes, carreteras y acueductos— que todavía podemos utilizar hoy día.

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