Pero la creación y el funcionamiento de estos modelos literarios imperecederos ya es conocida por nosotros, porque la hemos detectado también entre los judíos. Por tanto, merece la pena examinar ahora con más detalle las principales aportaciones de la que consideramos la época clásica de Atenas, conocida también como la «era de Pericles». Pericles era un político cuya pericia en los asuntos públicos le granjeó un gran prestigio entre sus ciudadanos. A partir del año 444 gobernó Atenas, velando para que la ciudad siguiera siendo una potencia marítima que le defendiera de ataques externos y promoviendo eficazmente todas las iniciativas intelectuales, artísticas y culturales que nos disponemos a enumerar a continuación. Como ha sucedido en otros lugares de extraordinario apogeo cultural como en la Florencia y la Roma renacentistas, el Siglo de Oro español del siglo XVII o la Viena de fin del siglo XIX, el extraordinario florecimiento cultural de Atenas fue posible gracias a que se lucró de las imposiciones fiscales sobre otras poblaciones jónicas obligadas a pagar impuestos a cambio de su protección militar. En todo caso, él apogeo de la civilización de Atenas no duró mucho —quizás unos cuarenta años— pero sí lo suficiente para poder quedar inscrita en letras de oro en el libro de la historia universal.
Los griegos fueron capaces de realizar unas creaciones artísticas que han merecido el apelativo de «clásicas», es decir, de generar unos cánones de belleza que ya nunca han pasado de moda, y han servido como modelo para todas las épocas posteriores. La belleza del arte griego deja anonadado al historiador que persigue «antecedentes» y «consecuencias» de los eventos, obsesionado con la idea de un «progreso» de raíces ilustradas. Pero las cosas ni suelen funcionar de este modo, ni suelen ser tan sencillas. Los buenos artistas son demasiado creativos como para poder ser predecibles, o dejarse aprisionar por categorías científicas preestablecidas. En qué modelos se basó Fidias para realizar esas bellísimas esculturas de los frisos del Partenón —conservadas en el Museo Británico y desgajadas por tanto de su contexto original— sigue siendo un misterio hoy día, y lo seguirá siendo probablemente por mucho tiempo. Los escultores de la Grecia clásica lograron reproducir el cuerpo humano con una naturalidad y una hermosura difícilmente expresables de otro modo. Esculturas como el discóbolo de Mirón, que aprovechaban la expresión de un movimiento que todos los espectadores identificaban con una apasionante competición olímpica, consiguieron realzar e idealizar la belleza a partir de lo natural y de lo cotidiano. Al historiador le queda la curiosidad, o quizás mejor dicho la pena, de no poder acceder a la pintura griega, que no ha podido superar el paso del tiempo, como tantas otras manifestaciones culturales, intelectuales y artísticas del pasado, pero que podemos al menos imaginar a través de las bellas figuras de cerámicas, vasijas y urnas.
Lo mismo puede decirse de las perfectas proporciones de los templos griegos que han inspirado a los arquitectos de todos los tiempos. Pero aquí prefiero dejar hablar a Ernst Gombrich, uno de los historiadores del arte más prestigiosos, quien en su bello ensayo Breve historia del mundo le explica a su hija Elsie por qué aquellos templos siguen en pie después de tantos siglos:
Se levantan incluso en la propia Atenas, donde todavía existe, ante todo, la ciudadela, la Acrópolis; allí, en la época de Pericles, se construyeron nuevos santuarios de mármol, pues los antiguos habían sido quemados por los persas mientras los atenienses se encontraban en Salamina. Esta Acrópolis sigue siendo hoy la construcción más bella de cuantas conocemos. No hay en ella nada especialmente grande o fastuoso. Es simplemente bella. Cada detalle está configurado de manera tan clara y sencilla que nos hace pensar que no podría haber sido de otro modo. Desde entonces se han empleado continuamente en arquitectura todas las formas utilizadas ahí por los griegos, como las columnas helénicas con sus diferentes tipos, que puedes encontrar en casi todas las casas de la ciudad si llegas a observar con atención. Es cierto que en ningún lugar son tan hermosas como en la Acrópolis de Atenas, donde no se reutilizaron como embellecimiento y decoración, sino para lo que fueron pensadas e inventadas: para sostener el peso del tejado como apoyos modelados con belleza.
La Acrópolis aparece imponente desde la lejanía, pero bellísima y proporcionada desde la cercanía. Cualquiera que se haya acercado a este templo con un mínimo sentido de lo sagrado (intentado, eso sí, abstraerse de las multitudes de turistas que le rodean) podrá suscribir las palabras de Gombrich, fijará para siempre en su memoria la honda impresión que le causaron esas piedras construidas hace aproximadamente 2 500 años, y se desprenderá de una vez por todas de esa desagradable tendencia que tenemos los contemporáneos de confundir lo «nuevo» con lo bueno o lo mejor.
Además de perspicacia para contar historias y la sublimidad de su arte, los griegos fueron también muy reconocidos por su habilidad para la especulación filosófica. Los primeros nombres que aparecen en casi todas las historias de filosofía son los de Platón y Aristóteles. La influencia de estos dos pensadores es tan grande que algunos se han aventurado a simplificar toda la historia del pensamiento en una línea platónica-idealista y otra aristotélico-realista. A estos se suele sumar el de Sócrates como el modelo del buen ciudadano y maestro de pensadores coherentes. Como todas las generalizaciones se trata de una simplificación y hay realidades que no cuadran del todo en ese gran marco dual, pero en todo caso es de admirar, también en este ámbito, la capacidad del mundo griego clásico de construir modelos para la posteridad. La especulación filosófica griega debe ser considerada, con todos los honores, la primera Ilustración, que se experimentó veintitrés siglos antes de la existencia de Voltaire.
Los griegos consiguieron también distinguir entre el pensamiento mítico, típico de las naciones vecinas como la judía, de la reflexión estrictamente racional. Pero no se trató de una sustitución de uno por el otro, como muchos piensan al utilizar la expresión «del mito al logos», ya que los griegos encontraron también modos maravillosos de reflejar el pensamiento mítico a través de la literatura y el teatro. Es más bien un reconocimiento de la peculiaridad de cada uno de estos dos ámbitos, «mito y logos» y, por tanto, de la conveniencia de distinguirlos. Basados en esa distinción, los griegos desarrollaron un pensamiento racional que sería heredado y ampliamente desarrollado por Occidente a través del pensamiento escolástico y cartesiano, hasta llegar al paroxismo de la Ilustración y las formas de existencialismos y posmodernismos algo más atormentadas en la actualidad. Pero también crearon algunos géneros literarios —por ejemplo, las epopeyas de Homero y las tragedias de Sófocles— que respondieron a la demanda de la sociedad de narraciones legendarias y mitológicas.
Los relatos mitológicos responden a la honda necesidad de las personas de contar con modelos ideales de comportamiento. Cuando responden a los criterios de verosimilitud y presentan figuras con fondo moral, permiten a las personas soñar despiertos y al mismo tiempo contar con modelos de actuación sublime a los que aspiran imitar: por ejemplo, los poemas épicos medievales como el Cantar de Roldán o el Cantar de mio Cid , las leyendas del ciclo artúrico, la novela moderna en sus múltiples manifestaciones (desde el Quijote al Señor de los Anillos ) y el cine en el mundo contemporáneo, desde La Guerra de las Galaxias a Batman . Todos ellos expresan valores como la caballerosidad, el heroísmo, la tenacidad, el compromiso, la lealtad y la valentía. Estos mensajes son difícilmente comunicables de otro modo, ya que el lenguaje de la ficción es el único capaz de transmitirlos con la necesaria simplificación que precisan.
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