Historia de Occidente
Luis E. Íñigo
ISBN: 978-84-15930-92-1
© Luis E. Íñigo, 2016
© Punto de Vista Editores, 2016
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ÍNDICE
BIOGRAFÍA DEL AUTOR
PRIMERA PARTE - LAS RAICES PRIMERA PARTE LAS RAÍCES
CAPÍTULO PRIMERO - Polvo de estrellas
CAPÍTULO SEGUNDO - La primera revolución
CAPÍTULO TERCERO - Reyes y dioses
SEGUNDA PARTE - EL NACIMIENTO
CAPÍTULO CUARTO - El alba de Occidente
CAPÍTULO QUINTO - El florecimiento de la civilización occidental
CAPÍTULO SEXTO - De Júpiter a Cristo
TERCERA PARTE - LA CRISIS
CAPÍTULO SÉPTIMO - La Edad de las Tinieblas
CAPÍTULO OCTAVO - Luz en la oscuridad
CAPÍTULO NOVENO - El otoño de la Edad Media
CUARTA PARTE - EL REENCUENTRO
CAPÍTULO DÉCIMO - Descubriéndonos de nuevo
CAPÍTULO UNDÉCIMO - Crisis de identidad
CAPÍTULO DUODÉCIMO - Occidente frente al espejo
QUINTA PARTE - LA LUCHA
CAPÍTULO DECIMOTERCERO - Revolución o muerte
CAPÍTULO DECIMOCUARTO - Las espadas en alto
CAPÍTULO DECIMOQUINTO - El triunfo de Occidente
SEXTA PARTE - LA DUDA
CAPÍTULO DECIMOSEXTO - ¿Qué es, entonces, Occidente?
BIOGRAFÍA DEL AUTOR
Luis Enrique Íñigo Fernándeznació en Tendilla (Guadalajara), en 1966. Licenciado y doctor en Historia, ha sido durante dieciséis años profesor de Secundaria y es en la actualidad inspector de Educación. Colabora también como profesor del Máster en Dirección, Innovación y Liderazgo de Centros Educativos de la Facultad de Ciencias Sociales y de la Educación de la Universidad Camilo José Cela y dirige dos colecciones de libros divulgativos en la Editorial Nowtilus.
En los últimos años ha desplegado una intensa labor como escritor, en la que ha tenido cabida la investigación ( Melquíades Álvarez: un liberal en la Segunda República ; La derecha liberal en la Segunda República española ), la divulgación histórica ( Breve Historia de España, Breve Historia del Mundo, Breve Historia de la Segunda República española, Breve Historia de la Alquimia, Breve Historia de la Revolución Industrial, Breve Historia de la batalla de Trafalgar, Breve Historia de la batalla de Lepanto ), la biografía ( Francisco Franco. La obsesión por durar ), el ensayo histórico ( España: historia de una Nación inacabada ; La España cuestionada: Historia de los orígenes de la Nación española ), la novela ( El Plan Malthus, La Conspiración Púrpura, La Profecía del Juicio Final, Liber Hyperboreas ) e incluso los cuentos infantiles ( Cuentos para la hora de comer ).
PRIMERA PARTE
LAS RAÍCES
CAPÍTULO PRIMERO
Polvo de estrellas
“¿Qué hay en una estrella? Nosotros mismos. Todos los elementos de nuestro cuerpo y del planeta estuvieron en las entrañas de una estrella. Somos polvo de estrellas.”
Ernesto Cardenal, Cántico Cósmico.
La primera vez del mundo
Desde tiempos muy remotos, enfrentado a la inmensidad de la noche sin más compañía que la tenue luz de las hogueras, o atemorizado por la fuerza desatada de los elementos, el hombre dio en pensar en el porqué de su existencia y la de cuantos seres, animados o inertes, observaba a su alrededor.
Sus primeras respuestas, aún por descubrir el frío lenguaje de la razón, nos encandilan con la candorosa ingenuidad del mito. La humanidad, incapaz de entender todavía las misteriosas leyes que gobiernan el universo, construyó orbes imaginarios regidos por la voluntad caprichosa de dioses hechos a imagen y semejanza de cuanto la rodeaba, rostros humanos o animales para las potencias naturales que la sometían bajo su yugo. Y los hombres hicieron de esos dioses la causa primera y el fin último de sus desvelos. Cada clan, cada pueblo, cada cultura acuñó su propia leyenda sobre la creación.
Todas esas leyendas se parecen mucho, aunque no resulta muy difícil descubrir en ellas los elementos característicos del entorno en el que se gestaron. Así, los egipcios, que todo lo debían al benefactor Nilo, colocaban a su dios creador Atum sobre una colina que emergía del océano primordial, como sus aldeas lo hacían cada año tras la crecida estival que inundaba sus feraces tierras de labor. El Popol Vuh de los mayas nos enseña, sin embargo, que, tras fracasar en sus intentos de valerse de otros materiales, como el barro o la madera, los dioses hicieron al hombre de maíz amarillo y blanco, el cereal al que debían su sustento los pueblos del Nuevo Mundo. Y un hermoso mito de creación de los inuit, sempiternos habitantes de las gélidas regiones árticas, narra cómo, hace mucho tiempo, un hombre, despechado por la negativa de su hija a aceptar el matrimonio que había concertado para ella, la arrojó al mar desde su canoa. Cuando la muchacha se agarró a la borda para no ahogarse, el padre fue cortando pedazos de su cuerpo, que se convirtieron, uno tras otro, en animales marinos, los mismos que, generación tras generación, han alimentado a los inuit.
Así imaginaban los pueblos primitivos la primera vez del mundo , como gustaban de llamarla los egipcios. Pero, para desgracia de los románticos incorregibles, la realidad es mucho más prosaica. Hoy sabemos con alguna certeza, toda la que la ciencia, siempre sujeta a revisión continua de sus conclusiones, puede ofrecernos, que el universo nació hace miles de millones de años con una súbita explosión, el Big Bang . Allí, en ese mismo instante, tuvieron su origen el tiempo y el espacio, y la materia y la energía, antes concentradas en un punto sin dimensiones, iniciaron una expansión que ya nunca se detendría.
Poco a poco, la materia primigenia fue concentrándose. Surgieron primero los átomos más simples, los de hidrógeno, y la gravedad fue acercándolos entre sí hasta que su extrema proximidad y las colisiones incesantes entre ellos empezaron a unirlos para crear elementos más pesados, generando en el proceso una luz cegadora y un inmenso calor. La gravedad y el calor se compensaron y dieron lugar a objetos de forma más o menos esférica. Así surgieron las estrellas.
Como los seres vivos, las estrellas nacen, envejecen y mueren. De sus restos surgen otras nuevas, más calientes y densas, y los átomos que producen, sencillos y ligeros al principio, van haciéndose más complejos y pesados. Junto al hidrógeno y el helio surge el oxígeno, el carbono, el hierro… Así, en esos hornos colosales, se cuecen los ladrillos con los que la naturaleza construye todos los seres que conocemos, vivos o no.
Pero la vida no podría existir en la superficie de unos astros tan calientes. Por fortuna, a veces las estrellas no están solas. Cuando nacen, en la intimidad de las nubes de gas y polvo cósmico, algunas vienen al mundo acompañadas de un séquito de objetos más pequeños y oscuros, privados, a diferencia de ellas, del don de producir luz y calor. Atraídos por su masa, inician al punto una danza eterna a su alrededor. Condenados a errar para siempre, merecen sin duda el nombre que les dieron los antiguos griegos: planetas, esto es, vagabundos.
Sabemos que en al menos uno de esos planetas, el que nosotros llamamos Tierra, la materia inerte dio origen a la vida. En un océano inhóspito, hace miles de millones de años, algunas moléculas complejas se aislaron de su entorno mediante una membrana protectora, aprendieron a tomar de él las sustancias que requerían y, en fin, hallaron la forma de hacer copias de sí mismas. Así comenzó la vida.
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