Una vez más, la resolución del conflicto depende de los tiempos de la guerra, de las fechas de los permisos. Al final, la vuelta definitiva de Jacques es providencial: a partir de este momento, todo vuelve al orden. Marthe desaparece y su hijo tiene un padre que le dará asistencia y cariño.
Como lo hemos visto, la guerra, aunque no forme parte de la intriga, juega un papel fundamental en la novela: se inscribe de forma simbólica en las relaciones de los protagonistas. Pero además, el autor consigue transmitir, a hurtadillas, un mensaje fundamental: nos muestra implícitamente que lo más indecente no es este adulterio entre un chico inmaduro y una joven enamorada, casada por un acuerdo entre dos familias pequeño-burguesas con un soldado al que no quiere realmente, sino esta guerra absurda y mortífera, que propició ese tipo de situaciones.
LA GUERRA SEGÚN YOURCENAR
El caso de Marguerite Yourcenar es bien diferente. Nos encontramos con una suerte de memorias, redactadas muchos años después de los acontecimientos, cuando poco antes de morir, la escritora emprende el tercer volumen del tríptico Le Labyrinthe du monde ( El laberinto del mundo ), donde recoge recuerdos de su infancia, de los momentos pasados con su padre, con Jeanne de Reval –antigua amiga de su madre– y con muchos familiares y conocidos. En este volumen, reconstruye episodios de la guerra, en particular el del exilio que vivió con tan sólo once años, inserto en una serie de reflexiones sobre la hipocresía del conflicto y sus deplorables circunstancias. Según sus recuerdos, a pesar de su temprana edad, la niña ya era capaz de apreciar el ambiente alegre que precedió a la declaración de la guerra:
Jamás, me parece, la atmósfera de la gran ciudad había sido más risueña y más fácil. [...] Las matinées en el teatro, los Ballets Rusos se seguían sin intervalo. [...] El museo Guimet, bastante parecido entonces a un zoco oriental, [...], colmaba por su exceso mis apetencias de niña. [...] Con los ojos y el olfato de una niña de diez años un poco precoz, vi y olfateé así «los últimos días bonitos de antes de la guerra» ( QE 259-260).
Con estos mismos ojos de niña, pudo observar el vuelco que, por culpa de la guerra, dio su vida, el viaje azaroso hacia Inglaterra, las gentes, las costumbres, los paisajes desconocidos, los museos y todo lo que rodeó su estancia londinense. El toque de alarma, tan angustioso para la población le parece a ella «una epidemia sonora» ( QE 264). La guerra se convierte en algo excitante, novedoso. Recuerda: «Yo confundía, a mi edad, la faz de la guerra con la de la aventura. Esta desbandada ha conservado para mí el aspecto de un paseo nocturno» ( QE 266).
Como en la novela de Radiguet, el padre decide huir con su hija y la gente de casa, pero aquí también se han cortado las carreteras. No hay trenes ni vehículos disponibles por lo que tienen que recorrer a pie y de noche la distancia entre Sheveningue y el puerto de Ostende. Luego, el viaje en barco le revelará la triste realidad de la guerra: «Era mi primera verdadera travesía; era también mi primer encuentro, estupefacta más que horrorizada, ([...]) con las miserables secuelas de la guerra» ( QE 266). Gente venida de todas partes, aldeanos, habitantes de pequeñas ciudades, tumbados en el suelo de la cubierta, mujeres embarazadas de aspecto grotesco, caras hinchadas y amarillentas. Marguerite, durante este viaje, se abre al mundo exterior, un mundo miserable y doliente muy diferente de la sociedad elegante que la rodeaba en París. Felizmente, otro espectáculo, fascinante, viene a borrar esta visión tan deplorable:
De repente, en alta mar, a buena distancia de la costa, apareció una escuela de delfines, atravesando oblicuamente la ruta del navío.
Una docena de grandes criaturas brillantes y alegres, ignorantes de los fugitivos metidos en esta miserable arca humana, libres como en estos días en qué el mundo, viejo ya de millones de años, se sentía todavía nuevo y rebosante de dioses. Raza sublime, mejor dotada que las otras criaturas limitadas a la tierra, a sus anchas en la curvatura de las olas como en las sinuosidades de sus cuerpos ( QE 267).
A la mirada asombrada de la niña se superpone la reflexión de la persona adulta, amante de los animales y defensora de sus derechos, que conoció posteriormente los crímenes cometidos contra estas «saltadoras deidades marinas» (ibíd.).
EL DESPERTAR DE LOS SENTIDOS
El viaje a Londres fue para la autora un viaje iniciático. Le proporcionó esta apertura sobre el mundo exterior mencionada anteriormente. A partir de este momento, todo para la niña es novedad. Le llaman la atención pequeños detalles, cosas sin importancia para los adultos pero sorprendentes para ella: comenta, por ejemplo, «Me encantaron el té y las galletas del tren de Londres»; del hotel de Charing Cross, sólo recuerda los «inmensos corredores y las polvorientas cortinas rojas»; también los agradables pasatiempos de aquellos veranos: «de la mañana a la noche, las hermosas jornadas de los dos veranos sucesivos se pasaron explorando los grandes espacios abiertos del vecindario: el common , con sus centenares de hectáreas de hierba y de helechos: el parque de Richmond con sus robles antiguos y sus manadas de ciervos y de corzos casi familiares» ( QE 268-69).
Pero sobre todo, la adolescente sentirá, de repente, como se despiertan sus sentidos y sus incipientes apetitos sexuales. Una promiscuidad inhabitual, producida por las circunstancias del viaje, llevará a la niña a percibir sus primeras necesidades de contacto carnal:
Acostada esta noche en la estrecha cama de Yolanda, el único del que disponíamos, un instinto, una premonición de deseos intermitentes sentidos y satisfechos más tarde durante mi vida, me dictó, de golpe, la actitud y los gestos necesarios para dos mujeres que se quieren. [...] Esta Yolanda un poco dura me amonestó amablemente: «Me han dicho que está mal hacer estas cosas». «¿De verdad?», dije. Y apartándome sin protestar, me tumbé y me dormí en el borde de la cama ( QE 268-269).
En otra ocasión, una experiencia que hubiera podido resultar traumática para una adolescente de su edad –tendría aproximadamente doce años– le hace descubrir los cambios de su anatomía, de su cuerpo que empieza a mostrar las transformaciones inherentes a la pubertad. El primo lejano que le besa y le acaricia por sorpresa una noche, le hace notar el contorno abultado de su sexo. Lejos de asustarse, la niña saca de estos tocamientos una especie de sana satisfacción y la certeza de haber aprendido algo que ignoraba:
El primo entró de puntillas, ceñido en su grueso albornoz [...]. Cerró la puerta sin hacer ruido, se acercó a mí, hizó caer al suelo mi camisón de niña [...]. Me atrajo hacia el espejo y me acarició con la boca y las manos asegurándome que era bella. Discretamente, hizo adivinar a mis dedos, a través del grueso tejido esponjoso, la topografía de un cuerpo de hombre. Pasó un momento. Se levantó y salió con las mismas precauciones grotescas. [...] No me sentía ni alarmada ni ofendida, menos aún brutalizada o herida. [...] Me dormí contenta de que me encontrasen guapa, emocionada al pensar que estas menudas protuberancias en mi pecho se llamasen ya senos, satisfecha también por saber algo más sobre lo que era un hombre ( QE 271).
Sin darse cuenta, la niña que salió de París en julio de 1914, después de dos años de exilio, se acaba de transformar en una joven llena de preguntas y de emociones nuevas. Siente que algo está cambiando en ella. Viéndose retratada en un cliché amarillento de aquellos tiempos, la escritora comenta: «en esta cara alterada por la edad ingrata, los ojos son decididos y valientes. Acababa de alcanzar, sin enterarme, la pubertad» ( QE 277).
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