Esta pugna se aprecia en la literatura más íntima y sincera, más espontánea y en bruto de los escritores: su correspondencia. Uno de los autores que mejor trasladaron al público el relato de la guerra, Vicente Blasco Ibáñez, mantuvo una encendida comunicación, durante la contienda, con sus editores Francisco Sempere y Fernando Llorca a propósito de su Historia de la Guerra Europea de 1914 . En este testimonio poco ortodoxo de su estancia en Francia, no solo rebasa el decoro profesional al cuestionar la gestión que estos hacían de su obra, sino que permite a los lectores actuales entender las características de la batalla editorial, a escala mundial, por acaparar el interés del público desde 1914, en una guerra que «durará mucho. Tal vez dos años» (Blasco 1999: 107), y lograr beneficios ideológicos y pecuniarios. Consciente de las posibilidades comerciales, animaba a Sempere a dedicarle a la Historia de la Guerra Europea de 1914, que estaba preparando, la atención que merecía, pues «ninguna obra en nuestra vida intelectual puede dejarnos tanto», y ya no encontrarían en su vida una guerra como aquella (Blasco 1999: 107). Según las políticas editoriales llevadas a cabo en los más de cuatro años de beligerancia, esta fue también una batalla encarnizada por copar los medios, por lanzar los artículos y folletines más atractivos, más ricos en ilustraciones y fotografías, y por crear un producto ideológicamente afín a la potencia en guerra que se defendiera. En el caso de los españoles, mayoritariamente Francia, a pesar de la «estricta neutralidad a los súbditos españoles» dictadapor Alfonso XIII en la Gaceta de Madrid el 7 de agosto de 1914.
Fue la Francia, sobre todo, de Blasco Ibáñez; la Alsacia a vista de pájaro de Ramón María del Valle Inclán, acerca de la que escribió en Los Lunes del Imparcial en el otoño de 1916, después de haber sido invitado como reportero por el cónsul francés Jacques Chaumié, traductor y admirador del escritor. De la experiencia aérea de la contienda surgió una personal representación de la lucha entre trincheras titulada La media noche. Visión estelar de un momento de guerra (1917). La Francia de los españoles fue también la del derrumbe de la infraestructura urbana y humana de una capital, recorrida en sus íntimos y domésticos rincones en el París bombardeado de Azorín y a lo largo de las vivas páginas del Diario de un estudiante en París , del periodista catalán Gaziel, reportero allí de La Vanguardia . Sus crónicas son uno de los más singulares análisis de la antesala de la guerra, aquel mes de agosto de 1914 en el que se desencadenaron acontecimientos trascendentales para la nación, en medio del descontrol, la falta de transparencia política de los dirigentes y la desinformación ciudadana sobre el asedio de la ciudad por las tropas enemigas y la final huida del gobierno después de que Alemania le declarara la guerra al país el 3 de agosto.
EL DEBATE SOBRE LA FICCIÓN TESTIMONIAL
En líneas generales, el relato literario de la Gran Guerra en Europa de aquellos años se ha clasificado, desde el tiempo de la guerra misma, en dos bloques operativos.
Por una parte, se consideran las obras escritas por autores alistados como voluntarios, cuyas novelas trasladaron a la ficción, con mayor o menor convencionalismo, el shock de una experiencia compartida por los soldados de todas las naciones en disputa. Por otra parte, las de la generación de escritores nacidos alrededor de 1870, que ni se movilizaron ni se contagiaron de la excitación colectiva. Escasas son las novelas europeas sobre la Gran Guerra firmadas por autores enrolados que hayan traspasado fronteras y, mucho menos, que se consideren clásicos modernos. Simplificando la estadística, hay cinco novelas excepcionales. La primera es Le feu (1916) de Henri Barbusse, presentada como folletín en el diario L’Œuvre à partir del 3 de agosto de 1916. Su impacto la condujo directamente al premio Goncourt un año después y a un éxito de ventas de 250.000 ejemplares hasta el final de la guerra. Otras novelas destacables son Sous Verdun de Maurice Genevoix (1916), Le guerrier appliqué de Jean Paulhan (1917) y Les Croix des bois de Roland Dorgelès (1919).
El siguiente hito literario en Francia fue el más tardío Voyage au bout de la nuit (1932), la primera novela del polémico escritor y por entones brigadier, Ferdinand Céline. Su propuesta se desmarcó de la tónica testimonial difundida hasta el final de la contienda, y discurrió por un camino experimental y lírico, más arriesgado de lo que había sido hasta el momento la ficción de la guerra, lo cual le ha valido su inclusión en el canon de la literatura universal del siglo XX más allá de la coyuntura. El tiempo de entreguerras fue una época de reconocimientos y de críticas, tanto recibidas como emitidas por Céline, a propósito de la huella de la guerra en las letras y las artes francesas. Especialmente notoria fue la animadversión pública que el escritor profesaba a La Grande Illusion (1937) de Jean Renoir, a quien dedica un capítulo demoledor en uno de sus panfletos contra lo que consideraba propaganda judía del cine hollywoodiense ( Bagatelles pour un massacre 1937: 154-155).
En el bando político opuesto, el de la Triple Alianza, se produjeron dos grandes fenómenos de masas: la publicación de Im Westennichts Neues (1929), del alemán Erich Maria Remarque, que inmediatamente se tradujo a casi treinta idiomas y fue llevada al cine, y la de Osudy dobrého vojáka Švejka zas větové války (1922-1923), obra mundialmente famosa del checo Jaroslav Hasek, quien adopta la fórmula humorística de la picaresca para satirizarlas absurdas y crueles entretelas de la guerra. Todos ellos se consideran los primeros best sellers del siglo XX, junto a Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) de Blasco Ibáñez. La Gran Guerra, que tantos estragos causó, impulsó en contrapartida los primeros éxitos de ventas globales y también las obras clásicas del pacifismo moderno, puesto que los escritores se polarizaron de inmediato.
En la posguerra, los autores nacionales y extranjeros incorporaron la materia bélica francesa a sus argumentos de un modo progresivamente más libre, sirviéndose de las técnicas del expresionismo, o valiéndose del hallazgo del flujo de conciencia, que llevaron al extremo en los primeros años veinte Joyce en su Ulysses (1922), T. S. Eliot en The Waste Land (1922) y Virginia Woolf en Mrs. Dalloway (1924).
Del lado de los escritores franceses no engagés se colocaron los que, curiosamente, ocuparon un lugar central en la postguerra, y obtuvieron la fama con retraso. André Gide, Paul Claudel, Marcel Proust y Colette evitaron la disputa dialéctica que había apasionado a toda la intelectualidad desde el «Affair Dreyfus» hasta la declaración de la Guerra. Dicho sea de paso, estos últimos, si no lucharon en el frente, sí ganaron la batalla de la posteridad y se convirtieron en los faros de la cultura.
El éxito de las novelas sobre la guerra escritas por quienes no fueron reclutados conduce a sopesar, entre otros muchos factores, el influjo ejercido por la prensa gráfica en escritores como Proust o Blasco Ibáñez, ávidos lectores de periódicos, que no habían sentido el roce de la metralla, pero para quienes la guerra dejó una marcada señal en su escritura. Por otro lado, sobresale la figura del escritor y militar Ernest Psichari, por lo que supuso para los presupuestos de Action Française y el ideario protofascita. Del autor destacan Terres de soleil et de sommeil (1908) , L’appel des armes (1913) y la póstuma Le voyage du Centurion (1916). En todas estas obras, el nieto del filósofo Renan abogó por el misticismo guerrero y la necesidad del combate y la guerra colonial como vía de superación elitista del yo, postura que se entreverá de manera intermitente en algunas novelas posteriores, incluso en las llamadas pacifistas. La obra de Psichari ejemplifica la apología de orden encarnado en la armada mediante una apropiación libre de las influyentes teorías de Bergson y de Maurras.
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