Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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– Reaccionario de mierda.

La chica sonreía. Era su única esperanza.

– Señorita, es usted más guapa cuando deja de mascar ese chicle -observó Brian-. Espero que David no le haya hablado demasiado de mí.

– Bah.

Un tema delicado, a esa edad.

– Ya te había dicho que era un obseso de tres pares de narices -comentó el aprendiz de periodista-. Anda, vámonos de aquí antes de que se baje la bragueta y nos la enseñe.

– Guay -se rio la rubia.

– ¿Habéis encontrado un estudio? -se atrevió a preguntar Brian.

– Wale Street, 7 -contestó Marjorie.

Tambóerskloof, el viejo barrio malayo que, de tan bohemio como era, los alquileres ahora costaban el doble que antes.

– Pásese algún día a visitarnos -dijo la rubita con inocencia de niña.

– Ni se te ocurra -terció David.

– Vamos a tomar una copa nada más, en el bar de la esquina -propuso Brian.

– ¿Con un poli? ¡No, gracias! -se burló su hijo-. Y ahora, sé bueno, vuelve con tus fachas y tus putas, y déjanos en paz, ¿vale?

– ¿Las putas no son mujeres como las demás? ¿Un subproducto de la humanidad, tal vez? Pensaba que el liberal generoso eras tú…

– Lo que tú digas, pero yo no me codeo con tíos que tiran a negros del último piso de las comisarías.

– Mi mejor amigo es zulú -se defendió Brian.

– No te las des de Madre Teresa, papaíto: no te pega nada.

Dicho esto, David cogió a su novia de la mano y se la llevó hacia otros horizontes.

– Vamos, nos piramos.

Marjorie se volvió brevemente para dedicarle un gesto de despedida antes de trotar detrás del hijo pródigo. Brian se quedó plantado en mitad de la acera, cansado, dolido e irritado.

No había manera de llevarse bien.

No tenían ningún futuro juntos.

Era como perseguir una quimera.

La nueva Sudáfrica debía triunfar allí donde el apartheid había fracasado: la violencia no era africana, sino inherente a la condición humana. Al extender sus polos, el mundo se volvía siempre más duro para los débiles, los inadaptados y los parias de las metrópolis. La inmadurez política de los negros y su tendencia a la violencia no eran más que el argumento manido del apartheid y de las fuerzas neoconservadoras que estaban hoy al volante de la máquina. Serían necesarias generaciones para formar a la población para los puestos estratégicos del mercado. Y si bien la clase media negra emergente aspiraba a los mismos códigos occidentales, había que conocer un sistema desde dentro antes de criticarlo y, por qué no, reformarlo en profundidad… Neuman vivía con esa esperanza, que era también la de su padre: no habían salido de los bantustán para acabar en los townships.

Pero la realidad chocaba con las cifras: dieciocho mil homicidios al año, veintiséis mil agresiones graves, sesenta mil violaciones oficiales (probablemente eran diez veces más), cinco millones de armas de fuego para cuarenta y cinco millones de habitantes, las estadísticas del país eran terroríficas.

El gobierno y Krugë no podían refugiarse eternamente tras una falta de efectivos en su mayoría mal pagados: el brutal asesinato del joven suboficial mostraba que la violencia seguía siendo el principal medio de expresión de ese país, que la policía era impotente e incluso una víctima de la situación.

La campaña anticrimen del FNB estaba en su punto culminante. Eran casi unánimes las voces que pedían que se reforzara la seguridad, la perspectiva del Mundial de Fútbol exacerbaba los ánimos ya de por sí caldeados, el desafío pasaba a ser nacional.

Karl Krugë era hoy el blanco de todas las miradas, y acababa de reunirse con Marius Jonger, el fiscal general del Estado: asesinato a plena luz del día, actos de barbarie, esta vez no les bastaría una declaración tranquilizadora del presidente. Y lo que era peor aún, el informe que acababa de entregarle Neuman alimentaba las críticas expresadas en los medios. Las fuerzas de seguridad acordonaron el sector de la playa, pero los asesinos escaparon por las dunas; no se encontró más que un viejo tonel medio lleno de cerveza casera bajo una choza destartalada, huellas en la arena que se perdían en dirección a la carretera nacional, unos prismáticos y un walkie-talkie en una cabaña, así como los cuerpos de tres tsotsis junto a una barbacoa humeante donde agonizaba el joven sargento.

– ¿Tienen al menos una pista? -preguntó Krugë, sentado ante su escritorio.

Con la oreja izquierda vendada, los hombros encorvados bajo su traje oscuro, Neuman parecía un náufrago vestido con el luto de haber sobrevivido. Acababan de encontrar a Sonny Ramphele en las letrinas de la prisión de Poulsmoor, ahorcado con su pantalón vaquero. Como de costumbre, nadie había visto ni oído nada.

– Hemos identificado a uno de los hombres abatidos en la playa -dijo con voz ronca-. Charlie Rutanga: un xhosa de treinta y dos años que cumplió condena por robo de coche y agresión… Probablemente fuera miembro de alguna banda de delincuentes del township. He enviado su ficha y su descripción a las comisarías correspondientes. Los otros dos no están fichados. Sólo conocemos sus apodos, Gatsha y Joey. Sin duda habrán sido infiltrados desde el extranjero: la semana pasada me crucé con uno de ellos en Khayelitsha, hablaba dashiki con uno de sus colegas…

Krugë cruzó los brazos sobre su tripa de embarazada.

– ¿Piensa que pueda ser obra de una mafia?

– Los nigerianos controlan la droga dura y, al parecer, se ha lanzado al mercado un nuevo producto -explicó Neuman-: una droga de efectos devastadores, que Stan Ramphele vendía en la costa. Él y Nicole Wiese fueron a Muizenberg el día del asesinato, su hermano Sonny confirmó la pista y, al hacerlo, él mismo firmó su sentencia de muerte. Prismáticos, walkie-talkie, armas casi nuevas: no se trata de una banda de tsotsis yonquis, sino de una mafia organizada. Las huellas encontradas en las dunas conducen a la nacional: si lograron pasar los controles, hay muchas probabilidades de que se refugiaran en un township…

Había media docena alrededor de Ciudad del Cabo, con una población de entre dos y tres millones de personas, eso sin contar los asentamientos. Era como buscar una aguja en un pajar.

– ¿Y qué piensan hacer? -replicó el superintendente-. ¿Enviar a los Casspir a los townships con la esperanza de que aparezcan como por arte de magia?

– No. Necesito que confíe en mí, nada más.

Los dos hombres se observaron, calibrándose. Un duelo sin vencedor.

– El caso Wiese no era un simple crimen violento -insistió Neuman-. Quisieron cargarle el muerto a Stan Ramphele. Los que le proporcionaron la droga están implicados, estoy seguro…

Krugë se masajeó las sienes con sus gruesos dedos.

– Sabe la opinión que tengo de usted -suspiró por fin-. Pero ya no nos queda mucho tiempo: la jauría nos pisa los talones, Neuman, y usted es su primer objetivo…

El zulú no se inmutó: él dispararía primero.

Dan Fletcher desmadejado en el suelo, Dan Fletcher y sus muñones llenos de arena, Dan Fletcher y su bonita garganta abierta hasta el hueso, Dan Fletcher y su sonrisa sangrienta, Dan Fletcher y sus manos carbonizadas, con las marcas de la rejilla de la barbacoa… Janet Helms había contemplado las fotografías del asesinato con una fascinación mórbida. Habían matado a su amor, el que guardaba en secreto hasta que su mujer la palmara, en esa cama que nunca ocuparía. Janet Helms llevaba dos días llorando, desorientada de tantas lágrimas, con rabia en el corazón, con el corazón ardiendo. Vengaría su muerte. Costara lo que costara.

La mestiza levantó la cabeza del ordenador cuando Epkeen pasó delante de la puerta abierta del despacho. Janet se estiró la falda, que se le había subido, y corrió tras él:

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