– Así que Nicole no era el único objetivo de los camellos. Se ha ampliado el negocio.
– Eso parece. He metido a Janet Helms en el caso…
Brian no terminó la frase: Claire acababa de aparecer en la escalera del tanatorio. Llevaba un vestido negro que la hacía más delgada y un bolsito de vinilo. Los miembros de su familia la seguían, con gafas de sol para ocultar su tristeza.
Claire vio a los dos hombres sentados en los escalones, susurró unas palabras a su hermana y fue hacia ellos. Se levantaron a la vez, se cruzaron con su mirada ajada y la abrazaron. La joven se abandonó un breve instante antes de recuperar el equilibrio. Ya no dormía, que más daban las medicinas, pero no se vendría abajo. Ahora no.
– Tengo que hablar con vosotros -dijo, separándose de ellos.
Llovía a mares en sus ojos azul Atlántico. Caminaron unos pasos hacia el aparcamiento, en silencio. Claire se detuvo a la sombra de una palmera y se volvió hacia Neuman.
– ¿Qué le hicieron en las manos? -le preguntó con voz átona.
Brian se quedó de piedra. Una piedra que se resquebrajaba a ojos vistas.
– Nada -contestó Ali-. Todo ocurrió muy deprisa…
Claire se mordió el interior de los carrillos. Le temblaban los ojos detrás de las gafas de sol.
– No le dio tiempo a sufrir, si es lo que te preocupa -añadió-. Lo siento mucho.
Ali mentía, pero ¿qué decirle si no a esa mujer presa de la angustia? ¿Que había visto a su marido mientras lo despedazaban vivo, que lloraba cuando lo mataron y que él no había movido un dedo con el pretexto de que tenía un cuchillo clavado en la oreja y el cañón de una pistola plantado en los huevos?
– Es todo culpa mía -dijo.
Claire lo escrutaba, pálida bajo el velo que adornaba su peluca. Al principio no dijo nada, buscaba las palabras adecuadas. Ali y Brian eran ya sus amigos: por eso estaba enfadada con ellos. A Dan le daba miedo la violencia física. Su olor en la cama no era el mismo, la noche antes de una intervención policial. Claire había intentado hablar con él, pero su marido fingía indiferencia. Dan tampoco lo había hablado con Neuman, porque éste tenía pensado convertirlo en su brazo derecho, a él y no a Epkeen, que pasaba de todo eso. El rencor de Claire no era tanto por no haber podido salvarlo como por su ceguera ante el temor que le producían esa clase de operaciones. Neuman tenía razón: era todo culpa suya.
– A Dan no le hubiera gustado que hablaran de él en pasado -dijo con voz monocorde-. Así que voy a callarme y a ocuparme de los niños como si mi vida nunca hubiera ocurrido… Os agradezco vuestro apoyo durante mi enfermedad, y también lo que hayáis hecho por él… Pero no quiero vuestra ayuda. -Hundió los colmillos en la carne de sus mejillas-. De ninguna clase, ¿entendido? -No se adivinaban más que fragmentos detrás de sus cristales negros-. Prefiero que no asistáis a la incineración -añadió-. Ni vosotros, ni nadie de la policía.
Claire se bajó el velo negro, que ondulaba en la brisa, y se volvió hacia el tanatorio. Brian hizo un gesto para detenerla.
– Ya lo sé -lo cortó ella-: lo sientes mucho. Adiós.
***
– Parece cansado -observó Tembo.
– No tanto como esos tipos -contestó Neuman.
Los tsotsis de la playa yacían sobre la mesa de aluminio, sus entrañas abiertas exhalaban un olor dulzón y penetrante. Uno de ellos tenía una herida muy fea en la sien -la bala de Epkeen le había arrancado la mitad del cráneo-. Joey, un negro cojo de unos veinte años, con el que se había cruzado en el solar de Khayelitsha. Sus rasgos y su morfología no eran los de un xhosa, y menos aún de un zulú. Entre sus numerosos tatuajes y escarificaciones había un dibujo en el tríceps, un escorpión en posición de ataque… El joven apodado Gatsha tenía otro igual: el dibujo, que era obvio que había sido realizado hacía ya varios años, no tenía en sí nada especial ni original, salvo las siglas «T. B.»… Neuman sacó fotos de los tatuajes antes de volverse hacia el forense.
Tembo ejecutaba su danza macabra alrededor de un abdomen abierto, el de Charlie Rutanga. Varias cicatrices en los brazos y en el tórax, viejos recuerdos de peleas con navaja, pero ni rastro de escorpión tatuado…
– He sacado muestras de fluidos y de tejidos -dijo Tembo, colocando diversas secreciones en las láminas de cristal de su microscopio-. Aparte de numerosas carencias vinculadas a una deplorable higiene de vida, he encontrado rastros de cerveza casera, gachas de maíz, pan, leche, judías… Vamos, la dieta básica de los townships. Hay también picaduras de insectos, un húmero mal soldado, callos en los pies… Los dos más jóvenes están cosidos a balazos. Media docena cada uno, en diferentes partes del cuerpo… Heridas antiguas.
¿Ex soldados? ¿Miembros de las milicias? ¿Desertores? África escupía asesinos en serie como escupen esqueletos los ríos al llegar la estación seca.
– ¿Y drogas? -quiso saber Neuman.
– Estos tres consumieron marihuana hace poco -prosiguió Tembo-; también he encontrado restos de tik, bastante antiguos, pero no los del famoso cóctel.
El negocio solía consistir en enganchar al cliente a la mercancía, no en utilizarla para destruirlo. Los tsotsis no habían actuado pues por un arrebato de locura…
– ¿Y rastros de iboga?
Tembo sacudió su cabeza cana:
– Nada de nada.
***
Con el fin del aislamiento provocado por el apartheid, las actividades criminales (tráfico de droga y diamantes) se habían extendido por todo el país: Sudáfrica era un centro de tránsito que albergaba a delincuentes de todos los horizontes. Neuman conducía su investigación desde la comisaría central, en el despacho impersonal de la última planta donde pasaba la mitad de las noches.
Empezó por los tatuajes de los dos tsotsis abatidos en la playa: un escorpión en posición de ataque, y esa sigla, o esas iniciales, «T. B.», tatuadas en la parte alta del brazo. Buscó entre las bandas fichadas por la SAP, en los archivos y en los datos disponibles, pero no encontró nada que se le pareciera. Amplió la búsqueda, y halló la información en una página web del ejército: «T. B.», las iniciales de ThunderBird, «pájaro de trueno», el nombre con el que se había bautizado a una milicia de niños-soldado que había luchado en el Chad, infiltrada desde Nigeria… El dashiki, su violencia, su ausencia total de compasión… Gatsha y Joey seguramente habían ido a parar a Sudáfrica, como otros miles, abandonados por la historia y, como es natural, se habían mezclado con los demás desgraciados y ex convictos que los esperaban por ahí… ¿Y qué tenían ellos que ver con Nicole Wiese? ¿Acaso trabajaban con Ramphele? Había un detalle que lo seguía preocupando: la iboga que Nicole y Stan habían consumido, esos frasquitos que la chica llevaba encima la noche del crimen y que ya había probado unos días antes del drama… Neuman vaciló, con la mirada perdida en la pantalla del ordenador. La angustia subió por sus piernas, dejándolo un instante clavado a la mesa. Esa opresión, siempre la misma, que le atenazaba el corazón…
Caía la noche por el cristal tintado del despacho. Hermoso suicidio…
Tecleó dos palabras: Zina Dukobe.
La información no tardó en aparecer. La bailarina que actuaba en el Sundance no figuraba en ningún fichero de la SAP, pero encontró lo que buscaba en Internet: nacida en 1968 en el bantustán de KwaZulu, hija de un induna [33] caído en desgracia por negarse a colaborar con las autoridades bantúes, Zina Dukobe había sido militante del Inkatha, defendía la cultura zulú, en retroceso desde la evangelización y los desórdenes políticos, a través de su compañía de música y baile, Mkonyoza, fundada hacía seis años… Mkonyoza: «luchar» en zulú, en el sentido de aplastar mediante la fuerza…
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