–¡Eh, tú, inglés, inglés!
–No, yo no soy inglés, soy norteamericano.
–Pero hablas inglés, ¿no?
–Sí
–Pues eres inglés inglés, y ya está.
Al dr. Noble le gustaba jugar en los casinos. Lo acompañé un par de veces. Su grandilocuencia, que utilizaba cuando dictaba los editoriales por teléfono, en la sala de juegos se traducía en un alud de apuestas. Decía: “Puede que lo pierdas todo, pero también puedes ganar mucho dinero con pocas jugadas”. Una vez me propuso: “¿Por qué no hacemos una vaca juntos?”. Le respondí que no me gustaba jugar y todavía menos perder. Pero habría ganado un buen fajo de francos si me hubiera sumado a su vaca. Yo mismo fui a cambiar sus fichas por dinero contante y sonante, logrando así que por aquella noche abandonara el juego.
La boda de Rainiero y Grace Kelly en 1956, con Carles Sentís al fondo entre la pareja
Roberto Noble y su hermano, junto con Luis Sciutto, su secretario uruguayo, vinieron un verano a la Costa Brava.
Sciutto siempre le acompañaba. Además escribía en Clarín con el famoso pseudónimo Diego Lucero. Rubricaba el apartado de fútbol y era uno de los periodistas más leídos en la especialidad. Escribía las crónicas en lunfardo, el argot propio del barrio de La Boca, en Buenos Aires, y popularizado por las letras de los tangos.
Como corresponsal de Clarín me relacionaba con los argentinos que iban a París por cuestiones políticas y económicas. Conocí a Frondizi quien, más tarde, cuando se convirtió en presidente, me invitó a la Casa Rosada. En Argentina viví, pues, una etapa de buena ley: después de Perón y antes de que la Junta Militar tomara el poder.
En Argentina estuve, con otras personas, en casa de Ramón Gómez de la Serna, autor de las greguerías, aquel género de prosa tan curioso. Tenía todas las paredes y el techo de su casa decorados con recortes de diarios con textos suyos. Estaba casado con una mujer yugoslava muy pálida. Era un noctámbulo pintoresco como de otra época, de cuando muchos escritores hacían vida e incluso escribían en los cafés. Colaboraba también en diarios de Venezuela, de lo que estaba muy satisfecho porque cobraba en dólares. Aunque volvió a España tras el exilio, murió en Argentina.
Clarín tenía dos o tres colaboradores franceses que yo veía de vez en cuando. Uno de ellos era Paul Reynaud y el otro Paul Goncourt. Reynaud había sido primer ministro del Gobierno francés en 1940 y fue quien descubrió a De Gaulle cuando todavía era teniente coronel. Era senador vitalicio y escribía un par de artículos al mes para Clarín . De vez en cuando le visitaba en su despacho de la Asamblea Nacional y aprovechaba la ocasión para entregarle un sobre con el abono de sus artículos. No valía la pena hacerlo a través de un banco, dadas las complicaciones de la época. Le pagaba con francos y quedaba la mar de contento porque así disponía de lo que en Francia llaman argent de poche, dinero de bolsillo. Yo aprovechaba la visita para hablar un rato de política. Reynaud y algún otro me pasaban informaciones confidenciales, por decirlo de alguna manera. Esto me permitía anticiparme, a veces, a lo que publicaban los diarios franceses.
Balenciaga y otros diseñadores de moda
En una de las comidas que de vez en cuando organizabamos en nuestra casa de París de la avenida Victor Hugo, a mi derecha se sentó una distinguida y guapa señora, Mme. de Chiris, esposa de uno de los principales perfumistas –creador de esencias– de entonces. La señora se lanzó a hablar de moda autoritariamente. A la derecha de mi mujer, al otro lado de la mesa, se sentaba un señor muy correcto que escuchaba sin abrir boca. De pronto, aquel hombre discreto tomó la palabra y pronto toda la mesa enmudeció. Después, disimuladamente, mi vecina me preguntó quién era aquel señor. Cuando, tapándome la boca, le dije que era Cristóbal Balenciaga, quedó petrificada.
Balenciaga mantenía un singular comportamiento personal. Su foto no salía casi nunca en los diarios y tampoco su imagen en las televisiones. Rehuía las actitudes exhibicionistas, tan frecuentes en el mundo de la moda. No salía a saludar ni antes ni después de los desfiles de su colección. Lo seguía todo entre los pliegues de las cortinas. Por otra parte, Balenciaga era el único partidario de no contar con modelos o maniquíes espectaculares. Consideraba que la belleza de las modelos no debía tapar la de los vestidos. Me parece recordar que fue él quien matizó unos colores llamándoles uva verde y uva madura. Verdaderamente era un hombre muy sutil y perfeccionista.
Prácticamente todos sus colegas reconocían su suprimacía, y algunos, como Givenchy, se consideraban sus discípulos. Creaba y dibujaba como ellos, pero, además, sabía cortar y coser. Había aprendido en el taller de su madre, modista muy considerada en San Sebastián.
Como la mayoría de diseñadores, Balenciaga era un hombre culto y forofo de las artes. En su piso de la avenida Alma tenía buenas pinturas, como también en la gentilhommière o casa de campo, que visité con mi mujer alguna vez, en las afueras de París.
En sus últimos años, cuando desaparecieron una gran parte de la clientela de modelos exclusivos, otros modistos se lanzaron al prêt-à-porter. Él, carente de sucesor, cerró su gran establecimiento en la avenida Georges V, y se quedó solamente con la delegación que poco antes había montado en Madrid.
Conocí también a Christian Dior en el momento de su triunfo, cuando lanzó una moda de falda larga que exigía muchos metros de tela del fabricante Boussac, que fue quien lo financió.
También fui amigo personal de otro creador de moda: Antonio Cánovas del Castillo, director de la casa Lanvin. Su apellido coincide con el de un reconocido restaurador de la monarquía de Alfonso XII, que era tío-abuelo (o bisabuelo) de Antonio, de tan alta calificación en el mundo de la moda.
Otros corresponsales de la época evitaban tratar el tema de la moda. Consideraban que era un mundo exclusivo de señoras y homosexuales. Yo no compartía este prejuicio. Asistía a menudo a las presentaciones, cuando todavía las modelos no eran tan marcadamente protagonistas.
En los días todavía gloriosos de la alta costura, Shoura, una eslava viuda de un embajador español, muy introducida en el mundo de la moda, me dijo: “Te arreglaré una entrevista con un chico que pronto será muy famoso. Una gran promesa”. De este modo, una mañana me encontré en la Casa Dior ante un joven de 20 o 21 años, llamado Yves Saint Laurent, que –de tan tímido como era– resultaba casi imposible armar con él una entrevista periodística.
El célebre diseñador de moda Cristóbal Balenciaga
Es probable que yo no supiera lo suficiente de moda para plantearle preguntas oportunas, pero él, de entrada, no dejó de hablarme de la preocupación que entonces le abrumaba. Estaba obligado a trasladarse a Argelia, donde había nacido (era un pied noir ) para incorporarse al ejército francés en guerra. Había conseguido una prórroga para su incorporación a filas, pero justamente entonces se le terminaba.
Sin tener yo certeza alguna de la importancia futura de aquel joven (mi amiga podía equivocarse), no me atreví a convertirme en pregonero de un éxito no lo suficientemente intuido. A la vista del material disponible, decidí finalmente no escribir un texto que hubiera resultado una crónica anodina.
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