Carles Sentís
Cien años de sociedad
La edad, con sus limitaciones, ha contribuido a que este libro aparezca con un retraso que no estaba previsto cuando se publicó en 2006 Memorias de un espectador , el cual, como terminaba con temas y situaciones no más allá de 1950, invitaba a pensar en un segundo volumen. Pero si Cervantes tardó diez años en acabar una segunda entrega, me perdonarán la dilación cuando además no se trata tan siquiera de una continuación. Si hubiera seguido el ritmo expositivo del primer libro, no habría bastado ni un segundo libro ni un tercero.
Cien años de sociedad tiene vida propia, sin vínculo con una obra anterior ni perspectiva de preceder a ninguna otra. Recoge trazos que corresponden a la segunda mitad del siglo pasado, pero sin lazos muy estrictos con la cronología. Memorias, todo lo son cuando recordamos acontecimientos pretéritos. Pero una cosa es sistematizar el tiempo y otra dejarse llevar por los recuerdos que están ordenados en el cerebro como tomos en una estantería. Estos son, pues, capítulos sobre acontecimientos de mi vida recordados con la libertad de un escritor que está a punto de dejar atrás el hecho de ser nonagenario.
Carles Sentís
Cuando hace algunos meses recibí en mi despacho del Club de Madrid la llamada de mi buen amigo Jaime Arias, no podía imaginar que el objeto de la misma era ofrecerme la posibilidad de escribir el prólogo del nuevo libro que estaba a punto de publicar Carles Sentís. Por supuesto, no podía, ni quería, negarme a aceptar este honor, pero inmediatamente surgieron en mi mente algunas dudas. ¿Era yo realmente la persona indicada para asumir esta tarea?
Conocía evidentemente la trayectoria profesional, política y diplomática del autor, pero mis últimos contactos con él se remontaban a varios años atrás, cuando mi mujer y yo habíamos disfrutado de su hospitalidad en su casa de la Costa Brava en tiempos en que veraneábamos aún en Llafranc, antes de regresar a una infancia nunca perdida en aquel Camprodon que mi bisabuelo, Bartolomé Robert, recomendaba, entre otras razones por su “humedad seca”.
Si a veces amigos comunes me hablaban de él, me contaban que aún le veían por las aguas de Calella pilotando bravamente un gondolís con bandana de pirata en la frente adornada además –como más tarde me enteré– por una hoja de marihuana… por supuesto sin tener la menor idea de ello. Me decían también que seguía empeñado en dar la razón a Gabriel García Márquez cuando escribía que “la vida no es solo lo que uno vive sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda para contarlo”.
Pero lo que no podía imaginar y lo que, aliviado y apasionado, fui comprobando al leer el texto de las memorias era que, salvando espacios y tiempos, muchas de las experiencias y muchas de las personas que habían marcado la vida de Carles Sentís me resultarían tan curiosamente próximas.
Cuando evoca por ejemplo la figura del embajador Casa-Rojas, no pude dejar de recordar una divertida anécdota: cuando el año 1959 tuvo la amabilidad de recibir a mi promoción en nuestro viaje de fin de la carrera de Derecho en aquellos espléndidos salones de su residencia de la Avenue Georges V, el embajador Casa-Rojas nos preguntó: “¿Alguno de ustedes piensa ser diplomático?”. Y ante nuestro silencio –yo por entonces pensaba hacer oposiciones a la abogacía del Estado– nos dijo: “Pues entonces tal vez alguno llegará a ser Embajador”.
Cuando leí el capítulo titulado “OTAN, de entrada no” en el que se refiere al referéndum que, llegado el PSOE al poder, decidió organizar Felipe González, no pude tampoco dejar de pensar en aquellos difíciles meses cuando, como subsecretario de Asuntos Exteriores, tuve que contribuir en la medida de mis posibilidades a explicar el porqué de las condiciones que el llamado modelo español exigía para nuestra permanencia en la Alianza.
Y sobre todo, lo que más me impresionó fue el altísimo número de amigos a los que cita el autor y que habían enriquecido también mis recuerdos, a veces ligados íntimamente a la memoria de mi padre. Como Alberto Puig Palau, como Mauricio Torra Balari, con su gran erudición recibiéndonos en su piso de la rue du Bac, como Xavier Valls, el gran pintor y delicioso conversador, a quien tuve el privilegio de conocer en París poco antes de que nos abandonara, como Enrique Tierno Galván, el viejo profesor , en mucho responsable de mi ingreso en la carrera diplomática, como Ángel Zúñiga, siempre divertidamente impertinente quien, tras una interpretación de El Relicario por una conocida artista en los salones del cónsul general de España en Nueva York, comentó en voz muy alta: “Esto, la que lo cantaba bien era Raquel”.
Si hay una ciudad en la que los recuerdos de Carles Sentís y los míos propios se confunden estrechamente, esa ciudad es París. Y no sólo cuando habla de nuestra embajada y sus titulares, sino en especial cuando evoca Saint-Germain-des-Prés o el Quai des Orfèvres y la Place Dauphine del comisario Maigret, el Pont Neuf o la Brasserie Lipp. ¿Cómo dejar de revivir los tres últimos años de mi larga vida diplomática pasados en la ciudad, para mí, más hermosa del mundo?
Tras la lectura de las páginas de esta obra no hay más remedio que concluir que el cúmulo de experiencias que, a lo largo de los años, fue atesorando Carles Sentís es realmente asombroso. Y no sólo por las fases en que jugó un papel de gran importancia en la historia reciente de nuestro país, como el que protagonizó en los primeros contactos entre el president Tarradellas y el presidente del Gobierno español Adolfo Suárez así como con el Rey. Y no sólo tampoco por los puestos de responsabilidad que desempeñó en la política, en la diplomacia o en el periodismo, sino sobre todo por haber tenido el privilegio de ser testigo de momentos inolvidables junto a personalidades de todo género.
A este último capítulo pertenecen, entre otras múltiples anécdotas que relata Carles Sentís, su primer encuentro con el general Franco y su curioso y sorprendente interés por el ciclismo, o la que le sitúa en una recepción con motivo de la fiesta nacional en París, cuando el embajador le encargó que diera conversación al nuncio de Su Santidad que “está un poco perdido” y que resultó ser después el maravilloso Juan XXIII, o la de su baño en las aguas de Palomares junto al ministro Fraga Iribarne y el embajador norteamericano Biddle Duke o la de su entrevista con el rey Faysal de Arabia Saudí dos meses después de destronar a su hermano mayor Saud y poco antes de ser asesinado por su sobrino.
En un momento determinado, declara Carles Sentís en este libro que “no me quería convertir en un político profesional, sino que había aportado mi colaboración dentro de una etapa política para volver al periodismo”, que era su opción fundamental. Creo que algo semejante podría decirse de su paso por la diplomacia, a la que dedicó también su gran capacidad de trabajo y su habilidad para las relaciones humanas.
Es cierto, como escribe, que en el mundo de los diplomáticos de carrera existe a veces cierta resistencia ante los denominados embajadores políticos . Esta actitud, que podría estar justificada en ciertos casos, no lo está en absoluto cuando un nombramiento de este género tiene una clara razón de ser, como fue el caso de Juan Antonio Samaranch, extraordinario embajador en Moscú, o el del propio Carles Sentís como embajador itinerante.
La vida del autor de estas memorias es pues un tesoro riquísimo de experiencias de todo género que quedan muy bien recogidas en estas memorias redactadas cuando ya ha alcanzado una edad y experiencia envidiables, una edad a la que sería aplicable aquella frase de un viejo sabio saudí: “Cuando te haces viejo pierdes las ilusiones, pero sólo te haces viejo si pierdes las ilusiones”.
Читать дальше