Carles Sentís - Cien años de sociedad

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Cien años de sociedad: краткое содержание, описание и аннотация

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Están los libros de historia y están las vivencias de la historia, a veces más importantes para entender lo que pasó. Carles Sentís, que ya realizó el gran esfuerzo de articular sus memorias desde 1911 hasta 1950, ha querido con este libro, de una factura más informal, aportar lo que considera más destacado de la segunda parte de su vida y también del siglo XX.
La sabia elección de unos recuerdos destacados («ordenados en el cerebro como tomos en una estantería», dice en la nota preliminar) ilustran la historia de nuestro país y del mundo, con páginas impagables como la cacería con Luís Miguel Dominguín y Franco en una finca castellana, el periplo por la Rusia soviética y la China de Mao, la noche en el Congreso retenido por Tejero junto a sus colegas diputados, su aportación decisiva a la transición democrática en el regreso de Tarradellas o el periplo africano para asegurar el apoyo a la españolidad de las islas Canarias.
Un libro que se añade a la larga lista publicada por el periodista con más galones de España, capaz de elevar la anécdota y la vivencia personal a categoría histórica.

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El fracaso económico conllevó que al cabo de pocos años desapareciera el que se postulaba como el gran avión del futuro. Si hubiese continuado el servicio del Concorde hubieran aflorado otros defectos, como sus excesivas emisiones contaminantes, que hoy, a diferencia de años atrás, preocupan seriamente.

Otro viaje especial fue un vuelo de París a Los Angeles, organizado el año 1963 por Stanley Kramer, que había tenido la idea de contratar un chárter. Se trataba de asistir a la primera proyección de Un mundo loco, loco, loco ( It’s a Mad, Mad, Mad, Mad World ). El productor nos invitó a cenar a su casa. El invitado de honor era el actor cómico Buster Keaton, entonces ya retirado. Cuando anunciaron su presencia y unos proyectores lo enfocaron, el hombre que siempre había hecho reír, poniéndose en pie, lloró.

María Casablancas y su esposo Carles Sentís en Manhattan en 1965, en una terraza de rascacielos habilitada como heliopuerto

Curiosamente, un crítico de cine de nuestro país durmió durante la entera proyección del filme. Es decir, había cruzado el océano Atlántico y el continente norteamericano para visionar la película y marchó de Los Angeles sin haberla visto. Las largas horas de vuelo le habían trastocado el sueño.

Franco y las bicicletas En el libro Memorias de un espectador ya explico que - фото 2

Franco y las bicicletas

En el libro Memorias de un espectador ya explico que cuando Manuel Aznar, como embajador de la República Dominicana, me presentó a su presidente y dictador Rafael Trujillo, éste, en un momento dado, me formuló esta pregunta: “¿Y usted conoce a Franco?”. Al decirle que no, percibí su expresión de decepción. Deduje que había calibrado al alza los elogios que debía de haber escuchado sobre mí del embajador. Y no por ideologías políticas, sino porque debía de considerar que un periodista de cierta importancia estaba obligado a conocer al jefe de Estado de su país. Yo mismo nunca me había preguntado si tenía que conocer a Franco o no. Él estaba por encima de todo y muy presente en el ambiente, pero, en cambio, no eran muchos los que le habían visto fuera de sus apariciones hieráticas y envaradas.

A raíz del final de la Segunda Guerra Mundial, Franco tenía que cerrar el estado de guerra civil y conseguir que España volviese a ser, con todas las nuevas circunstancias, lo que había sido. Don Juan de Borbón era la solución para el gobierno del país, con una monarquía tradicional sin vencedores ni vencidos. Eso exigía que los republicanos, desde el exterior e incluso con los maquis, no emprendiesen acciones que sirvieran de pretexto a Franco, pues, contra lo que ellos pensaban, esas acciones le ayudaban. Franco venía a decir: si me voy, volverá la revolución con los anarquistas y comunistas que están en las puertas y, por tanto, debo proseguir en el poder, contando con la aprobación tácita de los aliados que temen la expansión de la URSS a través de cualquier país de la Europa meridional. En lo que a mí se refiere tan pronto terminó la guerra trabajé en múltiples terrenos para el advenimiento de la monarquía.

Sucedió que, en vez de restaurar la convivencia en nuestro país, se practicó una represión sangrante e inacabable. En un país y una época en que los asesinos habían proliferado por todos lados, Franco no quiso dejar de ser el gran represor. La firma, de rúbrica enroscada, la estampaba fríamente bajo las sentencias de muerte. Incluso firmó la de su primo hermano.

Estuve en Estoril trabajando con don Juan de Borbón, tan pronto como descendió del avión que lo trajo desde Lausana. Al final de la Segunda Guerra Mundial parecía que podía producirse un relevo y que una noche, desde Lisboa, don Juan se presentaría en Madrid. No fue así, pero mi posición respecto al franquismo quedó perfectamente reflejada. Escribí un opúsculo, distribuido clandestinamente, titulado Conversaciones con Don Juan , dirigido de una manera clara a los que podían restaurar la monarquía, que eran en primer término los generales del ejército, tan vigilados por Franco porque sabía que eran los únicos que le podían derrocar. El llamado franquismo fue una responsabilidad múltiple y no de Franco solamente. Barcelona, desde julio de 1936 hasta mayo de 1937 fue víctima del dominio anarquista, ya que la Generalitat catalana contaba muy poco en los primeros meses después del 18 de julio de 1936. El alzamiento militar, mal preparado y pésimamente dirigido, dio pie con su fracaso a la revolución que la FAI preparaba desde hacía años. Por tanto, el primer genocidio que se produjo en la Península tuvo lugar en Catalunya por parte de patrullas anarquistas, trotskistas y otros extremistas. Se mataba por matar, y no hace falta mencionar el caso de los curas o los monjes de Montserrat…

Franco se blindó en el poder, decidido a no dejarlo antes de morir. Lo consiguió al precio de mantener a España en una triste situación. En el marco de los dos males citados –prolongación del poder y represión– se produjeron dos detalles curiosos: no entrar en la Segunda Guerra Mundial, a pesar de la presión de su entorno, y no dejar como sucesor a un general dictador sino al hijo de su víctima, don Juan de Borbón. La dinastía continuó en la persona de Juan Carlos, heredero, también dinásticamente, de don Juan.

¿Era necesario buscar un pretexto para ver actuar a Franco tal como era? Tras su jubilación Charles de Gaulle realizó dos visitas –llamémoslas turísticas– a lugares que durante el ejercicio de su mandato no tuvo ocasión de conocer. Había tratado a todos los jefes de Estado de su época excepto a Franco y entonces proyectó un viaje a España, en especial para seguir sobre el terreno, como un estudio militar, un par de batallas de Napoleón. De paso veía a Franco.

Y así fue como, bajo las directrices del embajador francés, se organizó la visita de De Gaulle. Viajaba en un Citroën con los mapas Michelin y con su mujer, Ivonne, y un ayudante. Nadie más. En Madrid, para evitar a la gente, no visitó ni el Museo del Prado y, después de la entrevista con Franco, marchó directamente a la finca El Cigarral de Toledo. En la puerta, le esperaba la familia Marañón para recibirle y retirarse, dejando así solo al general para que pudiera descansar, corregir las pruebas de su último libro de memorias y pisar el terreno donde se libró la batalla de Bailén.

Carles Sentís recibido por Franco en 1963 en la visita protocolaria a raíz de - фото 3

Carles Sentís recibido por Franco en 1963, en la visita protocolaria a raíz de su nombramiento como director de la agencia Efe

Eran momentos en que yo sabía de buena tinta que si Madrid pedía entrar a formar parte de la OCDE no se lo negarían, como la UNESCO aceptó a España el día 30 de enero de 1953 para sorpresa de todos. De eso hablé con el ministro de Asuntos Exteriores, Martín Artajo, que me preguntó también si conocía a Franco. Le respondí que sólo lo conocía de vista. Él me replicó: “Mejor, así sus palabras, viniendo de alguien de fuera, quizás puedan ser más convincentes”. Se refería a que Franco, escarmentado porque en un par de ocasiones lo habían rechazado de una organización internacional, no quería arriesgarse más. Martín Artajo me dijo que me arreglaría una visita a El Pardo para el día siguiente y me anunció proféticamente: “Él le hablará mucho y, si usted no lo tiene muy en cuenta, al final de alguna parrafada dará por terminada la entrevista y usted no le habrá colocado lo que queremos”. Era un mes de julio, y yo, que estaba en Madrid de puro paso para iniciar las vacaciones, no disponía de la adecuada vestimenta protocolaria. Únicamente tenía un traje blanco, de muy buena calidad –eso sí– que había comprado en Puerto Rico. “Es igual –me dijo Martín Artajo–. Usted, al llegar, se lo dice al jefe de gabinete y nada más”. Y en efecto, se lo comuniqué al llegar a El Pardo, y ante mi sorpresa me respondió: “Ah, bueno, tú mismo se lo comentas al Generalísimo cuando entres”. De golpe entendí que el problema del traje, que yo había considerado insignificante, se convertía en algo abrumador.

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