En uno de sus viajes a París, mi mujer y yo organizamos una recepción en nuestra casa dedicada a Dominguín. Telefoneé a Carmen Tessier, una columnista con talento y humor, que publicaba cada día en France-Soir . La recepción fue un éxito y Luis Miguel quedó muy satisfecho. Tal vez como agradecimiento me dijo que le gustaría invitarme a una de las importantes cacerías que se organizaban en tierras castellanas. Su amigo Calderón había convocado una que más o menos coincidía con un viaje que yo debía efectuar a Madrid.
El día sugerido por Dominguín llegué a Barajas. Vestía con indumentaria deportiva, tal como me había aconsejado. En el aeropuerto me esperaba un secretario suyo, que me dijo: “Los de la cacería ya están en su puesto. Nosotros llegaremos con un poco de retraso”. Y añadió: “Estará Franco, pero no se preocupe, porque su presencia ya ha sido consultada y aprobada”.
Brigitte Bardot entre el embajador José Casas Moreno, conde de Casa-Rojas, y Carles Sentís, invitados a un rodaje
Desde Barajas nos dirigimos directamente a Toledo, a la finca de Calderón, donde llegamos al atardecer. La primera cosa que vi fue una sala donde había militares y autoridades municipales. Ninguno de ellos eran escopetas. En esta especie de cacerías al ojeo hay dos categorías: las escopetas o cazadores, y los que tienen otras funciones pero que no son escopetas.
Atravesamos la primera sala y entramos en una segunda estancia donde hacían tertulia las verdaderas escopetas. Sólamente eran seis o siete. La primera persona que vi entrando fue la hija de Franco. En atención a su condición femenina, y por el hecho de que ya la conocía, fui a saludarla directamente. Carmen Franco dirigió su mirada hacia su padre para señalarme su presencia. Pero ya no pude cambiar mi trayectoria. El planchazo estaba hecho: no había saludado, de entrada, al jefe de Estado.
Acabadas las presentaciones y, al reemprender la conversación, pensé que Franco quizás me preguntaría algo sobre París. No fue así. No me dirigió la palabra. La conversación era muy general. Se trataba, sobre todo, de discutir sobre una perdiz que Franco reivindicaba como suya; su vecino se hacía el sordo. Era una perdiz que había pasado entre Franco y otro cazador. Ambos la reivindicaban.
Cada cazador, entre los cuales había las mejores escopetas de España, llevaba una libreta donde apuntaba las perdices abatidas, y el cómputo anual equivalía a un campeonato elitista. Una perdiz equivalía a un punto.
En estas cacerías se hablaba de los incidentes de la partida y otras cosas parecidas. Nunca de algo que tuviese relación con la política. Lo que me sorprendió más, sin embargo, fue ver cómo Franco se disputaba aquella perdiz. En otros momentos lo vi distendido y riendo de buena gana. Franco a carcajada limpia era inimaginable para los españoles de su época, acostumbrados a verlo siempre con su rictus entre amargo y trascendental.
Al principio de la cacería, de buena mañana, se sorteaban los lugares donde apostarse, excepto el de Franco. A él lo colocaban entre dos planchas de acero en previsión de alguna perdigonada. Eso podía suceder, por accidente, si una escopeta estaba en manos inexpertas. Los buenos disparan primero dos veces, cuando las perdices entran, y después se dan la vuelta y disparan nuevamente si alguna perdiz no ha caído. Ese movimiento de disparar primero delante y después detrás es lo que puede ser peligroso para los otros cazadores cercanos si quien tira no domina lo suficiente la puntería.
Huelga decir que solamente disparé a las perdices cuando entraban. Mis vecinos de posición, que pronto percibieron mi inexperiencia –a pesar de provenir de una familia de cazadores–, disparaban a matar a las perdices que habían pasado encima mío.
Una vez la pieza en el suelo y después de comprobar que, en efecto, la había matado mi vecino, era recogida por su secretario . Justamente ese procedimiento producía algunas dudas sobre la autoría del tiro mortal y sobre la propiedad de la pieza, dudas ante las cuales Franco protestaba en defensa de sus puntos, que podían valerle el título de campeón.
El último día de la cacería se expusieron todas las piezas abatidas como prueba del éxito de la partida. Se tomó una fotografía en que se muestran esparcidas por el suelo.
Luis Miguel Dominguín entrevistado por Carles Sentís en el restaurante parisino Le Procope en 1953
Dominguín, siguiendo la tradición de la gran época de los toros, tenía amigos del mundo artístico e intelectual. Su cuñado, Antonio Ordóñez, era muy amigo de Hemingway, y Domingo Ortega se veía a menudo con José Ortega y Gasset, tambien aficionado a los toros. No más que el doctor Gregorio Marañón, amigo íntimo de Juan Belmonte. Dominguín tenía amigos en todos los ámbitos, como lo demuestra el hecho de que estuviera de cacería con Franco cuando volvía de una de las visitas que realizaba en aquella época a su amigo Picasso. No sé si Picasso hablaba de Franco, pero sí que comprobé que Franco preguntaba con curiosidad a Dominguín cómo era Picasso.
Con el embajador Casa-Rojas
De José Rojas Moreno, conde de Casa-Rojas, destacaba la blancura de sus cabellos sobre un rostro de tonos rosados. Su aspecto señorial era algo descuidado. A él mismo, que era aristócrata, no le gustaba el protocolo y sí el trato desenvuelto. En París, donde con mi mujer íbamos muy a menudo desde Bruselas, me dijo un día: “Usted que ha convivido con los franceses de De Gaulle durante la guerra, muchos de los cuales forman ahora parte del Gobierno, debería estar en París como agregado de prensa”. Añadió que, sin duda, el embajador conde de Casa Miranda, que me había traído a Bruselas, comprendería que me trasladara a París. En efecto, en Bruselas encontré comprensión. De hecho se trataba de una promoción, aunque después surgieron unas consecuencias que no había previsto. En la embajada de Bruselas yo sólo dependía del Ministerio de Asuntos Exteriores. Casa Miranda me había invitado a acompañarle a su embajada porque meses antes estuve allí como corresponsal de ABC cubriendo la crisis que acabó con la abdicación del rey Leopoldo y, por lo tanto, conocía el paño. En París, en cambio, la agregaduría de prensa estaba instituida orgánicamente y en el nombramiento no solamente intervenía el embajador, sino un comité de delegados de varios ministerios, entre ellos el de Información. Y eso ya no resultaba lo mismo: estaba controlada por la Falange.
Pronto me convertí en amigo de Casa-Rojas, al que acompañé en algunos viajes por Francia y a diferentes actos, incluso deportivos. Se hizo amigo del director del Tour de Francia, Godded, quien lo invitó varias veces a seguir algunas etapas dentro de la caravana, y yo le acompañaba. Tambien mi mujer y yo lo acompañamos a la boda de Grace Kelly y el príncipe Rainiero. Grace Kelly, con su palidez y distinción, era ya una princesa antes de convertirse en mujer del príncipe de Mónaco. La acogió como princesa auténtica la reina Victoria de España, que en aquel momento era de las que sentaban cátedra.
En la embajada, Casa-Rojas celebraba recepciones muy diversas, como por ejemplo la que organizó con motivo de la fiesta española del 12 de octubre. Los invitados eran sobre todo empresarios, intelectuales y artistas, más que políticos. En un momento determinado, mientras hablaba con otras personas de la casa, el embajador se acercó diciéndonos: “Allí en el rincón veo que el nuncio está solo, vayan ustedes a darle conversación”. En efecto, algo perdido, ahí estaba el clérigo. Normalmente los nuncios no acuden a muchas recepciones, pero aquél se había hecho muy amigo del conde de Casa-Rojas cuando éste era embajador en Bucarest. El nuncio, entonces destinado a París, había estado también representando al Vaticano en Rumanía. En países no católicos los nuncios no gozan de una situación tan relevante como en los países de tradición católica. Casa-Rojas lo ayudó porque tenía muchos amigos rumanos. Justamente su hija se casó con un príncipe rumano quien, por cierto, murió en un accidente de avión.
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