Recuerdo que, al entrar en el gran salón, tantas veces reproducido en la prensa y el NODO, Franco estaba de pie al lado de aquella mesa repleta de papeles, y el visitante, en este caso yo, estaba obligado a cruzarlo de punta a punta. El suelo, reluciente como el mármol, parecía resbaladizo y todavía lo podía ser más en el punto en que se desplegaba una gruesa alfombra. Había que salvar, pues, esos pequeños obstáculos para llegar al lado de la persona, carente de la menor sonrisa de acogida.
Tras la salutación, empecé a explicar el porqué de mi traje, pensando que un gesto suyo mataría la cuestión. No fue así. Quedó callado esperando escuchar mis razonamientos, que hube de improvisar dado que anteriormente tanto el ministro como el jefe de gabinete lo habían pasado por alto. Pero Franco no. Esperó a que yo acabara mi trabajosa justificación de pie. Una vez sentados, me preguntó por París. Consideraba que Francia nos tenía una especie de envidia. Era conocido su entusiasmo por lo que él llamaba nuestra raza . Justamente se había exhibido una película, cuyo guión era del mismo Franco, que se titulaba Raza . Le dije que en Francia existían unos españoles muy esforzados y que hacía poco había visto en el Tour de Francia un corredor llamado Bernardo Ruiz, tercero de la clasificación general, que cuando llegó a Dax, mientras los franceses, alemanes, italianos, etcétera, eran acogidos por masajistas y otros auxiliares, él, con la mano en el vértice del manillar de la bicicleta, se dirigió a un pequeño hotel que estaba cerca.
Esta noticia de Bernardo Ruiz, tercero del Tour, y sin ayudas, le entusiasmó y dijo: “¿Ve usted la diferencia? Siendo nosotros menos, tenemos corredores muy bien clasificados. Porque, vamos a ver, ¿cuántas bicicletas cree usted que hay en España?”. Yo apunté la primera cifra que me vino a la cabeza. Creo que dije 40.000. “¡Más, muchas más! Sin embargo, en Francia puede haber el triple. ¿Sabe usted cuántas bicicletas hay en Mallorca?”. También evidencié mi ignorancia. Él lo sabía. Después me enteré que los capitanes generales de entonces –Franco lo había sido de las Baleares– cada año realizaban un inventario de toda la locomoción existente en su zona, de la que podían disponer en caso de movilización. Entre los vehículos figuraban los semovientes (creo que se llaman así a las bicicletas). Mallorca ha dado siempre excelentes ciclistas, y él citó tres o cuatro. Como si viajáramos en bicicleta por Mallorca, no había conversación propiamente sino un monólogo en el cual Franco se lucía. Marqué un punto de interrupción por miedo a que se precipitara la despedida, y yo me quedara, como me había anunciado el ministro, sin comunicar mi mensaje. Le expliqué lo que hacía el caso: la buena disposición de la OCDE para aceptar la entrada de España. Franco escuchó mi breve exposición sin hacer ningún comentario. En el momento de la despedida se daban unos pasos hacia atrás para no darle la espalda. Otro peligro de tropiezo.
Me despidió fríamente, actitud que no era de extrañar dado su complejo ante la gente de letras, lo que viví de cerca cuando fui secretario del ministro sin cartera Sánchez Mazas, intelectual puro, que Franco cesó sin comunicárselo directamente. Mandó retirar su silla del Consejo de Ministros. También debía conocer mis movimientos en Estoril, pues su hermano Nicolás no dejaba de producir fieles informes sobre las personas que se movían en el entorno de don Juan de Borbón.
Bastantes años después, en 1962, y como estaba establecido protocolariamente, al ser nombrado director de la agencia Efe, fui –esta vez con chaqué– a El Pardo. Había un tema único: hablar de los proyectos de desarrollo e internacionalización de la agencia. Franco escuchó mi exposición sin añadir apenas una palabra, y la visita acabó enseguida.
Luis Miguel Dominguín de caza con Franco
Aunque la ocasión de una caza despolitizada no fuera un evento especial, no dejaba de ser interesante ver cómo Franco se desenvolvía cuando estaba, y quería estarlo, alejado de sus funciones. Por eso, aunque el protagonista de este capítulo debería ser Luis Miguel Dominguín, he situado este apartado tras el anterior protagonizado por el Caudillo .
Conocía a Luis Miquel Dominguín de cuando todavía era un chiquillo que toreaba con sus hermanos. Me lo había presentado en Madrid Alberto Puig Palau, tan aficionado a los toros y al flamenco. Una revista americana, creo que Vanity Fair, publicó un reportaje sobre Puig Palau titulado “The king of the spanish gipsies” (El rey de los gitanos españoles). El semanario americano se equivocaba. Puig Palau conocía a muchos flamencos , pero no era su rey.
Fue unos años después, ya en pleno éxito personal de Dominguín, cuando trabé amistad con Claude Popelin, un francés que vivía en España, experto en tauromaquia. Juntos acompañamos a Dominguín a unas corridas en Dax y otros lugares del sur de Francia.
A pesar del éxito del torero, Popelin no logró que toreara en París, pues un reglamento francés prohíbe cualquier corrida que no tenga lugar en alguna de las plazas de antigua tradición al sur del río Loira.
Los cazadores frente a sus piezas en la finca de Calderón en 1954. En el centro Carmen Villaverde, rodeada de su padre Francisco Franco y de Luis Miguel Dominguín. Carles Sentís es el tercero a la derecha
Pero una cosa era Dominguín toreando y otra convertido en un personaje de los que más tarde se han llamado famosos . Había periodistas de la Camarga muy entusiastas de Dominguín. Uno de ellos el muy conocido Jean Cau, que preparaba un libro sobre el torero madrileño.
En uno de los viajes de Dominguín a París, unos amigos míos del semanario Paris Match le dedicaron un amplio reportaje previamente acordado. Yo había dispuesto el primer contacto entre los periodistas y el torero. Unos acompañantes del matador, que venían de Madrid, y entre los cuales destacaba don Marcelino, que era un muy simpático liliputiense funcionario del Estado, y nosotros mismos (mi mujer y yo), realizamos un recorrido de night clubs, o como se denominaba en la belle époque, una tournée des grand ducs (en referencia a los rusos de la época) con el fin de tomar fotos para el reportaje.
En una de estas boîtes, L’Orangerie, muy cerca de la avenida George V, uno de los fotógrafos de Paris Match me comentó: “¿Por qué no le propones a Luis Miguel hacer un tour de pista con una amiga nuestra? Las fotos ayudarían a promocionarla”.
Vi que al lado de la pista se esperaba una chica. Era Brigitte Bardot, un producto de Paris Match que mi mujer y yo conocíamos de vista porque vivíamos en el mismo barrio. Dominguín accedió a la petición bastante displicente. No le gustó en absoluto que lo utilizaran. Al cabo de unos minutos volvió a la mesa. “¿Qué te ha parecido?”, le preguntamos. Con aire de superioridad contestó: “Le sudan las manos y huele”. Probablemente el papel que obligaban a hacer a la debutante le producía tensión, y, como el torero no le dirigió la palabra, la chica debió pasar unos malos momentos.
Curiosamente, un par de años más tarde, en su finca Saelices, en la provincia de Cuenca, de golpe Dominguín nos dijo, ilusionado, a Torcuato Luca de Tena y a mí: “¿Sabéis con quién me ha propuesto Clouzot rodar una película?”. Después de mantenernos en suspenso, proclamó: “Pues ¡con Brigitte Bardot!”. Le recordé aquel pase de baile, pero sólo conservaba de él una imagen vaga y confusa.
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