Nicolás Vidal del Valle - La luz oscura

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La fidelidad al equipo de fútbol -la Universidad de Chile-, sirve de trasfondo para narrar -con hábil sentido del suspenso- la represión, los avatares del exilio y la relación de un padre con su hijo.

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Pude haber tomado el metro, pero preferí irme en micro por Apoquindo hacia el poniente. En los asientos de atrás había un grupo de adolescentes ruidosos, seguramente borrachos. Busqué un asiento adelante y traté de no escucharlos. Me acordé de la vez que Claudia me presentó a su familia en un almuerzo de día domingo. Al principio, pensé en inventar una excusa, porque iba a ser en el Club de Polo, pero después algo pasó y lo cambiaron por la casa de sus padres en La Dehesa.

Fui en mi Citroën ZX. Di varias vueltas por los alrededores, un poco perdido, arrinconado por las señoras que me tiraban encima sus enormes todoterrenos, hasta que por fin encontré la casa. Quedé impresionado con el jardín; era, sin exagerar, unas diez veces más grande que el de la casa de mi madre. El padre era un tipo de pelo gris y mirada severa. Trabajaba en la misma empresa que Claudia. Sentí que estudiaba en silencio cada uno de mis movimientos y comentarios. Solo habló para informarnos sobre la calidad de la botella de vino que se disponía a descorchar. El vino estaba bueno, me ayudó a sobrevivir. El almuerzo fue servido por la nana, vestida de uniforme negro con ribetes blancos y una toca cubriendo su cabeza. Claudia se esforzó para que todo fluyera, pero su madre se empeñaba en escudriñar en mi pasado. “¿A qué colegio fuiste? Ah, no lo ubico. ¿Y la universidad? ¿Y en qué trabajan estos niños con los que compartes la casa? ¿Dónde vive tu mamá? Ah, dicen que Ñuñoa ha mejorado mucho desde que llegó Sabat. ¿Conoces a la Sarita Gutiérrez, que es tan dije?”. Y yo respondía, esforzándome por hacerlo bien, mientras me concentraba en no hacer ruido al comer.

La micro se demoró solo diez minutos en llegar a Antonio Varas. Como era habitual, el familiar rumor de los gritos se escuchaba desde la calle. El portón eléctrico del pasaje estaba malo, bastaba con empujarlo. Mi casa era la segunda a la izquierda. Podía distinguirse fácilmente porque el pasto del pequeño antejardín tenía unos cincuenta centímetros de alto. El olor a carne asada consiguió animarme, era una buena forma de evasión. Estaban en el patio: minúsculo callejón donde apenas llegaba el sol, pero bastaba para poner una parrilla, una pequeña mesa y algunas sillas. El rostro de Roberto se veía anaranjado por el reflejo del fuego. Había estudiado arquitectura y llevaba poco más de un año trabajando en el Ministerio de la Vivienda, además de otros trabajos que hacía por su cuenta, pero en el fondo su profesión era la de parrillero. El asado lo hacía él y nadie más que él (quien se atreviera a cortar un pedazo de carne sin su autorización arriesgaba su integridad física). Los demás podían opinar, ayudar, acompañar, pero nunca decidir. Butifarras, costillar, prietas y lomo vetado, que seguramente había sido un aporte suyo. En ese orden; sin arroz, ensalada o nada que se le pareciera. Carne cortada en pedacitos junto a las brasas.

Con una piscola en la mano, me senté en una silla de plástico, entre Tísico y Carlos. Mi sensación era la de quien, después de un mal día, se sienta a comer junto a su familia y se sumerge en una conversación banal para dejarlo atrás. Me saqué el gorro de lana porque ya no sentía frío. Hablaban del Mundial. Argentina le había ganado por seis a cero a Serbia. Tísico creía que tenían equipo para ser campeones: arriba estaban Riquelme, Crespo y Tévez (no Saviola, que al final no era desequilibrante), además de Messi, que era un niño, pero si llegaba a explotar los dejaría a todos asombrados. Carlos decía que Argentina siempre tenía equipo para ganar el Mundial, pero nunca lo ganaba (salvo robando, o con Maradona). Yo escuchaba y seguía bebiendo piscolas cada vez más fuertes. A Roberto le gustaba Holanda y tenía una especial fascinación por Van Nistelrooy.

Roberto repartía el lomo cortado en pedacitos sobre una tabla de madera que tenía unos pequeños surcos donde se acumulaba el jugo de la carne. En la parrilla, Roberto era imbatible, y por eso tenía derecho a hacer lo que quisiera. Tísico también comió, a pesar de tenerlo prohibido: a los veintisiete años ya se las había arreglado para tener un ataque de gota (no habían factores congénitos, solo mérito individual). Creía que cuidarse significaba cambiar la piscola por cerveza, pero seguía comiendo carne y le echaba la culpa a Roberto en caso de que le diera un nuevo ataque. Me tomé cuatro piscolas más y después nos fumamos un pito. Más que la descarga efímera de la eyaculación, necesitaba una anestesia cerebral.

Cerca de las cuatro de la mañana, Roberto se fue a su casa y Tísico se fue a la cama (cuando le daba mucho sueño era capaz de quedarse dormido sentado, en medio de una conversación, así que a la primera pestañeada partía a acostarse). Quedábamos solo Carlos y yo desparramados en las sillas. Sobre la mesa, también de plástico, estaba la tabla con algunos restos de carne ya fría. Seguíamos comiendo por inercia. Carlos no fumaba marihuana, pero después de haberse tomado sus diez piscolas de costumbre, estaba borracho. El día siguiente era sábado y tenía que trabajar. Pero su trabajo era redactar un reportaje y podía hacerlo desde su cama. Además, necesitaba solo cinco horas de sueño, cosa que siempre le envidié.

Nos servimos otra piscola.

–¿Estabas donde la Claudia?

–Sí, estuve con ella un rato.

–Ah, va bien encaminada la cosa, entonces.

–Igual me gusta, lo paso bien con ella. Quiero que sea algo relajado, pero creo que ella se está empezando a enganchar –comencé a sentirme mal. No tenía que ver con la borrachera; era la anestesia, que no estaba funcionando.

–Eso es típico, pasa cuando las minas se acercan a los treinta. Se enganchan en muy poco tiempo. Acuérdate del reloj biológico.

–Tiene veintiséis, huevón.

–Bueno, pero eso no quita que la mina igual te gusta. Y creo que eso de que ella está más enganchada que tú se debe a tu aversión al compromiso más que a otra cosa.

–La verdad, no tengo idea a qué se debe, pero la consecuencia es la misma.

–Tómatelo con calma, entonces, pero igual tu relación con la Claudia es lo más serio que has tenido desde la Francisca –Carlos se detuvo un instante para encender un cigarrillo, cosa que solo hacía cuando estaba muy borracho–. Igual estoy nervioso por el partido del domingo con la Católica –dijo al fin, aprovechando la pausa para cambiar de tema.

–El recuerdo de la final que nos ganaron por penales el año pasado no me tiene muy tranquilo que digamos.

–Tenemos que llegar temprano al estadio, porque va a ir harta gente.

–No creo que vaya –le dije, bajando la voz.

–Pero, huevón, hemos ido a casi todos los partidos de este campeonato de mierda y se te ocurre faltar a los más importantes –la voz de Carlos comenzó a escucharse un poco más lejos. Volví a tener frío.

–No me siento capaz de volver al estadio.

Yo no soy de esos borrachos a los que el alcohol les suelta la lengua, sino más bien al contrario, si algo me pasa cuando bebo es que me pongo más ensimismado. Pero las piscolas no tuvieron nada que ver, sino que simplemente me di cuenta de que necesitaba contárselo a alguien y que ese alguien tenía que ser Carlos. Ya me había ayudado una vez a empezar de nuevo y podría volver a hacerlo. Le conté todo: el descubrimiento en el ático, los relatos, la conversación con mi madre, su revelación y forzado ofrecimiento, mis divagaciones y preliminares suposiciones. Solo decía “qué fuerte, es que no puede ser”, con la lengua igual de traposa que la mía. Se me habían acabado las palabras y Carlos contemplaba los hielos en su vaso vacío.

–Has estado rarísimo toda la semana, con cara de enfermo, pero sin estarlo. Pensé que había pasado algo con la Claudia, pero veo que no tiene nada que ver –Carlos hablaba de una manera particular, con un tono de constante sube y baja. Pero cuando conversaba de algo íntimo, su voz se volvía más plana, casi monótona.

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