Nicolás Vidal del Valle - La luz oscura
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© LOM edicionesPrimera edición, 2013 ISBN IMPRESO: 9789560004079 ISBN DIGITAL: 978-956-00-1311-8 RPI: 224.980 Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 688 52 73 | Fax: (56-2) 696 63 88 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
A mis mujeres: Catalina, Julieta y Josefina
1
Sentí como si una grieta me estuviese abriendo la cabeza. Apareció junto con la luz del sol la grieta. Bajé a la cocina por un poco de jugo. La sala parecía un campo de batalla: vasos a medio llenar, botellas, latas, colillas, el parquet cubierto por una capa de suciedad pegajosa (mezcla compacta de ceniza, piscola y cerveza) y un olor nauseabundo a humo condensado con alcohol. Mi hogar.
Mi madre me había invitado a almorzar. Al llegar a su casa, me tomé una aspirina y un litro de jugo de naranja. Jaume, su nuevo marido, que vendría siendo mi padrastro, me preguntó si estaba enfermo. Hice un gesto con mi mano derecha, llevándomela a la boca con el pulgar y el meñique extendidos. Resaca, solo resaca, quise decirle, pero me limité a hacer el gesto. Faltaban quince días para que Jaume se llevara a mi madre a vivir con él a Barcelona. Si se hubiese ido un par de años antes, probablemente la habría acompañado, pero por primera vez mi vida gozaba de cierta estabilidad y no estaba dispuesto a arriesgarla con un nuevo exilio, aunque el precio fuese nuestra separación.
“Matías, te vengo diciendo hace semanas que tienes que llevarte tus cosas. Estoy como loca, embalando todo, y necesito que te las lleves. Si no, te juro que las voy a botar”. Una de las ocupaciones favoritas de mi madre: recordarme mis pendientes durante el almuerzo. Pero aprendí a tomarme sus retos con cariño; al menos se preocupaba por mí.
Almorzábamos los tres arroz con pescado, en un silencio interrumpido solo por Jaume, que trataba de convencerme para que viera con él el debut de Argentina en el Mundial, ante Costa de Marfil. Jaume era catalán, pero en el Mundial iba por Argentina. Mi madre se quedó en silencio, mordiéndose los labios para no decir “de nuevo la misma tontera del fútbol; parece que los hombres no son capaces de comunicarse en otro idioma que no sea el de la pelotita”, callándose solo para darle una oportunidad a su marido de acercarse a mí, aunque fuera a través de la pelota. Una parte de mí quería ver el partido con él. Esa parte le reconocía haber hecho feliz a mi madre (lo que mi padre nunca pudo conseguir del todo). Pero también se la llevaba lejos y me dejaba solo, con mis amigos como extravagante familia adoptiva.
Me mantuve unos instantes en silencio, demorándome un poco más de lo necesario en separar las espinas del pescado. Era una de las últimas posibilidades de establecer una comunicación, que se haría mucho más difícil cuando estuviesen en Barcelona. Pero una vez que instalaba una distancia, me resultaba difícil salvarla. “Tengo que trabajar”, mentí.
Lo que mi madre llamaba “mis cosas” eran unas cajas medio podridas que estaban guardadas en el ático. La casa tenía dos pisos y se entraba al ático por una pequeña puerta que se dibujaba en el techo del pasillo al que daban las habitaciones. Subí por la estrecha escalera de mano que se desplegaba cuando uno abría la puerta. Lo primero que hice ahí arriba fue golpearme la cabeza contra el techo. Creo que me salieron unas lágrimas (la grieta había disminuido, pero el golpe en la cabeza la hizo reaparecer). Encendí la luz, lo que debería haber hecho antes, y tuve ante mis ojos montones de cajas de distintos tamaños, sillas viejas, maletas, una impresora destartalada, la máquina de escribir de mi padre, bolsas de basura, una pequeña mesa de taca–taca tan desteñida que apenas se notaban los jugadores blancos y azules, una lámpara rota, además de otros objetos que se iban perdiendo en las sombras a medida que la iluminación cedía en su intensidad. Tenía mucho trabajo pendiente mi madre. Conociendo su preocupación por el orden y la limpieza, me extrañó que lo tuviese tan abandonado. Tal vez el polvo que se levantaba al husmear en los trastos viejos la disuadía de la idea de subir; el mismo polvo cuyas partículas me revelaba la tenue luz de la ampolleta. Estornudé y sentí en mi frente la suave y pegajosa textura de una telaraña.
Quería salir de ahí cuanto antes, pero sabía que mi madre estaría abajo, esperando a que terminara de una vez. ¿Cómo iba a reconocer mis cosas en ese desorden? Estuve un rato buscando hasta que encontré una caja azul de plástico donde estaba mi colección de revistas Triunfo (tenía casi todos los números desde el año 91 al 97). Tuve la tentación de ojearlas, pero sabía que si empezaba me quedaría toda la tarde ahí y acabaría asfixiándome con el polvo. También encontré dos cajas con los materiales que había ocupado para estudiar mi examen de grado; su destino estaba decidido de antemano: la hoguera. Y había otra que decía “Matías” con un plumón negro. Adentro estaba mi traje del Hombre Araña, una pelota desinflada, el Halcón Milenario, un ejemplar de Viaje al centro de la Tierra , varios casetes (me fijé en el de los Rolling Stones, que tenía que escuchar con audífonos), algunos posters: de Patricio Reyes con la camiseta de la selección, del Superman Vargas y del Matador Salas, y también un palafito en miniatura que me traje de Chiloé y un gorro de alpaca que había comprado con Francisca en el Valle del Elqui. La cerré.
Cuando llegué a la segunda parte de lo que mi madre llamaba “mis cosas”, me detuve. La tarea encomendada por ella había rebasado el verbo ordenar y comenzaba a transformarse en algo mucho más peligroso: recordar. Volví a sentir ganas de abrir la caja azul y refugiarme en las revistas Triunfo . Esa segunda parte eran cinco cajas con las cosas de mi padre: lo poco que había quedado en su departamento semivacío cuando murió. Su herencia. A su muerte, mandé a mi madre al departamento a recogerlas porque yo no tenía el ánimo para hacerlo. Ella había traído las cajas, dejándolas en esa esquina del ático, donde, cinco años después, mis ojos las volvían a encontrar. Antes no había tenido el valor para abrirlas. O tal vez, inconscientemente, quise olvidarlas y dejarlas selladas para siempre. Me quedé contemplándolas por un instante. En cada una de ellas estaba escrito su nombre (Ramón) en color azul. No me las podía llevar todas, estaba obligado a revisarlas. Me dije que probablemente encontraría solo basura y papeles viejos. Pero era una forma de revivirlo, de poner a prueba esa precaria estabilidad que creía haber logrado. El sonido de la tela adhesiva desprendiéndose del cartón hizo que aumentara mi ansiedad.
La primera caja contenía materiales de sus clases de castellano; la segunda, también. Decidí botarlas. En la tercera caja encontré unos ejemplares de la novela que había escrito mi padre, pero que no alcanzó a publicar. Se llamaba Desmalezando . La había leído siete años atrás, cuando tenía diecinueve. Su recuerdo se había vuelto borroso. Era sobre un jardinero que llegaba desde Rengo a trabajar en las casas de los ricos; lo trataban de usted y lo miraban en menos. Ya llevaba dos o tres años trabajando cuando se acostó con la hija de uno de sus patrones (era bien caliente la hija). No me acordaba bien si fue solo una vez o si estuvieron acostándose durante un tiempo, pero la cosa es que el patrón los descubrió. Del resto no recordaba mucho, al parecer venía la furia del patrón y sus amigos contra el jardinero (me acordaba de su imagen, amarrado a una silla, con el rostro ensangrentado). Y tal vez una venganza posterior del jardinero, pero la parte final la tenía muy confusa; de hecho, casi la había olvidado; incluso cabía la posibilidad de que su venganza hubiese terminado en un completo fracaso. En esa época no la había encontrado muy buena; quizás la leí muy rápido. Me prometí leerla de nuevo cuando tuviera tiempo.
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