Nicolás Vidal del Valle - La luz oscura

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La fidelidad al equipo de fútbol -la Universidad de Chile-, sirve de trasfondo para narrar -con hábil sentido del suspenso- la represión, los avatares del exilio y la relación de un padre con su hijo.

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La cuarta caja estaba llena de libros viejos. Hice una rápida selección: me quedé con Hemingway, González Vera, Marín, Arlt, Droguett, Céline y Onetti, y también Estrella distante y Conversación en la catedral (se la había regalado yo). El resto (novelas desconocidas, amarillentas, en su mayor parte militantes, que seguramente no pudo vender antes de su muerte) decidí botarlas. La quinta caja tenía un poco de todo: un contrato de arriendo, copias de los títulos de la casa de mi madre, facturas del hospital, algunos exámenes y sus videos de Cantinflas. Era, en su mayor parte, basura. Pero me llamaron la atención unas hojas sueltas, de cuaderno (cuadriculadas), escritas a mano (una letra pequeña y alargada: la letra de mi padre). No tenía título, solo la fecha anotada en la parte superior: 4 de diciembre de 1994. El orden de los cachureos del ático, al que me había obligado mi madre, comenzaba a escapárseme de las manos. Tuve la tentación de apoyar mi espalda en la pared, justo debajo de la tenue luz de la ampolleta, y detenerme a leer las hojas cuadriculadas, pero me contuve. Su aparición era inesperada y la letra de mi padre, como él, no era fácil de entender. Preferí leerlas con calma en un lugar donde no me terminaran doliendo los ojos.

Mi madre me preguntó si había encontrado algo interesante. “Algunos recuerdos de cuando era chico, como mi traje de Hombre Araña”, le contesté. “Te veías precioso”. Traté de sonreír y metí las cajas al auto. Me demoré cinco minutos desde Hamburgo con Simón Bolívar (la casa de mi madre) hasta Antonio Varas con Eliodoro Yáñez (mi casa).

Bajé solo la caja con las cosas de mi padre. Abrí la puerta y recordé el partido de Argentina con Costa de Marfil. Dejé la caja junto a la escalera. Un olor a marihuana encerrada me golpeó las narices. Mis amigos sonrieron. Carlos y Tísico, con quienes compartía la casa, estaban sentados en un sillón que alguna vez fue blanco y que nos había regalado una tía de Tísico. Echado sobre el bergère negro estaba Roberto, que se pasaba en nuestra casa varios días a la semana. Yo era el nexo entre los tres: a Carlos y Roberto los conocía desde la época del colegio, mientras que Tísico fue compañero mío en la Facultad de Derecho y se había terminado haciendo amigo de los otros dos de tanto que se juntaban conmigo. Todos miraban hacia la pared, donde se veía la imagen del partido gracias a un proyector que habíamos comprado en mil cuotas mensuales, especialmente para ver el Mundial. Un saco de dormir abierto, colgado a lo largo de la ventana, a modo de cortina impenetrable, se encargaba de tapar la luz para proyectar en la pared una imagen más nítida. Junto al living estaba el comedor, compuesto por una mesa redonda y cuatro sillas con ruedas, todas negras, que antes habían pertenecido a una sala de reuniones de la oficina donde trabajaba el padre de Carlos. Argentina ganaba uno a cero, según me dijeron, con el típico gol de Crespo: agarrando un rebote en el área chica. Me invitaron a verlo con ellos. Yo quería subir la caja a mi habitación para leer las hojas cuadriculadas con calma, pero la idea de olvidarme de todo por un rato viendo el partido con mis amigos terminó por convencerme, y me senté junto a Carlos y Tísico en el sillón que alguna vez fue blanco. Roberto me preguntó si quería fumar. Le dije que no. Poco después vino el segundo gol de Argentina, de Saviola, tras gran pase de Riquelme, pero a medida que pasaban los minutos, no dejaba de pensar en las hojas cuadriculadas con la letra de mi padre. El segundo tiempo lo vi completamente desconcentrado.

Apenas terminó el partido, tomé la caja y subí casi corriendo las escaleras. Me encerré en mi habitación, encendí la luz y comencé a leer.

* * *

Estoy en la fila y no me siento capaz de entrar. Lo veo a lo lejos, esa mole maldita. Hay más de treinta grados y muchos andan con el torso desnudo. Tengo frío. Siento ganas de volver a mi casa, a encerrarme y encender el televisor, pero estoy con Matías. Es el partido más importante de su vida. No le puedo hacer esto; no me puedo hacer esto. Subo las escaleras lentamente, hacia el interior, conteniendo la respiración, y solo abro los ojos para no tropezarme con los escalones. Estamos en la escotilla. Escucho un grito, cualquier grito, y mis piernas se doblan y siento que voy a caer. Tengo que detenerme; me apoyo en una baranda de metal. Matías me pregunta si estoy bien. Que sí, que un poco cansado por lo de la fila y todo, pero que sigamos, que salgamos a las gradas de una vez. Hago lo posible para que la angustia no se note en el tono de mi voz.

El estadio está casi lleno. Matías hizo una fila de ocho horas, durante la semana, para comprar dos entradas en Tribuna Andes. Todavía falta subir las escaleras de cemento, con el sol a nuestras espaldas, para llegar a lo más alto. Mis pies pesan como si llevaran cadenas. No me atrevo a girar mi cuerpo y mirar hacia las galerías, hacia la cancha, hacia el estadio en su conjunto. Me concentro en las escaleras, en llegar al final de las gradas, a esos pequeños claros donde todavía queda un poco de espacio. Nos sentamos en la penúltima fila.

Me veo obligado a observar: el espectáculo es abrumador. Hay sesenta mil hinchas de la U y unos veinte mil de la Católica. Todos gritan y despiertan los gritos dentro de mi cabeza. Las graderías están repletas, incluso hay muchos sentados en las escaleras, pero enseguida las veo con menos gente, tal vez unas cinco mil personas, pero no son espectadores, al menos no como estos; somos nosotros, espectadores recíprocos de nuestra propia tragedia. Trato de sacudirme. “Ya terminó, ya terminó”, me repito una y otra vez. Miles de gargantas entonan las canciones de la U, pero no consiguen silenciar los gritos de esos que ocupaban sus lugares hace veinte años. El rostro del Leo Zucchi. ¡Cállense! ¡Déjenme tranquilo! ¡Dejen de gritar! Ya no sé si pienso en voz alta o callo, como he callado en todos estos años.

Matías lee la revista Triunfo ; está concentrado en las estadísticas, solo espero que no se dé cuenta. Comimos en la casa, justo antes de partir, pero siento hambre, un hambre monstruosa, incontrolable, y veo ese asqueroso tazón de porotos duros con el que hay que saciarla durante todo el día. Vuelvo a sentirme débil, sediento, exhausto, el sueño no me deja pensar, nubla mis percepciones; el miedo, ahora solo queda el miedo. Veo soldados, algunos cabizbajos, avergonzados, y otros riendo, orgullosos. Y veo también sus fusiles. Y sus culatas. Y sus bototos. Creí haber recobrado mis sentidos, pero me equivoqué. Todavía los veo: los he despertado. Quiero volver a comer naranjas. Me cuesta respirar, el aire se me escapa, como un pez que ha mordido el anzuelo y se encuentra de golpe en la superficie… tal vez si como algo, o si se callan de una puta vez.

“Matías, por favor, baja y tráeme dos sándwiches de mechada”. “Qué rico, buena idea”. “Si quieres uno para ti, entonces trae tres, pero anda rápido”. Me mira extrañado, pero parte hacia abajo pidiendo permiso entre la gente que llegó un poco más tarde y tuvo que sentarse en las escaleras. Lo pierdo de vista y me siento un poco más tranquilo. Decido ponerme los anteojos oscuros para ocultar mis ojos. Pero no me atrevo a cerrarlos. Quiero que todo esto termine luego, pero es como si hubieran detenido el tiempo. Necesito comer. Ellos se alimentan de mi hambre. No sé cuánto tiempo pasa hasta que lo veo subir. Me como los dos sándwiches sin respirar, siento que me podría comer otros cinco. Matías deja de leer y se pone a hablar; su voz me despierta, me calma. “El que gane hoy tiene el campeonato asegurado. Creo que no podré soportarlo si perdemos. No podría volver al colegio”. “Es que ya son veinticinco años, Matías. Es mucho tiempo, imagínate que ya habían pasado diez cuando tú naciste. Es una carga muy pesada, que cuesta sacarse de encima”. “Al menos tú ya viste a la U campeona. Yo apenas puedo imaginármelo”.

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