Nicolás Vidal del Valle - La luz oscura

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La fidelidad al equipo de fútbol -la Universidad de Chile-, sirve de trasfondo para narrar -con hábil sentido del suspenso- la represión, los avatares del exilio y la relación de un padre con su hijo.

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Escuchaba en mis audífonos los comentarios del debut de Brasil, que había derrotado a Croacia por uno a cero con gol de Kaká. Para mí, tenía que ser el Mundial de Ronaldinho después de la tremenda campaña que había hecho en el Barcelona, con Liga de Campeones incluida.

Iba a la altura de Conventry; me quedaba poco para llegar. Había bebido una sola cerveza durante el partido de la U porque necesitaba tener la mente despejada para hablar con mi madre. Me encontré con Jaume en la puerta de la casa. Tal como me había asegurado ella, él iba saliendo. Vi su cabeza calva entre las ligustrinas que daban paso al pequeño antejardín. Le di la mano y entré.

Mi madre me recibió con una sonrisa enorme que la hacía ver un poco más vieja que sus cincuenta y dos años, pero que también me recordaba que, desde hacía un tiempo, había vuelto a ser feliz. Presentí que había entendido otra cosa cuando le dije que tenía que hablar con ella. Es extraño sentirse nervioso cuando uno habla con su propia madre, pero lo estaba. Cuando iba a su casa, en la que viví por más de doce años, me sentía lejano, lo que no dejaba de sorprenderme. Tal vez algo tenía que ver el hecho de que Jaume se hubiera mudado pocos meses después de mi partida. Bueno, y tampoco me gustó mucho que mi habitación hubiera sido transformada rápidamente en una sala para ver televisión. De alguna forma, me sentí reemplazado. Dentro de la casa la temperatura era agradable, pero yo seguía moviendo las piernas, como si temblara. Estábamos en el living, el lugar que menos había cambiado desde mi partida: seguían los mismos sillones, el bergère y también la mesa de centro con mosaicos rojos que siempre me había parecido un poco fuera de tono. Le dije que tomáramos una copa de vino. Mientras ella buscaba la botella y la abría, yo me senté (al principio en el sillón de tres cuerpos, pero luego me arrepentí y fui al bergère : necesitaba distancia). Dejé la carpeta sobre la mesa de centro, justo al frente mío.

Ella se sentó en el sillón de tres cuerpos. Bebí un trago de vino y dejé la copa sobre la mesa. En su lugar, tomé la carpeta. Saqué los relatos, pero no se los pasé, sino que me quedé con la vista fija en ellos.

–Bueno, ¿qué es eso tan importante sobre lo que me querías hablar? –me preguntó, echándose hacia atrás, copa en su mano derecha, sonrisa un poco suavizada, pero sonrisa al fin y al cabo; como si esperara que le dijera que lo había pensado mejor y me iba con ella a Barcelona, que en el fondo seguía siendo el niño que idealizaba su ciudad natal y se la proponía como destino para escapar de un presente descorazonador.

–Revisando mis cosas en el ático me enteré, por casualidad, que el papá estuvo preso en el Estadio Nacional –me detuve a propósito.

Su rostro se desencajó como si lo hubiese atravesado una línea en diagonal, formando una cicatriz imaginaria que iba desde la sien derecha hacia la mejilla izquierda. Se puso pálida y sus manos torpes comenzaron a hurguetear en su cartera, hasta encontrar un cigarrillo. Demoró unos segundos más en encenderlo.

–Los escribió el papá, es su letra –le dije, entregándole los relatos. Me quedé parado frente a ella, impulsado por la paranoia. Para mí ya era evidente que mi madre lo sabía también y que por lo tanto había sido parte de la conspiración del silencio; tal vez quería leerlos a la rápida para ver hasta dónde había hablado mi padre y así seguir protegiendo su mentira–. Mamá, lo que necesito ahora son respuestas.

–Lo que dices sobre el estadio es verdad –dijo ella al fin.

–¿Y cómo nunca nadie fue capaz de contármelo?

–Es que Ramón me exigió que no se lo dijera a nadie, especialmente a ti. Creo que yo era la única que lo sabía.

–Pero el papá murió hace cinco años, mamá.

–Lo sé, Matías, lo sé. No es fácil hablar de estas cosas.

Sus ojos enrojecieron. No fui capaz de seguir con el hostigamiento. Me senté en el sillón, pero no a su lado (mantenía la distancia). Bajé un poco la cabeza y la escondí entre mis brazos. Ella hizo un ademán de acariciarme, pero la rechacé con suavidad.

–Cuéntame. Necesito saberlo todo de una vez.

–Es que no tengo mucho más que contarte. Solo me dijo que había estado preso durante dos meses en el Estadio Nacional y que, como a la gran mayoría, lo habían torturado.

La palabra quedó suspendida entre nosotros, repitiéndose una y otra vez. Mi madre se detuvo, tal vez pensando que se había apresurado, que podría haber seguido mintiéndome .Yo estaba aturdido como un boxeador que recibe un golpe esperado, temido, vislumbrado, pero inevitable y demoledor. La grieta se abría y una luz oscura comenzaba a inundarlo todo hacia adentro. Seguía en el aire, la tortura y había tomado la forma de un muro de gruesos ladrillos que dividió al sillón en dos.

Traté de hablar, pero me lo impidió una imagen vívida de mi padre, desnudo, colgado desde el techo por una cuerda gruesa con la que le habían amarrado las muñecas. Sus brazos estirados hacia arriba parecían a punto de romperse. Tenía dos heridas abiertas, una sobre el pecho y la otra en el hombro. De ambas corrían pequeñas gotas de sangre formando delgados arroyuelos que terminaban en los dedos de sus pies, y ahí se detenían por unos segundos para enseguida caer al suelo. Estaba inconsciente. La cabeza fláccida le colgaba hacia delante, como si buscara separarse de sus hombros. Paredes de cemento, desnudas como él, que lo observaban enmudecidas. Una fetidez insoportable, mezcla de orina, mierda, horror y vómito. Había silencio, hasta que repentinamente se escuchó el sonido del agua fría golpeando su cuerpo. Le habían vaciado un balde, pero aun así no era capaz de despertar.

–Matías, ¿estás bien?

–No, mamá, no estoy bien –tomé la copa de vino y me la bebí de un trago–. Me horroriza imaginarme lo que le hicieron, lo que tiene que haber sufrido –tuve que detenerme. Me bebí su copa también–. ¿Cómo pudo vivir en ese infierno todo ese tiempo sin contarle a nadie? Se me vienen imágenes escalofriantes del papá y me dan ganas de ayudarlo, de encontrar una forma de darle alivio o por último de ofrecerle algún consuelo, pero ya es imposible, hace rato que es muy tarde.

–Le cagaron la vida, Matías. No lo conocí antes, pero sé que lo transformaron en otra persona.

–Necesito saber qué le pasó al papá. Viviste con él por casi veinte años, me cuesta creer que solo supiste eso.

–Matías, te juro que nunca me contó nada más. Tu papá era impenetrable, como hablar con el espejo; no sabes cuántas veces traté de conversarlo con él, pero nunca me quiso contar nada. ¿Crees que no quería saber cómo fue, qué le hicieron, si hubo alguna razón, cuánto tiempo o cómo se sintió? Seguramente ahora tú te haces las mismas preguntas. Esa noticia de la que te vienes enterando ahora marcó todo nuestro matrimonio y lo hizo naufragar. Nunca supe lo que pasaba dentro de su cabeza. A Ramón había que entenderlo, que aguantarlo, pero no era fácil vivir con alguien como él. Era como si hubiese tenido una amante contra la que no se podía competir, que era dominadora absoluta de sus emociones. Un triángulo: él, yo y la tortura.

–Y yo, mamá. Que no se te olvide que yo también estaba al medio.

–Tienes razón. Aunque no lo supieras, a ti también te debe haber afectado.

–Por supuesto que sí. ¿Acaso mi infancia fue normal? ¿Crees que no me ha costado ser hijo del papá? Tantos años después aparece como víctima, pero yo nunca lo vi así; para mí nunca fue la víctima. Y ahora que ya está muerto, que habría que conversar con un fantasma, tengo que volver a entenderlo. ¿Cuántas veces en vez de enojarme debí haberlo abrazado? Tampoco tuve la oportunidad de apoyarlo. Me aterra pensar en lo que tuvo que haber vivido. Es algo que está más allá de mi capacidad de comprensión. Cierro los ojos y me duele, porque lo veo, lo escucho, lo huelo. Pero también siento rabia, ganas de ir a revolver su tumba y traerlo de vuelta a este sillón, a que hablemos los tres con la verdad por una sola vez. Si me lo hubiera dicho, habría sido todo distinto; podría haberlo enterrado en paz.

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