Edith María Del Valle Oviedo - Ojos color del tiempo

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Salvatore Grillo es un joven que vive con su familia, son todos pescadores. Comete un crimen y huye de su pueblo, Trápani, en Sicilia. Es 1879. Llega al puerto de Nápoles y, escapando de sus perseguidores, sube a un barco que está partiendo y que viaja a la Argentina. Conoce a Giulio, otro siciliano. Llegan a Buenos Aires y consiguen un trabajo que los lleva a Villa Nueva, donde se quedarán a vivir. Salvatore (ahora Salvador) quedará prendado de una mujer, Antonia, a la que se une. Y una pobre y jovencísima criolla, Juana, quedará prendada de él, encandilada por este «dios rubio de ojos claros».
La terrible inundación de 1883 en Villa Nueva , que anegó todo el pueblo, y en la que Salvador recibe un golpe que le hace perder la memoria, es la oportunidad para que Juana le salve la vida, lo lleve a Villa María cruzando a caballo el río embravecido y le haga creer que ella es su esposa.
Encontrado por su familia y sus amigos, Salvador es rescatado y vuelve con su mujer, Antonia, quedando resentido con la mujer que lo engañó, mientras Antonia, contrariamente, entiende que ella le salvó la vida y que actuó por amor. No será la única vez que le salve la vida, pues también actuará cuando dos sicilianos que quieren matarlo sean impedidos de hacerlo ante su intervención.
Juana queda embarazada, sus primas en Villa María hacen que se quede con ellas, apoyándola en la decisión que tome con respecto a su embarazo y ella resuelve que lo tendrá pero que Salvador nunca debe enterarse. Juana comienza a ir a la escuela para aprender a leer y escribir, pero debe dejar cuando su embarazo comienza a notarse. Un periodista y abogado la ve en la biblioteca y comienza a darle clase. Cuando va a entrevistar a un cura que es famoso en las sierras, el Padre Brochero, ella y su prima lo acompañan. El Cura Brochero le dice a Juana que es una salvadora. Ella se casa con este hombre y él reconocerá a la hija que nacerá. Conforman una familia que se quiere mucho.
Desde Trápani llegan nuevos emisarios para la venganza y la mujer de Salvador muere, dejándolo con su hija pequeña y terriblemente desolado.
Juana y su marido se radican en la ciudad de Córdoba para que ella curse los estudios para ser maestra y también porque teme que Salvador se entere que tiene una hija con ella y se la quite.
El marido de Juana muere por enfermedad y Salvador, en viaje a Córdoba con su hija, la lleva a un acto patrio en la Plaza San Martín. Allí, con la escuela en la que trabaja, está Juana con su grado y su hija. Las nenas se reconocen y se juntan. Juana llama a su hija, asustada por esta aparición, pero Salvador ya la ha visto. Se da cuenta que la hija de Juana es su hija y y que ella no es la jovencita impulsiva y analfabeta que fuera, sino esta maestra adulta.
Intrigado, la busca, la sigue y de a poco va venciendo sus reservas hasta que se enamoran y se unen.

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Oviedo, Edith

Ojos color del tiempo / Edith María Del Valle Oviedo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2016.

304 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-711-583-3

1. Novelas Históricas. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Para Cacho, mi marido amado.

Para mis hijas queridas: Pau, Vale, Lali y María.

Para mis amigas: Lidia, Elena y Alicia.

CAPÍTULO 1

(trapani, sicilia, año 1879)

Salvattore escuchó los pasos que se alejaban, las piedras deslizándose por la ladera. —No me han visto — pensó. Se quedó quieto y escondido. Cuando oscureció, miró en torno tratando de captar algún movimiento, oyendo el sonido de las hojas que una brisa ligera movía apenas, se paró en silencio estirando las piernas entumecidas y, después de un rato, inició el descenso para volver a su casa.

Su madre lo esperaba con la comida. Al verlo entrar le indicó con gesto serio que se sentara a la mesa y le sirvió el guiso caliente.

— Tu padre y tus hermanos duermen— le dijo. — Come y anda a dormir. Mañana salen con la barca.

— Sí, mamma — aceptó Salvattore.

Era muy joven, de cabello rubio y enrulado, con ojos como los de su madre, “color del tiempo” como le decían, a veces grises, a veces verdosos, que llamaban la atención en una zona de hombres morenos. También sus hermanos los habían heredado.

Ya en el jergón que le servía de cama en la cabaña pobre en la que vivían, pensó en la muchacha que lo había encandilado esa tarde en el poblado y a quien había seguido hasta la finca de la colina. Iba acompañada de dos hombres con escopetas que parecían sus guardianes. Le pareció que lo había mirado, muy fugazmente. Nunca había conocido a una joven tan bonita y el corazón seguía latiéndole con fuerza al pensar en ella. No le había sucedido antes, eran las mujeres las que lo miraban a él. Salvattore se sabía atractivo, a pesar de su juventud y de la vida aislada que llevaban. Había corrido esa tarde, cuando al acercarse a la muralla de la casa para espiar, los perros habían ladrado y él se había dado cuenta de que los hombres estaban alertados y salían a buscar al intruso. No le llamó la atención que anduvieran armados, también su padre tenía una escopeta en la casa y muchos allí las llevaban consigo, pero a éstos no los conocía y tenían un porte intimidante. Entendió que era mejor no meterse con ellos pero también se dijo que la mujer le gustaba. No sabía quién era, pero se iba a enterar pronto, en su tierra todos se conocían desde siempre y los forasteros se destacaban.

Muy temprano salieron los hombres de la casa rumbo al puerto, la mamma Giuliana les había servido la comida caliente de todas las mañanas. En la mesa, su padre comentó que el Don había vuelto para quedarse y que había traído mujer nueva y joven. Salvador escuchó nomás. El día de pesca fue bueno. La red se cargó en el mar embravecido mientras el sol impiadoso caía sobre sus cabezas y sus cuerpos. Eran hombres de mar como lo habían sido todos los hombres de la familia Grillo. En la isla las costumbres se mantenían aunque las generaciones pasaran. Volvieron a la tarde , los cuerpos cansados y hambrientos. Giulianna preguntó por su hijo menor al ver que no llegaba, le dijeron que se había ido al pueblo.

Salvattore rondaba la casa del Don aunque sabía que era peligroso. Pero le gustaba el peligro y le gustaba la mujer aunque tuviera dueño. Tenía que lograr que lo viera, él sabría cómo conquistarla. Rondó tardes y noches. Los perros ya no le ladraban, sabía hacerse amigo de los animales. Varias veces la vio llegar y también salir, alguna a caballo y otras en carruaje, siempre acompañada. Se dio cuenta de que ella lo había visto y que al salir lo buscaba con la mirada. Vio al Don que la acompañaba.

— Es un viejo—, se dijo y lo despreció. Sabía que el Don era un hombre de poder, respetado y temido en la zona, pero era un viejo. Y la mujer seguramente lo veía así.

La oportunidad que estaba esperando para hablar con ella se presentó una noche en que el Don y sus soldados salieron todos juntos. Salvador se trepó con facilidad a los muros y entró al terreno de la mansión, acercándose a la ventana donde la había visto todos los días que vigiló el lugar. Golpeó y esperó. Cuando ella abrió la ventana y lo vio se asustó pero el joven comenzó a hablarle seductoramente y se quedó escuchándolo y mirándolo a los ojos, subyugada por su voz y por su mirada. No pudo entrar al cuarto esa noche pero él supo que pronto lo haría. Ella tenía miedo pero no lo había rechazado, se había quedado mirándolo un rato largo con esos ojos grandes y oscuros que terminaron de conquistarlo antes de cerrar la ventana. Se prometió volver a la noche siguiente y deseó que entonces lo dejara entrar.

Su madre le había dejado la comida en la mesa. Tenía hambre y agradeció el gesto como todas las noches anteriores. Giulianna no preguntaba. Estaba acostumbrada a que sus hijos tuvieran aventuras, sabía que no podía retenerlos, eran hombres y eso hacían, además sabía que sus hijos eran hermosos y codiciados, sobre todo Salvador. Dentro de su corazón, temía por estos hijos que parecían no tener miedo a nada pero también estaba orgullosa. Su marido, Antonio, no decía palabra, era parco para hablar y expresar sentimientos, pero nunca reprochaba a sus hijos. La vida era dura, todos trabajaban mucho y también querían gozar un poco. Salvattore le preocupaba en particular. Era muy cariñoso con ella pero también lo sabía soberbio e inconciente, no le importaba el peligro y le gustaban los riesgos. Los hombres eran rudos en la isla, no quería que se metiera en problemas graves que se pagaban con la vida.

Salvattore volvió la noche siguiente y la siguiente, esperando otro momento para entrar. No sentía frío ni cansancio, un ardor agradable de expectativa lo mantenía alerta. Le gustaba recostarse de a ratos sobre la tierra dura con yuyos que le servían de colchón a mirar las estrellas infinitas. Le gustaba estar afuera, le gustaba el monte, le gustaba el mar que golpeaba y rugía todo el tiempo. No conocía otro lugar y éste le fascinaba. La segunda noche escuchó voces y pasos que se acercaban, el portón que los guardias abrían y vio a su padre que entraba a la finca. Eso le extrañó, no sabía que conociera a esta gente. Su padre era callado, hablaba poco. Pero sabía que lo quería y lo defendería llegado el caso, cualquiera de la familia se jugaría por el otro.

Cuando volvió a su casa, ya tarde, le preguntó a la madre por él:

— Tiene asuntos que atender— le contestó y no le sacó nada más. Cuando lo escuchó llegar, sintió que cuchicheaban pero no entendió qué decían.

Varias noches después, volvió a vigilar el lugar y esta vez tuvo suerte. El Don y sus hombres salieron a caballo y él saltó el muro y golpeó la ventana de la mujer. Cuando vio que se abría, se metió sin dudar. Allí estaba, esperándolo y deseándolo tanto como la deseaba él. Una sonrisita fanfarrona se le dibujó en la cara como si hubiera esperado este recibimiento y se le abalanzó. Ella lo recibió con ansias desbordadas. No hablaron. Forcejearon como si de una lucha se tratara. Gimieron bajo para no ser escuchados por los otros habitantes de la casa. Después, él se cambió y antes de irse, dijo:

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