Se refugió en la oscuridad de un rincón y durmió de a ratos. Cada tanto abría los ojos sobresaltado sin entender dónde estaba y qué hacía ahí. Sentía una angustia inmensa que le llenaba el pecho y le humedecía los ojos, acallando todo sonido para que nadie lo viera ni lo escuchara ni lo encontrara, porque quería estar solo en el mundo, que había cambiado de un día para el otro. Lloró toda la noche, por lo que había perdido, por su familia y la mujer muerta, por su vida en adelante. Y cuando llegó el amanecer, se dijo que la pena quedaría guardada en un rincón de su corazón por siempre.
Buscó la zona de los marineros, habló con el jefe de la tripulación que resultó ser un buen hombre que no preguntó demasiado y aceptó su pedido de trabajar en el barco, y durante un larguísimo viaje trabajó duramente, durmiendo agotado al llegar la noche y levantándose antes de amanecer, durante muchísimos días. Sus compañeros le dijeron que el barco iba a la Argentina, un país de América del Sur, y le mostraron en un mapamundi dónde quedaba. Salvattore no había ido al colegio, pero entendió que la gran masa de agua que en el mapa se llamaba Océano Atlántico y que estaban surcando ahora, era inmensa y su vida pasada se estaba quedando tan lejos que tal vez nunca podría recuperarla.
En el viaje, se le acercó un joven siciliano que trató de mantenerse unido a él, tal vez porque también se sentía solo, tenían la misma edad y hablaban la misma lengua, tan particular y distinta a las otras por lo que no era fácil comunicarse con el resto. Se llamaba Giullio Spampinato y a Salvattore le hizo recordar a sus hermanos, por lo que también él mantuvo el vínculo. Ninguno sabía qué les esperaba en ese país al que iban pero era mejor tener un amigo.
Giullio no había dejado una familia atrás, estaba solo y su vida había sido triste. Sus padres y hermanos habían muerto en una lucha entre familias y si bien su abuela paterna casi lo había obligado a seguir la pelea porque el honor de la familia era sagrado, él no había podido matar y la abuela lo había despreciado. Giullio había preferido irse antes de ensangrentarse las manos y lo habían llamado cobarde, lo habían denigrado, pero era de un temperamento pacífico y allí estaba, no escapaba, se salvaba del odio, decía, aunque sus ojos se entristecían al evocar lo que había pasado. Salvattore no le preguntó más, le tuvo confianza y fue correspondido; también él fue breve al contar su historia pero su amigo supo que seguía en peligro, a pesar de la distancia. Las vendettas no se olvidaban, los sicilianos lo sabían.
CAPÍTULO 3
( villa nueva, provincia de cordoba — 1881)
El caballo estaba enterrado en el barrial de la zona próxima al río que se había desbordado. Era difícil avanzar y todos estaban nerviosos y cansados. Hacía mucho calor, tenían sed y hacía horas que estaban ayudando a sacar las carretas hundidas que no lograban avanzar y alcanzar la parte seca. Estaban acostumbrados a esto. Cuando el río desbordaba, había que esperar a que las aguas bajaran, pero también había que esperar a que la tierra mejorara; por impaciencia o por verdadera urgencia, la gente trataba de pasar igual y se quedaban empantanadas en el barro. Todos ayudaban empujando, ante los embates del mal tiempo aparecía la solidaridad ya que a todos les podía suceder.
Salvador (así lo llamaron desde que llegó al nuevo país) y Giulio habían llegado con una caravana de carretas custodiando una carga que iba para la ciudad de Córdoba. Embarrados los chambergos, la cara, la ropa y los caballos, después de haber sacado la carreta del fango donde estaba atascada, se bajaron a deliberar con los otros hombres y con don Rafael, el jefe. No habría forma de pasar hasta que el agua bajara más y el camino se secara un poco. La caravana se organizó, se prendieron los fuegos para la comida y para pasar la noche en el lugar. Los dos amigos se fueron a lavar al río y ya que el agua estaba linda se metieron y se dieron un baño, nadando un rato. Después se tiraron sobre los yuyos de la orilla a secarse, descansar y dormitar. El olorcito a carne asada los despabiló y con el cuerpo dolorido por los días de viaje desde Buenos Aires, rumbearon para el lado del fogón donde se estaban juntando los hombres.
— ¡Hey, gringos!— los llamó don Rafael.
Y allí fueron los muchachos, con hambre, a comer rodajas de pan mientras cortaban lonchas de carne con los cuchillos inmensos que todos tenían y devoraban la comida que bajaban con vino tinto. Mucho no se conversaba, porque estaban cansados y porque eran hombres parcos. Algunos se conocían más porque habían viajado otras veces con don Rafael, otros lo hacían como una changa cuando no había mejor trabajo. Salvador y Giulio viajaban por primera vez, pero como eran voluntariosos y tranquilos lo habían hecho bien. Seguramente los contratarían para el regreso a Buenos Aires con otra carga.
Esa noche, arropados con el poncho bajo un árbol, conversaron sobre el tema. Se habían unido a la caravana para alejarse de Buenos Aires. Algunos indicios de que buscaban a Salvador los habían alertado. Giulio no quiso saber nada de separarse de su amigo y emprendieron el viaje hacia Córdoba.
— ¿Y si nos quedamos acá, fratello? — dijo Salvador. — Córdoba es una ciudad grande y debe haber muchos italianos, algunos nos ayudarían pero otros podrían delatarme si me están buscando. ¿A quién se le ocurriría mandar mensaje a este lugar perdido?
—Yo te sigo, fratello. Si quieres nos quedamos acá. Mañana temprano demos una vuelta para conocer un poco y luego, si te decides, hablamos con don Rafael. El dijo que el viaje sería más fácil desde acá, no nos necesitará.
Al día siguiente, recorrieron el lugar. Al frente de la plaza estaba el almacén de Ramos Generales donde entraron a tomar una ginebra. El dueño, un gallego mal engestado, les sirvió lo que habían pedido en el mostrador y se fue hacia una de las pocas mesas del local, donde un hombre dormitaba con la cabeza caída.
—¡Despertáte, indio sotreta!— le dijo el gallego, mientras lo zamarreaba para despertarlo.
El indio se irguió como un resorte sacando un cuchillo que tenía en la cintura y el gallego se movió rápido para evitar el fintazo, luego corrió hacia atrás del mostrador de donde volvió con un palo grueso que descargó en un solo golpe contra la espalda del otro que aun trataba de despabilarse. Salvador se levantó y se metió en el medio de los dos, que se miraban furiosos dispuestos a seguir la pelea, hasta que el indio, caminando hacia atrás, salió del negocio y se fue.
Los gringos se miraron y se quedaron quietos y mudos. El gallego volvió tranquilamente a su lugar detrás del mostrador como si no hubiera pasado nada. Después de un rato, Salvador le habló y le preguntó si había trabajo para ellos en el pueblo. Don José le fijó la vista un rato largo evaluándolo y decidiéndose, le dijo:
— Necesito alguien que me ayude acá, si te animás�Hay que trabajar duro todo el día. Te doy pieza y comida. Pensálo.
Salvador y Giulio se fueron después de un rato. Hablaron con carreros de la zona y Giulio consiguió un conchabo, viajes desde Villa Nueva hasta poblados cercanos, que no le llevarían más de unos días cada uno. Al volver, podría quedarse en la pieza con Salvador hasta el siguiente viaje.
—¿Estás de acuerdo, fratello, nos quedamos? — le dijo Salvador y el otro asintió.
Solos en el país nuevo, se necesitaban mutuamente. Se sentían hermanos. Así que, aun sabiendo que no era lo mejor, decidieron quedarse, asentarse por el tiempo que el destino les deparase. Los dos tenían la mirada nostalgiosa del que no hace tanto que ha dejado su mundo atrás. Y en su caso, a la fuerza, sin decidirlo ni quererlo. Eran hojas que el viento llevaba.
Читать дальше