Debió salir del pueblo enseguida y a escondidas. Caminó por las laderas de los cerros, entre las piedras, y se subió a una carreta que encontró al día siguiente, después de verificar que eran desconocidos de otro pueblo, no del suyo. La buena gente lo transportó hasta que tomaron una senda hacia el interior de la isla. El tenía que ir a Nápoles, eso le había indicado su padre, embarcarse y desaparecer. Así que trató de no alejarse de la costa, para no perderse. Se alimentó de pescado, se bañó en el mar por las noches y se acostó sobre la arena a mirar las estrellas, pensando que lo que estaba haciendo era un absurdo. Durante varios días hizo lo mismo hasta que finalmente se convenció de que nadie lo seguía y se acercó a una granja donde trabajó un poco colaborando con la familia y recibió comida a cambio, leche y queso, pan y fiambre, recuperando fuerzas. Luego, en una embarcación continuó su camino hasta llegar finalmente a Nápoles.
Nunca había estado en una ciudad grande como ésta, el ruido lo aturdía y no sabía qué hacer ni a dónde ir. Había barcos grandes y mucha gente en el puerto. Se quedó observando el movimiento hasta que tímidamente se acercó a un hombre que tenía aspecto de jefe y le preguntó si había trabajo para él. El hombretón lo miró como evaluando sus fuerzas y le preguntó su nombre anotándolo en una lista. Luego le indicó grandes bultos que había que bajar del barco que estaba anclado a sus espaldas. Toda la tarde acarreó sobre sus espaldas las cargas pesadas, junto a otros muchos hombres y cuando finalmente terminaron, el día se estaba acabando.
Pasó la noche en una especie de cobertizo después de comer una sopa espesa caliente y pan, gastando alguna de las monedas que le habían pagado en el puerto. Al otro día hizo lo mismo. Durante la mañana del tercero recorrió un poco el lugar. Había mucho ruido y mucha gente, pero nadie le prestaba atención. Vio unos botes que volvían con las redes llenas de pesca y se acercó para pedir trabajo. Esa tarde volvió a hombrear bultos de un carguero pero la madrugada del siguiente día se presentó a la salida de los barcos pesqueros y estuvo pescando con ellos hasta la tarde. Siempre había sido su padre el administrador del trabajo de la familia, así que por primera vez Salvatore tenía algo de dinero propio. Le alcanzaba para pagarse la cama y una comida caliente. Si bien seguía triste y extrañaba su vida anterior, se estaba tranquilizando. Pensaba en Rossina, en su cuello ensangrentado y sufría por esa muerte. No le había importado tanto la mujer, le había gustado y la había deseado, y ella había aceptado, pero su muerte lo había impresionado, tanta pasión y vida vueltas frío y silencio. Pensó si él hubiera sido capaz de matar a una mujer que lo traicionara con otro. Pero no pudo ponerse en ese lugar. Odió al viejo.
Salvattore no hablaba mucho. Siempre había sido parco como toda su familia. No eran hombres de conversar, pocas palabras y muchos silencios, así se entendían y estaban cómodos. Si bien su madre se volvía conversadora con otras mujeres, en la casa estaba acostumbrada a la forma de ser de su marido y sus hijos, y ellos sabían que los quería porque los cuidaba y hacía cálido el hogar. Extrañaba a su madre, siempre había estado ahí y era natural, pero ahora que no estaba con él, sentía la ausencia y se ponía nostálgico.
A pesar de no hablar mucho, escuchaba la charla de los demás. La mayoría era del lugar, tradicionales familias de pescadores; otros habían llegado por diversas razones, buscando trabajo y una vida menos miserable, tal vez, aunque no era ésta una vida de holganza. Alguno le había hecho preguntas, pero él daba respuestas imprecisas, no se sentía en confianza.
Un día, llegando antes del amanecer como acostumbraba, notó gente que no parecía de la pesca, que hablaban con algunos hombres que habían arribado antes que él. Dudó un instante, pero reaccionó y salió de su camino como yendo a otra barcaza cercana, luego se escondió y vigiló el lugar. Se dio cuenta de que uno de sus compañeros lo había visto hacer ese movimiento y que, distraídamente, miraba hacia donde él estaba y parecía hacerle una seña con la cabeza, diciéndole no. Cuando la barca se hizo a la mar, Salvattore estaba aun observando desde su escondite, como si algún nuevo sentido le estuviera advirtiendo el peligro. Una hora después, vio a tres hombres que habían estado ocultos tras una piedra y que se alejaban. Con el corazón palpitándole de prisa, pensó que lo estaban buscando; intentó tranquilizarse diciéndose a sí mismo que no podía saber si estaban ahí por él, tal vez tenían otro motivo, aunque el cosquilleo de intranquilidad no le permitía confiarse. Su padre le había advertido que lo buscarían. Pero él no quería irse más lejos, no lo iba a soportar, un hombre era también su familia, ¿cómo irse tan lejos que nunca más pudiera ver a su mamma?
Durante todo el día merodeó lejos de los lugares donde había estado antes. Al llegar la noche quiso ir a buscar su bolsa antes de buscar otro lugar para dormir. Esperó a que todos entraran y se acostaran y, cuando no vio más movimiento ni luz, se metió en silencio, escondiéndose para que no lo vieran si estaban vigilando el lugar. Agachado, llegó a su jergón y rescató la bolsa sin hacer ruido, pero unos brazos fuertes lo sujetaron por atrás mientras recibía en la cabeza un palazo que lo dejó sin sentido.
Era aun noche cerrada cuando despertó y notó que estaba atado en la parte de atrás de un carro. Veía las estrellas sobre su cabeza, no podía mover los brazos ni los pies. Escuchaba voces de varios hombres y el chisporroteo de una fogata.
— Me atraparon— se dijo. Estaba furioso, lo iban a matar, había sido un idiota por confiarse y quedarse en Nápoles, le había parecido que era un lugar muy grande y que no podrían encontrarlo, era un ingenuo pueblerino que no sabía nada. Uno de los hombres se acercó y cerró los ojos.
— No lo habrás matado, ¿no?— dijo — mirá que el Don lo quiere vivo para hacerlo sufrir y que pida clemencia hasta matarlo. Está rabioso y quiere vengarse—.
Otro dijo:
— Pobre tipo, no sabe lo que le espera, le convendría estar muerto.
Los hombres apagaron el fuego y se dispusieron a dormir un rato, mientras uno quedaba de guardia. Tenían a su favor, por posibles intromisiones, el miedo que inspiraban. Salvattore hacía esfuerzos por aflojar las cuerdas de las manos, intentaba pasar los brazos hacia adelante para poder usar los dientes y no podía. No hacía ruido y, en el silencio de la noche, el guardia comenzó a dormitar. Reptando, logró bajar del carro y acercarse a una piedra filosa, pasando la cuerda de las muñecas una y otra vez por ella hasta romperla. Cuando desató los nudos que le sujetaban los pies, se arrastró alejándose de sus perseguidores. Sabía que lo buscarían en un rato y corrió, sintiendo que las piernas le pesaban y no le respondían, pero obligándolas a moverse porque su vida dependía de la distancia y del escondite que lograra para salvarse.
El puerto estaba ahí nomás, los soldados del Don se habían quedado cerca, deberían explicarle al viejo cómo él, Salvattore, se había escapado de tres hombres bravos y peligrosos. De los nervios se reía gozando de la escena, aunque sabiendo que por ahora era una ilusión suponer que estaba salvado, que los dedos del peligro eran muy largos. Tenía algunas monedas encima, no se las habían sacado, tal vez pensaban hacerlo después. No sabía, lo cierto es que las tenía. Siguió corriendo como loco, las piernas le respondían cada vez más. Escuchó los silbidos del gran vapor que se aprestaba a salir y, sin pensarlo, corrió por la pasarela que lo llevaba a bordo casi a escondidas, mezclado entre la gente que subía para viajar, no le importaba nada más que salvar su vida y alejarse de este lugar que ya no era para él, tal vez para siempre. Salvattore tenía dieciocho años y se alejaba, solo, no sabía hacia dónde.
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