Nicolás Vidal del Valle - La luz oscura
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Conversamos algunos minutos más, pero nos cuesta seguir hablando. Sigo sentado, con un cigarro en la mano, mirando el suelo, reviviendo la penumbra. Me he fumado más de una cajetilla. Matías canta “Volveremos otra vez a ser campeones como el Ballet”, pero su voz se pierde en el eco ininteligible, borroso, de las miles de voces que vuelven a ser apagadas por los gritos, por mis gritos. “Estoy cansado”, le digo a Matías, cuando me invita a pararme y cantar con él. “Que eres fome, papá”. Y de repente, un estruendo, una bomba, balazos. “¿¡Qué pasa!?”, grito, agachándome, aturdido por una ráfaga aterradora. Es la U que sale a la cancha: fuegos artificiales, petardos, una nube compacta de papel picado y extintores con humo azul y rojo que lo inundan todo. La amargura de su sabor contamina mi respiración.
Empieza el partido y trato de concentrarme. Pasan pocos minutos y veo la pelota en el aire, el arco vacío, el presagio de una tragedia a la que nos hemos terminado por acostumbrar como una fiera domesticada; y súbitamente aparece una pierna milagrosa para sacarla de la línea. Matías dice que fue Cristián Castañeda. Pero yo veo al Leo Zucchi, que me saluda desde la galería norte. Está muy flaco. Está débil. Todavía tiene veintisiete años. Parece que mañana me toca de nuevo, me dice con su voz grave, de animador de televisión. ¿Adónde te llevaron, Leo? Siento un codazo. “Nos salvamos”, dice Matías. Su sonrisa me conforta y me permite volver al partido. Al final del primer tiempo expulsan a Gorosito por doble amarilla. Matías me abraza. “Calma, que falta mucho todavía, ni siquiera hemos hecho un gol. Acuérdate que nos ganaron con nueve en la primera rueda”, le digo.
Lo mando a comprar otros sándwiches. Sigo con hambre. Intento al menos sacar a los recuerdos de aquí y llevarlos hacia el día en que me liberaron de este estadio maldito. Fue gracias a otro partido, el de Chile con los fantasmas de la Unión Soviética. Dos meses interminables. Había que desocupar el estadio, dar otra imagen al mundo. Cuánto desearía ser inocente, poder sentarme a mirar el partido como un hincha más, sin esos gritos, sin la voz del Leo Zucchi, que me sigue saludando desde la galería norte. Tengo que forzar una sonrisa porque veo a Matías, con los sándwiches en las manos, abriéndose paso entre la gente que ocupa la escalera. Me como los dos antes que comience el segundo tiempo.
El partido me importa, son veinticinco años. Tengo que silenciarlos. El presente, hay que vivir el presente. Pero los soldados siguen ahí. Matías me habla, me ayuda a callarlos. Tira la cuerda para subirme desde el fondo del pozo; hacia el partido, hacia la cancha. Son veinticinco años. Treinta minutos de búsqueda frenética del gol. Me involucro. El cero a cero me sabe amargo y frustrante, pero como hincha de la U, ya estoy acostumbrado. “Huevón, mira”, escucho la voz del Leo Zucchi. La pelota cae en el área, sobre el corazón de Salas. Los soldados desaparecen y también el Leo Zucchi. Me estremezco, como si mi cuerpo muerto recién hubiese cobrado vida. Y Salas lo hace, los ahuyenta con su zurda mágica. Espero un instante para ver si es otro sueño traicionero, pero no, es de verdad. El grito nace de mis entrañas, el más fuerte que he dado en mi vida. Matías salta sobre mí. Caemos los dos al suelo de cemento, abrazados, y otros hinchas desconocidos se lanzan sobre nosotros, y el pecho se me desgarra de tanto gritar, pero lo sigo haciendo, y veo sus ojos húmedos (como los míos, creo que lloro).
El resto del partido transcurre lentamente. Soy el que tiene el reloj: otra razón para mantenerme concentrado. Matías y los hinchas vecinos me preguntan la hora cada treinta segundos. Todos cantan, algunos lloran, y yo no sé si canto.
2
–Ya, huevón, tengo dos minutos para explicarte lo del aumento de capital y necesito que esté listo asap , así que concéntrate –mi jefe me hablaba sin mirarme, mientras revisaba los correos en su Blackberry, a pesar de tener el computador al frente. Yo lo miré con los ojos nublados de los últimos días y me dispuse a anotar en mi cuaderno–. ¿Te acuerdas de Inversiones Cóndor S.A., que constituimos el año pasado? –no me dio tiempo para responder–. Van a ingresar a la sociedad dos nuevos accionistas: un gringo y un brasileño, uno aporta plata y el otro capitaliza un préstamo. Necesito que hagas un pacto y la junta de accionistas –mi lápiz dibujaba unas letras ininteligibles en el cuaderno. Solo escuchaba el rumor desagradable de su voz y fingía comprender–. Te voy a mandar unos emails donde encontrarás más información, ¿ understood ?
Asentí, esbocé una sonrisa (una de las cosas que había aprendido en Errázuriz y Cía.: a forzar esa sonrisa cínica, inexpresiva, que solo los abogados son capaces de conseguir) y abandoné su oficina. Caminé hacia la mía sin levantar la cabeza. El contacto con cualquiera de los ojos de ese lugar me habría resultado intolerable. Desde Avenida Isidora Goyenechea, donde está Errázuriz y Cía., solo se podía ver un edificio moderno, forrado en espejos, reluciente e impenetrable, pero no era fácil imaginarse que ahí dentro había un cuchitril como el mío. Ese pequeño espacio sin ventanas al que llamaba oficina era una zona de catástrofe que solo yo entendía, o que solo yo alguna vez podría entender. Los archivadores, amenazantes, se inclinaban desde la repisa sobre mi cabeza, y el suelo era un campo minado de carpetas y papeles sueltos, apilados en pequeños montones.
Diez de la mañana; me sentía incapaz de sobrevivir a las siguientes diez horas. El abatimiento era absoluto. Muchas veces, en días anteriores, sentía ganas de salir al pasillo y gritarles a todos que se largaran, que salieran de ese enorme edificio a respirar un poco de aire, que dejaran de llevarse a los pulmones esa mierda viciada, densa, falsa, que flotaba en esa oficina. Pero ni siquiera el hastío conseguía despertarme.
Errázuriz y Cía. es un estudio grande, con más de cincuenta abogados cobrando muchos dólares por hora. La ambición y el dinero eran los valores fundamentales, el resto podía ir adecuándose a las circunstancias (últimamente se habían visto obligados a ser políticamente correctos, incluso habían contratado un abogado gay; lo mostraban en las reuniones como un trofeo, con sus sonrisas características, queriendo decir miren que somos tolerantes, aunque la estrategia no les dio mucho resultado porque el trofeo renunció a los pocos meses), pero sin esos dos excluyentes objetivos en la cabeza, era imposible pensar en hacer carrera. Yo llevaba un buen tiempo. Había comenzado como procurador cuando era estudiante (o sea, esclavo), no porque tuviera muchas ganas de trabajar, sino para poder pagarme la matrícula y evitar que mi deuda universitaria siguiera inflándose.
Hasta entonces no tenía real conciencia de lo que significaba un apellido en un país provincia como Chile. Me dejaron entrar por una ventana que se les había quedado mal cerrada. Un universo ajeno, el de los dueños del país, donde todos se conocían y no dejaban de sonreír; y yo, un pendejo al que habían depositado ahí en medio casi por casualidad, que no sabía hablar, que no sabía comportarse, que apenas sabía comer. A veces me quedaba observando la pulcritud de sus movimientos cuando los veía almorzar, como si estuviesen siguiendo una música inaudible que guiaba sus silenciosos tenedores y cuchillos. ¿Siempre haces el mismo ruido al comer o es que ahora estás muy apurado?, me preguntó una vez, sonriendo, un simpático abogado de ojos verdes, dos años mayor. Estoy apurado, le contesté, volviendo la mirada a mi plato. Fui en auto a la comida de fin de año: mi Citroën ZX del año 96, de color rojo, sobresalía entre esa infinidad de todoterrenos último modelo. Algunos se acercaron a él como si contemplaran un clásico. Otros se limitaron a sonreír despectivamente. Me ofrecieron volver una vez que me titulara. Acepté esa oferta porque conllevaba la seductora idea de la independencia, y yo necesitaba esa independencia, aunque fuera a costa de una jornada excesiva y agotadora. No me gustaba el trabajo ni la gente; solo me gustaba mi sueldo. Tampoco tenía amigos ahí dentro, aunque la verdad es que nunca los busqué (es probable que hubiera muchos como yo, también camuflados en esa masa corporativa). Era una herramienta tediosa y aburrida que me permitía mantenerme, vivir con mis amigos, olvidarme un poco de quién fui. Pero ya habían pasado más de dos años y tal vez era hora de buscar nuevos horizontes; claro que para un tipo sin iniciativa como yo, eso no era muy fácil.
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