Nicolás Vidal del Valle - La luz oscura
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Desde el sábado vivía en un estado hipnótico permanente. Esas hojas cuadriculadas me hicieron ver cuán precaria era mi estabilidad. Cuando las terminé de leer me quedé en silencio como media hora, sentado en mi cama, aturdido. Las risas de mis amigos, que subían desde el primer piso, me perturbaban. Encendí el televisor para no escucharlas. En un sorteo, sacando el palito de fósforo más largo, había ganado el derecho a ocupar la pieza más grande: sobradamente, cabían mi cama de dos plazas, un escritorio, el televisor y un canasto de mimbre donde tiraba la ropa sucia, que por lo general estaba rebasado. Di vuelta sobre la cama la caja con las cosas de mi padre: la inscripción de la casa, un contrato de arriendo, otro con el banco y la tarjeta de crédito, cuentas de electricidad, gas y agua; una cuenta telefónica con cifras anotadas a mano y unos signos de interrogación y exclamación, facturas del hospital, recetas médicas, algunos exámenes, copia de su cédula de identidad y pasaporte, su contrato de trabajo con el colegio, y por último sus películas de Cantinflas. Revisé página por página todos los papeles, por ambos lados, en busca de una nota al margen, un garabato, cualquier huella que me ayudara a saber un poco más. No encontré nada.
El relato me obligaba a volver hacia atrás, a mirar a mi padre, a tratar de entenderlo, a buscar explicaciones y respuestas que antes no había logrado encontrar. Pero no era fácil volver ahí. Mi estabilidad, en gran parte, descansaba en la idea de no hacerlo. La página en blanco, a la espera de una junta de accionistas que me resultaba imposible empezar, había sido reemplazada por una sobre el Mundial de Alemania. A esa hora jugaban Australia y Japón: ni siquiera había un partido interesante para perder el tiempo.
Recibí un correo de Claudia. “Hola, mi amor, ¿estás con mucha pega? Tengo ganas de verte. ¿Qué te parece si nos juntamos a almorzar en el Akarana a las dos? Un beso enorme y apretado”. No entendía por qué Claudia insistía tanto en ese lugar si sabía que yo lo encontraba demasiado caro. Le respondí que no alcanzaba porque tenía mucho trabajo, pero la verdad era que no tenía ganas de ver a nadie.
Volví a abrir la página en blanco, pero no podía concentrarme. Incluso deseé tener la capacidad de redactar la junta y sacarme de una vez las imágenes de mi padre, que seguían presionando por entrar.
De casualidad, descubrí que había estado preso durante dos meses en el Estadio Nacional. La historia familiar, o más bien las mentiras que me contaron, decía que a mi padre lo habían detenido solo un día y que luego partió al exilio, primero a Argentina y poco después a Barcelona. Ahí conoció a mi madre y nació su único hijo, o sea yo. Y luego decía que volvimos todos juntos a Chile a principios del año 85, que es donde comienzan mis recuerdos de manera un poco más organizada; lo anterior es un cúmulo de imágenes y emociones sin mucha lógica, que de todas formas tuvieron una poderosa influencia durante mis primeros años en Chile. Mi padre se encerró tras los muros de concreto del Estadio Nacional. Como me forzaba a no recordar, en lugar de hacerlo mi cabeza se empeñaba en mostrarme imágenes de él en el estadio. Veía un soldado, moreno y un poco regordete, que le daba un culatazo en las costillas y él, que en esa época era muy flaco, como un quiltro, caía al suelo sobre un charco de agua. Con esfuerzo conseguía levantarse y el soldado lo empujaba hacia la puerta de un camarín (¿Qué camarín? ¿En el lado norte o en el sur? ¿Sería el que ocupaban los jugadores de la U? ¿El de la selección? ¿Cuánta gente había ahí adentro?). La imagen se iba y era reemplazada por un grito ahogado (el grito, supongo, era suyo, aunque no pude reconocerlo).
Yo tenía claro que habían usado el Estadio Nacional como campo de concentración durante los primeros meses de la dictadura y recordaba en especial algunos rumores de conciencia colectiva, como el velódromo, al que habían transformado en centro de interrogatorios o los presos en las graderías sonriendo durante el reportaje del periodista Claudio Sánchez. Pero necesitaba saber más, ver nuevamente los documentales desde otra perspectiva, leer libros, reportajes, investigaciones, ver películas. Sin embargo, antes de cualquier cosa, necesitaba saber de él, obtener de alguna parte lo que nunca me quiso contar.
¿Por qué me había ocultado una cosa así? Incluso se me pasó por la cabeza que todo fuese una mentira, que tal vez era solo un relato ficticio, un cuento, una manipulación de la realidad. Al fin y al cabo mi padre era un escritor, o alguna vez lo fue, o intentó serlo, y eso es lo que hacen los escritores: mentir, manipular la realidad, ordenar los hechos a su gusto, inventarse historias, mitos, vidas paralelas. Aunque tal vez llamarlo escritor puede ser una exageración. En los años de la Unidad Popular trabajaba en la editorial Quimantú y escribió Desmalezando , la que incluso se imprimió, pero llegó la tormenta y no alcanzó a distribuirse. Los ejemplares que había encontrado en el ático todavía estaban guardados en la maleta de mi auto, insistiendo una vez más en quedarse cuidando la retaguardia, como lo habían hecho con mi padre cuando partió a Argentina. Después del Golpe nunca volvió a escribir. Era como un escritor castrado. Aunque, en realidad, ese relato lo desmentía. Esas pocas páginas significaban, además de la perturbadora revelación que llevaban consigo, que a mi padre no lo habían castrado del todo. Y significaban, además, que si había escrito un relato, también podría haber escrito otros. Pero en el fondo sabía que ese relato era cierto, que no lo había inventado. Mi padre vio ese partido con el Leo Zucchi (¿quién era el Leo Zucchi?) y no conmigo. Él no vio el mismo partido que yo: jugaba consigo mismo. Y si para él la zurda de Salas significó poder ahuyentar a sus fantasmas, aunque fuera solo por un rato, para mí fue algo totalmente distinto, fue el primer triunfo real de mi vida, el primer atisbo de que las cosas podían tomar otro rumbo. Ese gol fue un triunfo personal; al igual que Salas, yo también la amortigüé con el pecho y la dejé dar un bote manso para definir de zurda, con un latigazo bajo, a la izquierda del portero.
Se acercaba la hora de almorzar y mi incapacidad para trabajar era absoluta. Me declaré enfermo y le mandé un correo a mi jefe diciéndole que terminaría el aumento de capital en mi casa.
Mi madre no había tocado el ático en esos dos días. Seguía sorprendiéndome su dejadez. El caos era exactamente el mismo. Separé la máquina de escribir de mi padre, que significaba demasiado para botarla, y me lancé sobre los cachureos. Las telarañas seguían ahí, empeñadas en pegarse a mis manos, pero había decidido revisar cada centímetro del ático. Escondidas en las sombras, encontré unas cajas que pertenecían a mi madre. No estaba para consideraciones acerca de su intimidad. Pantalones, un cinturón, blusas, varios uniformes blancos, aros, perfumes seguramente añejos, documentos sin referencia alguna a mi padre, viejas fotos de Barcelona, la mayoría de mis abuelos, aunque también había una en que salía ella con mi padre, los dos abrazados en una angosta callejuela oscura con pequeños balcones de los que colgaban unos maceteros (en algunos de ellos parecía haber flores, pero como la foto era en blanco y negro, costaba distinguirlas), ella rodeándole la cintura con su brazo derecho y él los hombros con el izquierdo; me quedé observándola un rato porque parecían felices; claro, las fotos suelen engañar, incluso podría decirse que están hechas para engañar; pero había algo auténtico en esas sonrisas que no recordaba haber visto en otras fotos de ellos dos. Me pasé cerca de dos horas revisando el contenido de esas cajas, sin resultado, hasta que la falta de aire y el frío me obligaron a bajar.
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