Nicolás Vidal del Valle - La luz oscura
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Puse la cafetera sobre el gas. No quería perder mucho tiempo. Todavía me quedaba un rincón allá en el ático, junto a un enorme televisor en blanco y negro, frente al que perdí innumerables horas de mi vida aburriéndome con Sábado Gigante (a un hijo único sin relación alguna con sus primas no le quedaba otra opción que verlo de principio a fin) y disfrutando con Pipiripao. Abrí la tapa: el agua se calentaba y el café comenzaba a subir a la parte superior. El olor del café siempre me ha parecido tranquilizador, es tan poderoso y absorbente que uno puede cerrar los ojos para abrir la nariz, dejando la mente en blanco, concentrada solo en esos segundos en que la ebullición hace que ese aroma se vaya adueñando de todo a su alrededor. Traté de poner mis sentidos en dejarme llevar por él, pero mi cabeza estaba empeñada en darle vueltas a la posibilidad de revisar el escritorio de mi madre, que en ese momento ocupaba Jaume y que alguna vez estuvo inundado con los libros de mi padre. El gorgoteo me indicaba que estaba listo. Tomé la cafetera y busqué una taza.
–¿Hiciste para mí también? –la voz de mi madre rompió el ritual.
–¡Mamá! –derramé un poco de café sobre la cubierta de la cocina–. Me asustaste.
–¿Acaso no puedo entrar a mi propia cocina?
–Por supuesto que puedes, es que no sabía que habías llegado.
–Anda, sírveme un poco y siéntate un minuto conmigo –serví dos tazas pequeñas en lugar de una grande– ¿Estabas en el ático?
–Sí, revisando mis cosas. Hay mucha basura allá arriba. Me sorprende que nunca lo hayas ordenado.
–Creo que voy a botar todo, salvo lo que te lleves tú. No tengo ganas de perder el tiempo revisando cachureos. No hay nada que rescatar.
–Entonces voy a fijarme bien, para que no botes algo importante –resolví no decirle nada. Tenía la fuerte sospecha de que ella también me lo había ocultado. Quería confrontarla con más información, si es que la había, y obligarla a contarme toda la verdad.
–Ah, se me había olvidado contarte que la semana pasada me encontré con Francisca en el centro –hizo una pequeña pausa, como para ver mi reacción, pero me mantuve impasible–. Parece que está creando una de esas revistas que se ven solo en Internet, dedicada a la literatura. Todavía vive con sus papás, por aquí cerca, en Diagonal Oriente con Villaseca, ¿te acuerdas?
–Por supuesto que sí, mamá –respondí, con un dejo de fastidio–. Me alegro que esté bien, pero acuérdate que terminamos hace casi dos años. Ahora estoy con Claudia.
–Tienes razón, solo te lo comentaba porque me la encontré de casualidad. Me cae bien esa niña, Claudia. Lástima que solo la hayas traído una vez. Sería bueno verla de nuevo antes de irme.
–Voy a tratar.
–¿Estás seguro que no te quieres ir conmigo a Barcelona? –solía hacerme preguntas intempestivas para ver si me pillaba desprevenido.
–Mamá, yo entiendo que tú quieras volver, ahora que estás con Jaume y todo, pero mi vida está aquí, en Chile. Es demasiado tarde. Ya no estoy dispuesto a vivir otro exilio. Muchas veces te propuse que nos fuéramos juntos a Barcelona, sabes que si me hubieras respondido que sí, probablemente ahora estaríamos viviendo allá. Pero ese tiempo ya pasó y tú no te quisiste ir, así como yo no me quiero ir ahora –hice una pausa y le di el último sorbo a mi café–. Siento que por fin conseguí alguna estabilidad, soy independiente, disfruto viviendo con mis amigos, tengo un buen sueldo, y además a mi polola. Por primera vez puedo mirar hacia delante. Creo que irme a Barcelona contigo sería como retroceder cinco años.
–Tal vez podrías ir a hacer un master por un año y ver si te acostumbras. Creo que todavía estás a tiempo para matricularte. Yo te lo puedo pagar con la plata que recibiré por la venta de la casa.
–Mamá, te dije que no. Te puedo ir a ver en el verano, cuando tenga vacaciones, pero me voy a quedar en Chile. No me siento capaz de afrontar un nuevo comienzo.
–Está bien, pero si algún día cambias de opinión, sabes que puedes ir cuando quieras –se levantó, me besó en la frente y dejó la taza vacía sobre la mesa.
Volví al ático. Me quedé un rato frente al televisor en blanco y negro. Se me había olvidado cuánto pesaba. Abajo a la izquierda aparecía escrito Hitachi y a la derecha estaban las dos perillas para cambiar los canales, una para la señal VHF y otra para la UHF. Di vuelta la de más arriba, desde el canal 2 hasta el 13, y seguía igual de dura que antes. Sentí un impulso de encenderlo, para ver si todavía funcionaba; incluso pensé en llevármelo, como una reliquia, pero no veía un enchufe cerca y la sola idea de bajarlo por la escalerita que comunicaba el ático con el resto de la casa me hizo desistir. Detrás del televisor había tres cajas de zapatos que mi madre debió haber traído del departamento de mi padre. Las dos primeras tenían zapatos; la tercera, también, pero debajo de unos mocasines negros encontré unos papeles. Mis manos comenzaron a temblar. Eran hojas sueltas (cuadriculadas) escritas con la letra pequeña y alargada que estaba buscando. Eran dos relatos. Uno tenía solo la fecha (14 de septiembre del 2000, casi un año antes de su muerte), y el otro se titulaba “Ruinas”, pero no tenía fecha. Guardé las hojas en el maletín de abogado que me había regalado mi madre y seguí buscando por el resto del ático con desesperación, hasta que estuve seguro de que no había nada más.
Ni Tísico ni Carlos estaban en nuestra casa. El nombre de Tísico era Javier. También era abogado, pero de una naturaleza muy distinta: era un litigante. Trabajaba en el centro, en una pequeña oficina de cinco abogados, donde seguramente debía estar en ese momento, con la corbata un poco desanudada y las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo, compartiendo su espacio, cargado de humo y olor a comida china, con un abogado especialista en divorcios. Se pasaba buena parte del día frente al computador redactando escritos, pero siempre se reservaba un par de horas para pasearse por tribunales y conversar con sus amigos, los actuarios. Llevaba varios años trabajando y ya los conocía a casi todos; parte fundamental de su trabajo era conversar con ellos y sobarles el lomo, ganándose su confianza de cualquier manera. Era de esos abogados que hablaban un idioma que ni yo entendía, plagado de referencias procesales, plazos, prórrogas, recursos, dúplicas, réplicas, reconvenciones, escritos, nombres y apodos de jueces, y sobre todo bromas aburridísimas que mezclaban un poco de cada una.
Carlos era periodista y podría estar en cualquier parte. A veces se quedaba en la casa, pues su habitación era también su oficina: había cientos de papeles amontonados sobre el pequeño escritorio que cabía milimétricamente al lado de su cama, y junto a ellos algunos recortes de diarios que se iban poniendo cada día un poco más amarillos. Trabajaba haciendo crónicas y reportajes para un diario electrónico que se llamaba El Informante , además de encargos esporádicos que recibía de una agencia de comunicación estratégica. En el diario, al principio lo tenían de cabeza investigando la historia amorosa de los participantes del reality show de turno, pero de a poco le fueron entregando temas más interesantes. El último había sido un listado de los personajes que fueron a Londres a apoyar a Pinochet y quienes financiaron sus viajes y estadías. A diferencia de Tísico, que tenía algunas zonas grises que dejaba deliberadamente fuera de la visión del resto, Carlos era un tipo abierto y extrovertido, que me tenía al tanto de todos los detalles de su vida.
Me sentía a gusto en mi desastroso hogar. Tísico sentía un profundo y libertino desprecio por el orden y la limpieza. Y me lo contagió. Carlos al principio era más ordenado, incluso intentó contrarrestar la tendencia a la anarquía, pero al poco tiempo se rindió y se dejó llevar. Era como si el caos que usualmente había fuese un reflejo de mi reciente derecho a ser libre, en un entendido un poco absurdo que relacionaba la libertad con el poder desordenar y ensuciar sin que nadie te diga nada. El saco de dormir abierto seguía cubriendo la ventana y probablemente se quedaría en el mismo lugar hasta que terminara el Mundial. Necesitábamos un poco de penumbra para ver mejor. Tomé una cerveza de la cocina. La sala estaba plagada de sombras. Encendí la ampolleta desnuda que colgaba desde el techo. No tenía mucha potencia. La luz iluminaba la mayor parte de la sala, pero aún quedaban zonas oscuras. De todas formas, alcanzaba para leer. Me senté y puse mi maletín de abogado sobre el sillón que alguna vez fue blanco.
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