–No dejo de pensar en mi viejo, de mirar hacia atrás y encontrarme con momentos como el partido del 94, del que habla en su relato. Nunca lo sentí tan cerca, abrazados gritando el gol de Salas, pero ahora me doy cuenta de que en ese minuto había un abismo entre los dos.
–Puta, debe ser súper difícil tener que reinterpretar todos esos momentos.
–Es verdad, esto también me ha hecho ver mi vida como una permanente contradicción –le dije, echándome el último hielo a la boca–. Ese día mi viejo estaba viendo fantasmas por todos lados, y yo saltaba, cantaba y reía, incluso lo hueveaba porque se quedaba ahí sentado, mirando el suelo.
–Pero creo que hay algo que se te está olvidando –dijo Carlos, echando un poco de pisco en su vaso–. Tu viejo vibraba con la U, quizás nunca vibró con otra cosa tanto como lo hizo con la U. El grito de ese gol de Salas tuvo que haber sido una catarsis tremenda para él, tal vez más grande que para cualquier otro hincha de los que estaban en el estadio. Y tú estabas ahí con él, abrazándolo, compartiendo ese momento, dándole todavía más sentido. Eso es lo importante, huevón.
–Puede ser. Pero lo que más me angustia, además de darme cuenta del infierno que vivió, es que siento que no conocí a mi viejo. Pensé que mi vieja me iba a ayudar, pero no sabía nada. Y mi cabeza no me deja en paz, fantaseando con horrendas imágenes suyas. No voy a estar tranquilo hasta que sepa qué le pasó.
–Y que no se te olvide lo del otro tipo, Reinoso.
–Claro, también Reinoso. No puedo seguir así.
–Estoy seguro de que encontrarás tus respuestas. Vas a ver que no es tan difícil como crees –Carlos volvía a subir el tono–. En este país uno hurguetea un poco y la mierda sale a flote con facilidad. Solo hay que apretar las teclas adecuadas.
–Muchas gracias, huevón. Necesitaba hablar con alguien, te juro que lo necesitaba –le dije, mientras me paraba de la silla y le daba un abrazo largo y apretado (en el abrazo, hay que reconocerlo, sí tuvieron que ver las piscolas).
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