Nicolás Vidal del Valle - La luz oscura

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La fidelidad al equipo de fútbol -la Universidad de Chile-, sirve de trasfondo para narrar -con hábil sentido del suspenso- la represión, los avatares del exilio y la relación de un padre con su hijo.

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–Sé que no fue fácil. Yo también estaba ahí. Ojalá pudiera contarte algo más, pero es todo lo que sé.

No dije nada. Me quedé mirando los cordones de mis zapatillas. Mi madre se levantó para rellenar nuestras copas. Quería que me abrazara y también quería que se fuera lejos y me dejara solo. Dejó mi copa en la mesa de centro.

–Matías –se interrumpió para beber un poco de vino, o para pensar una vez más lo que iba a decir–, yo sé que esto te afecta mucho. Es duro saber que te mentimos. Te entiendo. Fue una decisión de tu papá que respeté. Cuando uno revisa su vida hacia atrás, se arrepiente de muchas cosas. No sirve de nada decirte que ahora lo haría de otra manera. Tienes todo el derecho a estar mal, a exigir apoyo y explicaciones –bebió una vez más–, y por eso creo que lo mejor es que yo me quede en Chile. No puedo dejarte solo. No ahora.

–Ni hablar, mamá. Tú te vas a Barcelona, tal como lo tenías planeado. La verdad, no sé por qué no te fuiste antes, o por qué te viniste –su ofrecimiento me sonó falso, forzado, como si siguiera obligándose a hacer lo correcto, aun sabiendo que no se trataba de la mejor solución, como cuando siguió al lado de mi padre aguantando una vida que no se merecía. Ella siempre entendía y aguantaba, o más bien pretendía hacerlo. Al menos tuvo la oportunidad de entenderlo en vida (tal vez por eso siguió a su lado, aguantando una vida que no se merecía). Y pudo darme a mí esa chance de entenderlo, incluso de apoyarlo, de decirle “papá, puedes contar conmigo”, pero no lo hizo; incluso al final, cuando podría haber traicionado esa estúpida conspiración del silencio–. Si quieres podemos hablar todos los días por teléfono, yo en Chile y tú en Barcelona. Quedarte sería otro error.

Dos días lentos, opresivos, de incesantes elucubraciones. La tortura había estado dando vueltas como una presencia silente, observándome y escondiéndose. Estuvo en el ático y en mi casa, cuando leí los relatos y trataba de ahuyentarla como a un mal sueño. Pero resultó ser realidad; una realidad evidente, por lo demás. Y la tortura también había estado desde siempre conmigo, como un fantasma oculto y omnipresente que se había instalado a vivir entre mi padre y yo (sin olvidar a mi madre, forzada encubridora). La revelación de esa palabra era una luz oblicua que me permitía, y al mismo tiempo me obligaba, a iluminar hacia atrás, hacia mi oscuridad, e interpretar miradas, actitudes, comportamientos, una vida llena de ambigüedades encriptadas que solo muchos años después se me permitía observar gracias a un descubrimiento fortuito. Era la pieza que faltaba, la que otorgaba sentido a una vida que lo adolecía, conformada por un cúmulo de situaciones a las que no pude encontrar una explicación. La luz oscura mostraba rincones grises, alcantarillas que ilusamente creía haber clausurado; la luz oscura obligaba a verlo todo de nuevo.

También pensé en Patricio Reinoso. Mi padre reconoció a alguien, o más bien creyó reconocerlo. La primera duda era si es que Reinoso era esa persona que él creyó reconocer. Y en la eventualidad de que esa sospecha fuese cierta, la otra duda era quién había sido esa persona para que mi padre tuviese esa reacción. Podía tratarse de un traidor, como el encapuchado del Estadio Nacional: un antiguo militante socialista que se volvió soplón y usaba una bolsa de papel en la cabeza con dos agujeritos para esas armas mortales que resultaron ser sus ojos (esa bolsa de papel lo hacía ver como una versión criolla de los miembros del Ku Klux Klan ). Llevaban a los prisioneros a las graderías y aparecía el encapuchado como si fuera un equipo saliendo a la cancha (o un árbitro drástico y muy temido, mejor dicho). Caminaba por la pista atlética rodeado de soldados, hasta que se detenía frente a un prisionero y lo apuntaba con el dedo. Y después otro, y otro, y el encapuchado descansaba un par de días y volvía a trabajar. Lo encontraron cuatro años después, en un sitio eriazo, al cadáver del encapuchado.

Y al parecer no era ese el único encapuchado en el Estadio Nacional; se decía que eran varios, que la tortura había transformado a algunos presos en delatores y que incluso metían infiltrados a los camarines como falsos detenidos, para ver si obtenían alguna información. Eran más de doce mil prisioneros y los cambiaban constantemente de lugar. El delator podía ser un rostro conocido de nombre desconocido. Tal vez mi padre compartió un cigarro con Reinoso y le contó algo comprometedor, que al final podía ser cualquier cosa, como su militancia en algún partido o un atisbo de información sobre un dirigente, y días después apareció Reinoso, encapuchado, y lo apuntó con el dedo. Y por alguna razón mi padre lo vio (“Me vio, huevón, me vio”, apuntando con el dedo). El rostro de mi padre cambió bastante desde la época en que estuvo en el estadio hasta el día de la reunión (había engordado al menos unos cuarenta kilos), lo que podría explicar el hecho de que él reconociera a Reinoso, pero Reinoso no lo reconociera a él.

Esa tarde me había puesto de acuerdo con Claudia para comer algo y ver una película en su departamento. Era de esos nuevos, de paredes delgadas, donde uno escucha cuando tiran los vecinos. Tenía un dormitorio, cocina americana y un pequeño living. Quedaba cerca del metro Escuela Militar. Llevábamos juntos cerca de cuatro meses. La había conocido en un bar, después de la oficina, en una de esas despedidas a las que uno se siente obligado a asistir como parte de un deber tácito pero real, aunque el abogado al que se está despidiendo te resulte desconocido, insignificante o incluso detestable. Una terraza donde abundaban las corbatas. Me sentí inmediatamente atraído por Claudia, aun antes de hablarle, cuando la miraba de reojo hacia la mesa vecina, porque ella nada tenía que ver con la despedida. Me pidió fuego. Yo no tenía, pero le seguí hablando. Una atracción física, por supuesto, pero que iba un poco más allá del mero gusto por su apariencia. También estaba su gesticulación, sus movimientos con ciertos rasgos felinos que me impedían dejar de mirarla. Claudia se había ido de la casa de sus padres hacía solo dos meses para vivir sola en ese departamento. Aunque tenía un trabajo bien pagado en una empresa de retail , de la que además su padre era uno de los ejecutivos principales, en su familia la noticia no cayó nada bien. Para su madre, Claudia solo debía irse de la casa cuando su padre la llevara del brazo al altar. Yo veía lo nuestro como algo relajado, sin mayores compromisos o exigencias asfixiantes. Simplemente dos personas que lo pasan bien estando juntas.

Claudia me dio las llaves y me dijo que la esperara en su departamento mientras ella terminaba de trabajar. Inventé una hora al dentista y salí temprano de la oficina; no podía seguir viendo esas sonrisas de abogado. La esperaba en el living bebiendo una cerveza. Llevaba media hora de retraso. Mientras tanto, me acompañaba Reinoso. Otra de las posibilidades era que fuese su torturador. La víctima suele tener los ojos vendados y esa venda podría haberse movido, permitiéndole ver su rostro. También estaba el recuerdo de su voz (una voz aguda, que podría haber sido de una mujer), que pudo ser la de su interrogador. Pero no había forma de saberlo, al menos no con la sola revisión del relato (el relato era, tal vez intencionadamente, bastante confuso).

El chirrido del timbre me sobresaltó. Le abrí la puerta a Claudia. “Perdona, pero me di una vuelta por el Parque Arauco y me atrasé un poco. Mira, me compré esta cartera. ¿Te gusta?”. Dije que sí, aunque siempre he encontrado todas las carteras iguales. Ella me abrazó y me dijo te eché de menos. Yo le dije lo mismo. Me preguntó si me pasaba algo, que tenía una mirada rara, como triste. Nada más que un poco de sueño. Se sentó junto a mí, en el único sillón que había en el living. Me alejé algunos centímetros porque ella había encendido un cigarro. El olor me producía una sensación de rechazo. Ella quería hablar; yo la dejé mientras me tomaba otra cerveza. Se sentía bien oír sin escuchar. De vez en cuando observaba su rostro de rasgos delicados; me gustaban sus pestañas largas, que contrastaban con unos ojos celestes que se verían huérfanos sin ellas. Creo que hablaba sobre una compañera de oficina que se había enrollado con su jefe. Pero mi cabeza estaba en otra parte. Hacía cinco años, Reinoso era jefe del departamento de atención al cliente de la sucursal de Megatel en Ahumada con Agustinas, una de esas empresas en las que se puede hacer carrera. Tal vez todavía trabajaba ahí. Sentí algo húmedo en mi cuello. Claudia se acercaba. Yo no podía. Seguía pensando en Reinoso. “No me pasa nada, solo estoy un poco cansado”, le dije. Ella se enojó. No me sentía capaz de hablar de mi padre con Claudia. Su familia venía del otro lado, por lo que preferíamos no hablar de política. Y lo que le había pasado a él, sin duda caía dentro de ese tema. Aunque, en realidad, a Claudia la política no le importaba mucho, más bien le era indiferente; ella estaba bien y con eso se daba por satisfecha. De todas formas, yo no quería hablarlo ni con ella ni con nadie. Terminé mi cerveza en silencio y me fui.

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