Francisco Pons Fuster - Beatas

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El objetivo de este libro es analizar el mundo de unas mujeres que no aceptaron enclaustrarse y que decidieron vivir solas o en comunidad con otras mujeres, manteniendo su libertad de movimientos y autonomía, pero sujetas a los superiores de las terceras órdenes religiosas en las que profesaron. Algunas fueron criticadas por su forma de vivir, pero la mayoría consiguieron el reconocimiento social en vida. Fueron utilizadas o se dejaron utilizar por confesores o clérigos para sus fines particulares o para prestigiar la orden religiosa a la que pertenecían, aunque, en ocasiones, mostraron su voluntad de autonomía obligando a sus confesores a aceptar su modo de vida y sus experiencias espirituales. Fueron mujeres que trabajaron para sustentarse o que administraron sus rentas, solidarias con los más necesitados, empeñadas en una vida de recogimiento, de ascetismo y de contemplación espiritual. Con frecuencia, mujeres acosadas por padres, por maridos y por eclesiásticos. Mujeres cautas e inteligentes, que sabían los peligros a los que podían exponerse y que hicieron creíbles sus experiencias espirituales a la sociedad.

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En la parroquia de san Lorenzo de Valencia, muy cerca de la sede de la Inquisición, residían en 1571 «cinco mugeres, inclusas; ancilas, sorores o beatas, que todos estos renombres solían promiscuamente darse a dichas Emparedadas, las cuales se llamaban Madalena Calabuig, Catalina Vesant, Gerónima Franca, Martina Franca y Esperanza Aparicio». Ese año, el arzobispo Juan de Ribera visitó el beaterio y preguntó a las beatas si querían sujetarse a su autoridad, a lo que Madalena Calabuig, que actuaba como directora o priora del beaterio, le respondió que el beaterio pertenecía a la Iglesia de San Lorenzo, y que ella había profesado en Bocairente y estaba sujeta a la Tercera Orden de san Francisco y, por tanto, que solo haría lo que los prelados de su orden le mandaran. Y lo mismo manifestó el resto de las beatas. Este beaterio todavía pervivía en 1595, pero entonces el número de beatas había disminuido a tres. 10

También en Bocairente existía un beaterio desde 1554, cuando la beata Cecilia Ferré salió del emparedamiento donde residía desde 1537 en la parroquia de la Santa Cruz de Valencia para fundarlo. Estaba situado en «un monte alto cerca de la villa» y las beatas llevaban hábito de la Tercera Orden de san Francisco. 11

Un modelo diferente de vida lo encontramos en el caso de Dominga Torres. Esta mujer vivió muchos años como ermitaña en una ermita de Masamagrell, pueblo cercano a Valencia. Posteriormente se trasladó a Valencia, donde ejerció de prelada de más de cincuenta beatas que profesaban la Tercera Orden de Santo Domingo. Pero estas beatas, todas ellas ejemplo de virtud, no vivían en comunidad, sino que cada una vivía en su casa. Tres de ellas, Nicolasa Calatayud, Leonor García y Juana Ponça cambiaron su estado de beatas por el de monjas y dieron inicio a la fundación del monasterio de monjas dominicas de Santa Catalina de Valencia en 1491. 12

La casi totalidad de beatas de las que disponemos de datos biográficos fueron mujeres que vivieron solas en sus casas. Cuando, en algún caso, vivían acompañadas era debido a la necesidad que por su edad tenían de asistencia, bien de una criada o de otra beata. Algunas vivieron algún tiempo en beaterios, pero los abandonaron porque no se sentían cómodas viviendo en comunidad o porque se las sacó de allí para que vivieran solas en una casa que se les habilitaba. Los ejemplos de Gerónima Dolz y de Margarita Agulló ejemplifican ambas situaciones. Hubo mujeres a las que se les propuso entrar en la vida conventual, pero se negaron a aceptarlo. Casi todas las mujeres estudiadas profesaron como beatas de alguna tercera orden religiosa y vistieron, por tanto, el hábito correspondiente. Pero resulta difícil discernir en qué momento de su vida realizaron su profesión de beatas, aunque a veces se alude que lo hacían al cumplir los treinta y dos años en el caso de las beatas franciscanas y de cuarenta años en el de las dominicas. No obstante, todas, antes de profesar, fueran casadas, viudas o doncellas, habían mostrado, algunas desde su más tierna infancia, una predisposición por vivir la vida religiosa de modo singular.

El análisis de las Reglas de las órdenes franciscana y dominica, aunque muestra la existencia de unas normas a las que debían sujetarse todos los que profesaban, hombres y mujeres, deja ver que ello no implicaba que así aconteciera en la realidad. 13 Y, en este sentido, los biógrafos de las beatas reparan poco en si las cumplían de modo estricto, fijando su atención en otras circunstancias vitales que posteriormente se analizarán.

Las condiciones para ser admitidas como beatas de la Tercera Orden eran similares en los franciscanos y los dominicos. Las mujeres pedían ser admitidas, y lo eran después de un «riguroso examen de su vida honesta, buena fama», y siempre que no hubieran sido herejes, sospechosas de herejía o infamadas. Este examen lo emitían el maestro o rector y la priora o ministra y era necesario el consentimiento de las beatas profesas de la congregación o comunidad del lugar donde residiera la futura beata. Si esta era casada, necesitaba licencia del marido. En este apartado, los franciscanos solo se referían a la mujer, mientras que los dominicos lo aplicaban por igual a hombres y mujeres y, además, no se conformaban con una autorización verbal, sino que era precisa una escritura pública hecha por un escribano o notario. En una y otra orden religiosa se requería que no se admitiera a ninguna mujer que no tuviera oficio o hacienda con la que sustentarse; si bien en la Regla de las beatas dominicas se añadió una cláusula más explícita a partir de 1592.

Ordenamos, según que ya otras vezes ha sido ordenado, y apretadamente prohibimos, a todos, y a qualesquier Prelados, so pena de absolución de sus oficios, la qual luego incurran, si contravinieren: no den de aquí adelante el ábito de la Tercera Orden a alguna muger, que no tenga quarenta años, buena fama, y honrados parientes, y suficientemente de que vivir, y sustentarse. Todo esto se entiende de las que viven en sus proprias casas. Assí fue confirmado en el Capítulo de Nápoles del año 1600 y en el de Roma de 1601. En el qual se añadió, de ahí adelante, no sean admitidas al ábito, que primero no se obliguen ha hazer voto solemne, siempre y quando en una casa, o monasterio aconteciere vivir juntas, y en comunidad, debaxo de clausura. 14

Ambas órdenes religiosas obligaban a las beatas a hacer testamento. Los dominicos, antes de que las mujeres vistieran el hábito de beata; los franciscanos daban un margen mayor de tiempo, hasta tres meses después de haber tomado el hábito, pero añadían, en consonancia con la vida de pobreza que propugnaban, que se les exigiera a las testadoras que no dejaran bienes a los conventos. Y respecto al hábito, cada una de las órdenes lo especificaba de modo claro. Los dominicos, hábito blanco, «del qual las mangas lleguen a las muñecas» y ceñido con correa de cuero, y manto negro. Los franciscanos, quizás para diferenciarse, pedían que el hábito no fuera ni del todo blanco ni del todo negro y que las capas fueran con mangas ajustadas.

La profesión de las beatas, tras su año de prueba o noviciado, era un acto revestido de solemnidad en el que participaban el Guardián o Superior y el resto de las beatas. Y en ambas órdenes se establecía que una vez se hubiera profesado, las beatas no podían salirse de la orden ni les era «lícito bolverse al siglo», pero sí podían, en cambio, pasarse a cualquier otra orden religiosa siempre que en esta estuvieran contemplados los tres votos solemnes de pobreza, castidad y obediencia.

Con pequeños matices diferenciados, las beatas franciscanas y dominicas estaban obligadas al rezo de las horas canónicas, a la asistencia a misa diaria y a determinados días de ayuno. En cuanto a la confesión y comunión, en un principio se estipularon unos pocos días al año, cuatro o cinco, pero posteriormente esta rigidez se fue relajando y ambas órdenes dejaron ambas cuestiones al arbitrio de los confesores. Y respecto a la forma de vida habitual de las beatas, en ambas órdenes se les prohibía la asistencia a convites, a juegos y danzas y a comedías profanas, especificando de modo más estricto los dominicos que las beatas no debían andar «vagamundas» por las ciudades, ni salir «por curiosidad de sus casas» ni andar solas, «particularmente las moças».

También estaba reglada la organización interna de las congregaciones o grupos de beatas. Los dominicos contemplaban la presencia de un maestro o vicario y de una priora elegida por este; por tanto, siempre existía una supeditación de las beatas a un superior, normalmente un fraile de la orden. La priora, además, podía nombrar a una subpriora para que le ayudara. Por su parte, en los franciscanos, la regla primitiva no aludía a la existencia de cargos, aunque sí se especificaba la sujeción de las beatas a los frailes de la orden; posteriormente, en los estatutos aprobados en 1686 se especificaban numerosos cargos como los de visitador, ministro, secretario, discretos, síndico, celadores, vicario del culto divino, enfermero, etc., pero no sabemos si estos eran iguales para las agrupaciones de beatos y de beatas.

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