La extracción sociológica ofrece diferentes matices en función de su carácter individual o comunitario. Así el gran peso específico del sector artesanal entre las beatas individuales y su inferioridad numérica en los beaterios, aunque cualitativamente esta adscripción social fue muy importante en sus orígenes. Hubo una evolución cronológica tendente a su aristocratización […] En líneas generales, la elevación sociológica coincidió con la transformación de las formas de vida hasta la especialización: vida activa –o, cuanto menos, abierta– y libre entre los sectores populares y tendencia al recogimiento parcial o pleno entre los aristocráticos en sintonía con procesos de cerrazón y control vocacional en la vida beata. 4
No obstante, siendo de origen social diverso, la adopción del estado de beata para las que eran de origen social más humilde les suponía un esfuerzo añadido, ya que tuvieron que compaginar el trabajo para la consecución de su sustento con una intensa vida espiritual, lo que conllevaba en numerosas ocasiones grandes dificultades. Quizás por ello algunas prefirieron vivir esta vida en comunidad con otras mujeres, otras trataron de compaginarla con el trabajo en sus casas o en labores asistenciales y no faltaron las que acabaron viviendo de las limosnas de sus vecinos, de los eclesiásticos o de algún bienhechor que decidía mantenerlas.
Beatriz Ana Ruiz, beata de Guardamar, era de origen humilde y, a pesar de casarse dos veces, al enviudar tuvo que dedicarse a lavar ropa ajena y a pedir limosna para sustentarse durante gran parte de su vida. Posteriormente, en el marco de una vida salpicada de escándalos, encontró la protección del secretario del Ayuntamiento de Guardamar, Miguel Pujalte, quien, a pesar de estar casado y de tener hijos, no dudó en ayudarla económicamente. Cuando Pujalte enviudó y accedió al sacerdocio se llevó a la beata y a sus hijos a vivir con él. 5
Otras beatas, ante las dificultades económicas por las que pasaban, encontraron protectores que les facilitaron sus confesores o maestros espirituales. 6 Así, la duquesa de Feria, mientras el duque ejerció como virrey de Valencia, protegió a la beata Inés Juana García. Don Francisco Calderón, padre de don Rodrigo Calderón, ministro de la monarquía, ayudó económicamente a Elena Martínez por intercesión del descalzo fray Antonio Sobrino. Isabel de la Paz, beata de Murcia, tuvo como bienhechor a Gregorio Villanueva, etc. Pero la mayoría de las beatas compaginó su vida espiritual con el trabajo. Así, las hermanas Isabel y Ana de Medina, a pesar de que su casa «era de las bien puestas, y acomodadas que había en Villena», ayudaban a sus padres tejiendo en los telares de su casa. Elena Martínez y Gerónima Dolz trabajaron muchos años de criadas. En cambio, Inés Juana García fue obligada a trabajar por su madre hasta que se le lisiaron las manos «de coger seda». Incluso cuando su madre la pillaba descuidando su trabajo y dedicándose a la oración, «la castigava muy ásperamente, dándole con un palo». 7 Algunas beatas, o por su extrema pobreza o por la necesidad que sentían de mortificarse, no dudaban en recurrir a modos excepcionales de vida. Así, la beata María de Jesús comía «hojas de verças o las cortezas de melón que se hallava por los muladares». 8
Gerónima Dolz, una de las beatas valencianas más conocidas y que fue protagonista de una extensa biografía sobre su vida, 9 nació en un pequeño lugar, Mascarell, y no conoció a sus padres, siendo adoptada por una familia de labradores pobres de Olocau. Sirvió de criada desde los nueve a los treinta años. Después, vivió un tiempo con otras mujeres trabajando con sus manos, e ingresó en el beaterio franciscano de la calle Renglons de Valencia, donde pasó algunos años hasta que, debido al influjo de los jesuitas, se trasladó a vivir a una pequeña casa con una compañera. Pasó sus días visitando iglesias en Valencia y trabajando en las labores de coser y bordar, incluso tuvo en su casa a un grupo de niñas a las que les enseñaba estas labores. Se alimentaba de lo que ganaba y de la ayuda en forma de comida y de limosnas que le facilitaban los jesuitas del Colegio de la Compañía. 10
Esperanza Ximeno nació en Valencia. Durante parte de su vida trabajó «con la labor de sus manos» y con ello se procuraba su sustento. Posteriormente, el arzobispo Juan de Ribera, conociendo su voluntad de asistir a los pobres y a los enfermos, le encargó que se ocupara de las seis camas que él mantenía en el Hospital General de Valencia. Ella aceptó el encargo y durante veinte años se dedicó a este trabajo con el beneplácito del arzobispo y fue ejemplo para muchos, pues hasta «los señores, las damas, y cavalleros, y otra mucha gente» acudían a verla, quedando «muy edificados de ver la humildad, benignidad, solicitud, y asseo» con que trataba a los enfermos. Murió en el propio hospital tras una penosa enfermedad en 1615.
Elena Martínez nació en Beamud. A los cuatro o cinco años un tío de ella la trajo a Valencia, donde trabajó de criada durante muchos años. Al morir los señores a los que servía se vio forzada a trabajar haciendo labores y cosiendo. Su situación económica se agravó al trasladarse su padre a vivir con ella. Entonces fue cuando durante algunos años vivió de la ayuda que le prestaba su bienhechor don Francisco Calderón. Pero al fallecer este pasó grandes necesidades, viéndose obligada a veces a acudir al convento de San Juan de la Ribera, de los franciscanos descalzos, a pedir limosna a los frailes, «porque lo que con su trabajo ganava, no era suficiente para sustentarse a sí, y a su padre». El resto de sus días los pasó viviendo de las limosnas de la gente y de la ayuda que le prestaba otra beata, la hermana Praxedis. Murió el 25 de abril de 1644.
Pero también hubo beatas que dispusieron de rentas y que no tuvieron que recurrir al trabajo para subsistir.
Isabel Juan, beata de Oliva, pertenecía a una de las familias más ricas del pueblo. Se casó ya mayor y enviudó tres años después. Tenía a su cargo una hija que murió a los diez o doce años de una pedrada fortuita. Isabel, rota por la desesperación, decidió entonces repartir su hacienda entre los pobres, pero se reservó parte de ella para poder vivir. Después se trasladó a Gandía, donde se compró una casa y vivió el resto de su vida de sus bienes. A su muerte, legó la casa a los frailes franciscanos descalzos del convento de San Roque de Gandía para que se la transmitieran a otra beata. Isabel murió en 1643, a los ochenta y seis años.
María de Rosales nació en Loja en 1604. Pertenecía a una familia de la nobleza, pues estaban emparentados con los Valverde y los Vélez. No necesitó trabajar para poder vivir y lo que hizo fue habilitarse una zona de la casa familiar para dedicarse a la espiritualidad. Murió cuando tenía cuarenta y un años.
Gerónima Aparicio nació en Almansa y se casó con Juan de Alarcón formando una familia que disponía de numerosos bienes. Al enviudar y hacerse beata quiso desprenderse de todos ellos, pero los frailes del convento de Almansa la convencieron para que se reservara una parte de la hacienda para «passar según la calidad, y decencia de su persona», y que el resto «lo distribuyesse a sus hijos, pues con ello podían quedar muy acomodados». Gerónima disponía incluso de una criada para su servicio y, a pesar de las frecuentes limosnas que distribuía entre los pobres, no tuvo nunca necesidad de trabajar y pudo vivir de sus bienes hasta su muerte en 1612.
Josefa Ripoll nació en Elche y se casó por decisión de sus padres con un letrado, con el que convivió durante el tiempo que duró su matrimonio como un hermano, en absoluta continencia sexual. En un principio, disponían de bienes suficientes para que ella no tuviera que trabajar, pero posteriormente se arruinaron y vivieron de la ayuda que les prestaban sus familiares. Muerto el marido, un hermano de Josefa se trasladó a Valencia y ella se vino con él. Ambos pasaron grandes estrecheces, teniendo incluso su hermano que pedir limosna para subsistir. A pesar de esto, Josefa Ripoll mantenía en Valencia a una criada. Murió el 7 de febrero de 1640.
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