Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Avanzaron cerca de una hora bajo un calor aplastante sin cruzarse con el más mínimo animal. El Ranger conducía con seguridad, en silencio. A Epkeen tampoco le apetecía hablar. Con los prismáticos en la mano, espiaba las crestas y los escasos árboles perdidos en el océano de arena. Cielo azulón, tierra escarlata, y ni un alma en esas tierras desoladas. El termómetro del jeep indicaba cuarenta y siete grados. El calor borraba los relieves, bailaba en volutas turbias en la lente de los prismáticos. Espejismos en suspensión…

– La pista ya no queda lejos -anunció Roy con voz neutra.

El jeep brincaba sobre la arena blanda. Epkeen distinguió entonces una mancha negra, a su derecha; a unos doscientos metros más o menos, contra las faldas de una duna. Alertado, el namibio bifurcó enseguida. Los neumáticos patinaban en el desnivel; ante el riesgo de quedar atrapados en la arena, el guarda detuvo el vehículo al pie de la loma.

Una nube de polvo acre pasó delante del parabrisas. Epkeen cerró la puerta del jeep, sin apartar los ojos de su objetivo, una forma, un poco más arriba, medio tapada por la arena… Subió a lo alto de la duna, protegiéndose del viento seco y ardiente que le mordía la cara, y pronto aflojó el paso, jadeante. No había un hombre tumbado contra la duna, sino dos, uno al lado del otro, de cara al cielo… Brian recorrió los últimos pasos como un autómata. Ali y Terreblanche descansaban sobre la arena, con la ropa hecha jirones, irreconocibles. El sol había reducido sus cadáveres a dos cepas consumidas, dos esqueletos raquíticos que el desierto había devorado… El sol se los había bebido; los había vaciado. Brian se tragó la saliva que ya no tenía. La muerte se remontaba a varios días ya. Los huesos sobresalían sobre sus rostros resecos, el de Terreblanche se había vuelto negro, su piel era una hoja seca que se resquebrajaba al tacto, y tenía una sonrisa espantosa sobre los labios arrugados… Se habían cocido. Hasta sus huesos parecían haber empequeñecido.

Epkeen se inclinó sobre su amigo y se tambaleó un instante bajo el calor abrasador: Ali todavía mantenía a su presa esposada, a dos kilómetros apenas de la pista…

12

No vendría mucha gente a recibir los restos mortales de Ali.

Brian no tenía el teléfono de Maia -ni siquiera sabía cómo se llamaba-, Zina se había marchado de la ciudad sin dejar una dirección, y Ali no tenía más familia. Su cuerpo llegaba de Windhoek, por avión especial. Epkeen se encargaría del traslado al país zulú, junto a sus padres y sus antepasados, que, tal vez, lo estuvieran esperando en alguna parte…

La búsqueda en tierras namibias se había saldado con un fracaso. Neuman sólo había dejado muertos tras de sí, ninguna prueba de la más mínima complicidad entre la industria farmacéutica y las mafias del país. Krugë había evitado un incidente diplomático, y nadie quería publicidad sobre el caso. Los cuerpos de Terreblanche y de sus hombres quedaron a disposición de las autoridades namibias que, por intereses recíprocos, no abrirían ninguna investigación… Por sentimiento de culpa, por repulsa, Epkeen había entregado la placa y todo lo que la acompañaba. Se había pasado toda su vida adulta buscando cadáveres, Ali era la gota que colmaba el vaso.

Estaba harto. Entregaba el testigo. A partir de ahora se ocuparía de los vivos. Empezando por David. Al volver de Java, el hijo pródigo había abierto el correo y lo había llamado por teléfono…

Corrupción, complicidad, Terreblanche y sus comanditarios gozaban de protección en todos los niveles de la sociedad, y ésta alcanzaba hasta las líneas de comunicación de la policía, que no eran seguras: Epkeen había echado al correo una de las dos memorias USB antes de ir a casa de Rick, aquella noche, con su nombre escrito en el sobre como única explicación. No había hablado bajo tortura. Nadie conocía la existencia de esos documentos. David tendría tiempo de seguir la pista, blindar su investigación y, sobre todo, elegir sus aliados. Un bautismo de fuego, que tal vez los reconciliaría…

Brian no tuvo que cruzar el jardín, Claire salió la primera de la casa. Corrió hasta él y se refugió en sus brazos.

– Lo siento… Lo siento…

Claire se agarró a él como si fuera a escaparse. Quería decirle que había sido injusta con ellos, hacía días que lo pensaba. Tenía que hablar con ellos, pero la muerte de Dan la había dejado sin voz, con el corazón cosido: ahora era demasiado tarde… Demasiado tarde… Brian le acariciaba la nuca mientras lloraba. Sintió la pelusilla rubia que empezaba a crecer por debajo de la peluca y la abrazó fuerte a su vez. El también temblaba: ya sólo quedaban ellos dos…

Levantó la cabeza de la joven y le secó las lágrimas con el dedo.

– Vamos…

El sol se ponía despacio en el Veld junto a la pista del pequeño aeródromo. Claire tampoco decía nada. Esperaba, como él, una señal del cielo. Las hierbas dobladas por el viento se teñían de esmeralda, algunas nubes rosa se dilataban en el horizonte, pero no se veía ninguna señal. Brian pensaba en su amistad, en sus silencios, en el pudor que mostraba siempre Ali ante las mujeres, en la mirada triste que tenía cuando se lo sorprendía solo… Fuera lo que fuera lo que había ocurrido, Ali había muerto con sus secretos.

Epkeen aguzó el oído. Las finas alas de una avioneta aparecieron en el horizonte, un punto plateado en el crepúsculo. Claire se apartó el mechón que bailaba sobre su mejilla.

– Aquí está -dijo bajito.

El ruido de las hélices se acercó, más sordo. Aguardaban junto a la pista cuando se oyó una voz:

– Brian…

Se volvió y vio a Ruby en la pista. Llevaba un vaquero negro ceñido, el pelo corto y tenía una gran herida en el antebrazo. No se habían vuelto a ver desde el hospital… Saludó a Claire con un gesto y avanzó tímidamente:

– Me he enterado por David… De lo de Ali…

Sus ojos eran del color del Veld, pero algo se había roto por dentro. Brian no preguntó el qué. Alzaron la cabeza al cielo que, como Ali, no terminaba de desaparecer. El bimotor había iniciado el descenso y se preparó para aterrizar. Ruby tomó la mano de Brian y ya no la soltó. Le sentaba bien el pelo corto. El vaquero negro también… Brian sintió una violenta oleada de ternura que no tardó en invadirlo por completo. Ruby temblaba en su mano, pero la pesadilla había terminado: no se iba a morir. Todavía no. La protegería de los virus, de los demás, del tiempo… Le contaría lo de Maria… Se lo explicaría… Todo… Le…

– Ayúdame, Brian…

AGRADECIMIENTOS

El autor quiere hacer llegar su sincero agradecimiento a sus exploradores, Alice, Aurel y Zouf, así como a Corinne, «la Noir'rode», por los aspectos científicos evocados en este libro.

Gracias también a Christiane, por la gimnasia en África austral.

Caryl Férey

1Látigo 2Grandes barrios de chabolas o casas bajas construidos en la - фото 2
***
1Látigo 2Grandes barrios de chabolas o casas bajas construidos en la - фото 3

[1]Látigo.

[2]Grandes barrios de chabolas o casas bajas construidos en la periferia de las ciudades. (N.de la T.)

[3]Enclave «reservado» a los negros en los tiempos del apartheid.

[4]Bass: de boss, jefe.

[5]Casitas de ladrillo pensadas para ir ampliándolas al cabo del tiempo.

[6]Miembros de las mafias de los townships.

[7]Los xhosa son uno de los principales grupos étnicos de Sudáfrica. A él pertenece, por ejemplo, Nelson Mándela. (N. de la T.)

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