Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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– Ali me había hablado de un amigo -replicó ella-, no de una momia.

– ¿Le gusta mi vendaje?

Zina hizo una mueca al ver sus heridas.

– ¿Es de adorno?

– En realidad, me duele horrores.

La bailarina arqueó una ceja.

– Es usted bastante gracioso para ser blanco -le dijo bajo los focos.

– ¿Quiere que la invite a una copa?

– No.

De todas maneras, los clientes habían asaltado literalmente al camarero engominado. Zina se acodó a la barra húmeda.

– ¿Quería hablar conmigo?

– Ali no da noticias desde ayer -dijo Epkeen-. Lo estoy buscando. Es muy urgente, para serle sincero.

El sonido del bajo vibraba en los altavoces. El rostro de Zina no traducía la más mínima emoción.

– No parece sorprendida -observó Epkeen-. Antes de desaparecer fue a verla a usted, ¿verdad?…

Zina olvidó sus vendajes y se zambulló en sus ojos verde agua.

– Nos vimos, sí…

– ¿Para hablar sobre Terreblanche?

La bailarina asintió con la cabeza. Al afrikáner se le aceleró el pulso.

– Es importante -le dijo-. ¿Tiene usted alguna información sobre él?

Un velo de melancolía ensombreció el rostro de la bailarina.

– Sé que Terreblanche compró una granja en Namibia -dijo por fin-. Hace dos años, a través de una sociedad… Una antigua base de entrenamiento en pleno desierto del Namib. Eso parecía interesar a su amigo. No yo.

Epkeen no vio las perlas que surgieron en sus ojos. Namibia: al romper el contacto, Ali rompía también sus vínculos con la ley. Epkeen sintió un subidón de adrenalina. Apuntó los datos en su cajetilla de tabaco y se volvió hacia la africana escultural, que seguía acodada a la barra.

– ¿Hay alguna posibilidad de que nos volvamos a ver con vida? -le preguntó.

Zina sonrió en medio de la fauna nocturna.

– Lo siento, hermoso príncipe: a mí el que me gustaba era el rey zulú…

Una bonita sonrisa, como ella, hecha pedazos.

10

Un camión de ganado pasó rugiendo por las ventanillas del Mercedes. El del taller le había arreglado la luna trasera con cinta aislante negra, pero el sol le mordía a través de la ventana del conductor. Epkeen llevaba horas conduciendo por la N 7 en dirección norte, hacia la frontera con Namibia. Había atravesado el Veld, el país afrikáner, quinientos kilómetros de colinas amarillas y llanuras desérticas donde no crecía nada más que viñas, y alguna que otra granja arrojada ahí, en mitad de la nada, como un hombre al agua. La imagen de Ruby contaminada se le venía a la cabeza al ritmo de las líneas discontinuas sobre el asfalto; ¿y si la triterapia de urgencia no funcionaba?, ¿y si el virus mutante resistía al tratamiento de choque? Se volvía a ver en la habitación, temblando por ella, cuando Terreblanche la había apuntado con su arma, y luego inconsciente, tendido sobre su cuerpo ensangrentado…

Llegó a Springbok al alba, agotado.

Springbok era la última etapa antes de la frontera con Namibia; la edad de oro de la explotación minera había pasado, hoy en día ya no había más que hamburgueserías de rótulos chillones, iglesias, algunas tiendas especializadas en la caza del venado y una colección de piedras semipreciosas detrás de un escaparate, el orgullo de Joppie, el dueño del Café Lounge. Epkeen aparcó el Mercedes en la puerta del local, el único abierto a esa hora en la gran calle desierta.

Sonaba en sordina una melodía de bóeremusier [44] . Plantado detrás de su mostrador lleno de escudos y mecheros vacíos pegados a modo de decoración, Joppie hablaba en afrikaans con otro paleto de trescientas libras de peso, tan grácil y elegante como una vaca cagando. Cabezas de springbok y de órix, que lucían para siempre en sus rostros una expresión de soberana indiferencia, adornaban las paredes…

– ¿Qué hay? -masculló el dueño.

Hasta su voz llevaba camisa de cuadros. Epkeen le pidió en inglés un café y se instaló en la terraza que daba a la calle principal. Se tomó una taza de agua caliente negruzca y esperó hasta que la armería abriera sus puertas para comprar un fusil de caza y una caja de cartuchos.

El vendedor no le puso pegas al ver su placa de oficial de policía.

– ¿Se ha peleado con un springbok? -bromeó el tipo, mirando de reojo sus heridas.

– Sí, una hembra.

– Ja, ja!

Un tropel de rubias embutidas en vestidos de volantes salía de la iglesia cuando Epkeen guardaba el fusil en el maletero. El café se le había puesto de pie en el estómago, como el ambiente de aquella ciudad perdida. Reanudó su viaje, saludando a las gruesas majorettes con una nube de polvo.

La frontera con Namibia estaba a unos sesenta kilómetros de allí. Brian detuvo el Mercedes delante de las casetas que hacían las veces de puesto fronterizo y estiró sus músculos maltratados por la carretera.

En verano, cuando el sol lo quemaba todo, no había muchos turistas. Dejó a una pareja de ancianos alemanes vestidos como para un safari ante el mostrador de inmigración, presentó su solicitud a la constable que se ocupaba de estampar sellos y consultó el registro de entradas: Neuman había cruzado la frontera dos días antes, a las siete de la tarde…

Trozos de neumáticos reventados, algún coche hecho polvo, un camión cruzado en medio de la carretera, un cuerpo bajo una manta, la Bl que atravesaba Namibia era una carretera especialmente peligrosa pese a las obras que se habían realizado los últimos años. Epkeen llenó el depósito y el radiador en la estación de servicio de Grünau, se comió un bocadillo a la sombra del mediodía y compartió un cigarrillo con los vendedores de mangos que dormitaban bajo sus sombreros de tela. La temperatura aumentaba conforme uno se adentraba por el desierto rojo. Las ovejas se habían refugiado bajo los escasos árboles, y los camioneros dormían la siesta bajo los ejes de sus vehículos. Llamó a Neuman por quinta vez aquella mañana: seguía sin haber cobertura.

– Pero qué coño haces, joder…

Brian hablaba solo. Los hombres solos siempre hablan demasiado, o no abren la boca… Una réplica de película. O de un libro. Ya no sabía… Dejó a los vendedores de la aldea de chozas de piedra que bordeaba la nacional y siguió su camino hacia Mariental, cuatrocientos kilómetros de línea recta a través de las mesetas peladas por el viento.

Poca gente vivía en el horno namibio: descendientes de alemanes que habían aniquilado a las tribus herero al principio del siglo pasado y que hoy en día trabajaban en el comercio o la hostelería, y algunas tribus nómadas, los Khoi Khoi. Lo demás pertenecía a la naturaleza. El Mercedes cruzó las áridas llanuras bajo un sol incandescente.

Según la información de la antigua militante del Inkatha, Terreblanche había establecido su base en una reserva junto a las dunas de Sesriem: no llegaría antes del anochecer… Una vieja locomotora que tiraba de unos vagones destartalados escupió su humo negro a la salida de Keepmanshoop, antes de desaparecer entre las rocas. Los kilómetros desfilaban, espejismo permanente bajo los vapores del asfalto. Brian tenía la garganta seca pese a los litros de agua que había bebido, y sentía los ojos como si se los hubiera secado con un secador eléctrico. La policía de la frontera tenía su descripción, Krugë podría reprocharle haber actuado sin autorización, pero le traía sin cuidado. El Mercedes, lanzado a todo gas, de momento aguantaba el tirón. Después de conducir kilómetros y kilómetros en un horno, Epkeen abandonó la nacional birriosa y tomó la pista de Sesriem.

Ya no se cruzó más que con springboks poco hostiles que descansaban a la sombra de arbolillos enclenques, un gran kudú que escapó corriendo al verlo acercarse y un niño en bicicleta que llevaba una botella de agua hirviendo en la cesta. Llegó a las puertas del Namib con las primeras luces del crepúsculo.

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