– Lo han borrado todo, lo sabe muy bien -replicó Brian desde su montón de almohadas-. Lo mismo hicieron con la casa de Muizenberg. La cuenta en el extranjero es…
– Información obtenida de manera ilegal -lo interrumpió Krugë-. La agente Helms nos lo ha contado todo sobre su manera de proceder.
El rostro de Epkeen palideció un poco más bajo la luz artificial. Janet Helms los había traicionado. Los había dejado en la estacada cuando estaban a punto de alcanzar su objetivo. Se habían dejado engañar por sus putos ojos de foca…
– Terreblanche y Rossow participaron en el Project Coast del doctor Basson -repitió el afrikáner sin perder la calma-. Terreblanche tenía las aptitudes y la logística necesarias para organizar una operación de esa envergadura. Covence les ofrece una tapadera legal: sólo hay que interrogar a Rossow.
– ¿Usted qué se cree, teniente? ¿Qué va a atacar a una multinacional petroquímica con eso? Terreblanche, Rossow o Debeer no figuran en ninguno de nuestros ficheros. Nada corrobora lo que usted insinúa… -Krugë se lo quedó mirando fijamente, como un conejo entre los faros de un coche-. ¿Sabe lo que va a ocurrir, Epkeen? Que lo atacarán a usted con un regimiento de abogados. Encontrarán cosas sobre usted, sus costumbres disolutas, su hijo, que ya no quiere ni verlo, y sus peleas con su ex, cuya separación no ha digerido todavía. Lo acusarán de haber asesinado a Rick Van der Verskuizen.
– ¿Qué?
– Nos habría encantado escuchar la confesión del dentista -reconoció Krugë-: por desgracia, lo encontraron muerto en su salón, de un tiro en la nuca disparado con su arma de servicio.
– ¡¿Qué quiere decir?! Nos secuestraron y a mí me torturaron para que revelara lo que sabía tras mi visita a la agencia de Hout Bay, antes de inyectarnos droga suficiente para dejar grogui a un búfalo. La porquería que tengo en la sangre, el cadáver de Debeer, las pruebas contenidas en el maletín, ¿tampoco cuenta todo eso?
Krugë no daba su brazo a torcer:
– El arma que mató al dentista fue encontrada en la habitación con sus huellas: lo van a acusar de esa muerte. Eso desacreditará su testimonio y el de su ex, a la que pintarán como a una loca furiosa de humor caprichoso capaz de todo para castigar a un hombre adúltero, incluso de aliarse con su mayor enemigo…
Dirán que se volvió usted adicto a esa famosa droga -prosiguió-, que quiso vengarse y liquidó al camello, a Debeer, en un arrebato de violencia extrema…
– Todo es una puesta en escena -se irritó Epkeen-, eso lo sabe usted también.
– Demuéstrelo.
– ¡Pero bueno, eso es ridículo!
– No más que esa historia suya de complot industrial -dijo el jefe de policía, hundiendo el dedo en la llaga-. Después de lo que ocurrió durante el apartheid, debería saber que Sudáfrica es el país más vigilado en materia de investigaciones médicas, en especial en todo lo que tiene que ver con experimentos sobre cobayas humanos. Tendrá que convencer a los jurados de sus alegaciones… Provocó una matanza de tres pares de narices en esa casa -añadió, con una mirada torva-. Y las fotos tomadas en la habitación donde los encontraron no dicen mucho en su favor…
– ¿Qué fotos?
Una chispa de recelo animó un momento sus ojos inexpresivos.
– No ha visto en qué estado dejó a su ex mujer -dijo-. Las manos atadas a la espalda, su sangre por todo su cuerpo, su ropa hecha jirones, arañazos, golpes, agresiones sexuales… Eso ya no es amor, Epkeen, eso es rabia… Cuando lo encontraron, daba vueltas alrededor de la cama, como un animal salvaje.
Sintió un escalofrío en la espalda. Un león. Un puto león que defendía su territorio…
– No he violado a mi mujer -dijo.
– Sin embargo es su piel lo que se encontró bajo sus uñas, Epkeen: ese detalle será decisivo ante un jurado…
Brian se tambaleó un instante sobre la cama de hospital y recuperó el equilibrio agarrándose al vacío: la droga, las ratas del forense, la última fase, la de la agresión…
– Nos drogaron -protestó en voz baja-. Lo sabe tan bien como yo.
– Sus huellas están en la jeringuilla.
– Porque querían cargarme el muerto. Joder, Debeer tenía guantes de látex cuando lo encontraron, ¿no?
– Eso no explica nada. Eso al menos es lo que defenderán ante un tribunal… Pase lo que pase, lo que pueda decir sobre una complicidad entre un supuesto laboratorio fantasma y un grupo paramilitar dirigido por un antiguo coronel del ejército podrán volverlo contra usted: su visita nocturna a la agencia de Hout Bay, aparte del hecho de que de ella no queda ningún documento, de todas formas se declarará nula por vicio de forma.
– Todo está en la memoria USB.
Krugë abrió las manos en señal de buena fe:
– Pues enséñemela, estoy deseando verla…
Brian sentía un sabor infecto en la boca y estaba mareado. Ruby, Terreblanche, Debeer, las inyecciones, la desaparición de Ali, la información, todo se agolpaba en su cabeza, y el mono se anunciaba espantoso… Escrutó el rostro fofo del superintendente, que seguía impasible al otro lado de la cama.
– ¿Está usted implicado, Krugë?
– Atribuiré su comentario a su estado de confusión mental -rugió el jefe de la SAP -, pero tenga cuidado con lo que dice, teniente… Mi única intención es advertirle: la industria petroquímica es uno de los lobbys más poderosos de este maldito planeta.
– Y uno de los más corruptos también.
– Mire -dijo, en un tono más conciliador-: lo crea o no, estoy de su parte. Pero vamos a necesitar argumentos muy sólidos para convencer al procurador de que inicie un proceso judicial, registros… También habrá que desmontar una a una todas las acusaciones que puedan dirigir contra usted, y no tenemos más que su palabra.
Estupefacto, Epkeen escuchaba al jefe de la policía.
– ¿Y mis ojos? -le espetó con hostilidad-. ¿Me los he quemado porque sí, por gusto?
– Solicitarán exámenes psiquiátricos y…
Brian levantó la mano como quien tira la toalla. Había vuelto a la vida demasiado tarde. La situación era absurda. No habían pasado por toda esa mierda para acabar ahí, en una cama de hospital.
– No voy a iniciar ningún proceso contra usted -anunció Krugë para poner fin a la conversación-: no por el momento. Pero le aconsejo que se mantenga a raya hasta que hayamos aclarado todo esto. De todas maneras, está retirado del caso. Gulethu asesinó a las muchachas: ésa es la versión oficial. Nadie maneja los hilos de un complejo industrial mafioso: no hay más que un fiasco lamentable y mi cabeza en el tajo. El caso está cerrado -insistió-, y le ruego que lo considere así. Eso sin mencionar que anoche se cometió un nuevo crimen: Van Vost, uno de los principales financiadores del Partido Nacional, ha sido víctima, según parece, de una prostituta negra…
– ¿Dónde está Ruby? -lo interrumpió Epkeen.
– En la habitación de al lado -contestó el grueso policía con un gesto de cabeza-. Pero no cuente demasiado con su testimonio.
– ¿Por qué, es que también le ha cortado la lengua a ella?
– No me gusta su sentido del humor, teniente Epkeen.
– Pues hace mal, no vea lo que se divierte uno después de una sesión de tortura.
– Se extralimitó y actuó de manera inconsiderada -se irritó Krugë-. Lo hablaré con Neuman en cuanto aparezca y aplicaré las medidas pertinentes.
– Enterrar el caso, ¿a eso se refiere? ¿Tiene miedo por su puto Mundial de Fútbol?
– Vuelva a su casa -rugió Krugë-, y quédese ahí hasta nueva orden. ¿Entendido?
Epkeen asintió. Mensaje recibido. Destino a ninguna parte.
El jefe de la policía salió de la habitación dejando la puerta abierta. Masculló unas palabras inaudibles en el pasillo y se alejó. Janet Helms no tardó en aparecer. Llevaba su uniforme ceñido y una bolsa de plástico en la mano.
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