Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Él bajó los ojos. Vio sus pies desnudos sobre la roca escarpada, el dibujo de sus tobillos, sus piernas y su vestido, que bailaba al viento…

– Lo siento…

Y Ali murió allí mismo, en medio de los pingüinos.

8

Los animales salían al caer la noche. Una pareja de órix pasó por la llanura, en busca de hojas tiernas que hubieran crecido con la última lluvia.

– ¿Qué coño hacen ahí esos idiotas? -rezongó Mzala desde la terraza de la granja.

El tsotsi estaba nervioso. Se la traían floja los animales, la arena y el desierto. Mzala sólo tenía unas cuantas ideas en la cabeza: dólares; Mozambique; jubilación anticipada; palacios y perras en celo.

– ¿Cuánto tiempo nos vamos a quedar aquí?

– El que haga falta -contestó el jefe-. Sería mejor que durmieras un poco…

El ex militar bebía roibos, cómodamente sentado en uno de los sillones de la terraza.

Mzala escrutó el desierto. Toda esa inmensidad lo deprimía. No tenía ganas de dormir. El speed, o más bien el miedo a despertarse con un cuchillo clavado en la espalda, lo mantenía despierto. Terreblanche odiaba a todo el que no se pusiera colorado al sol; el Gato había tomado ciertas precauciones que impedían que lo liquidara de inmediato, pero no cerraría los ojos hasta estar lejos de allí, con su dinero. Esa espera lo indisponía. Mzala no soportaba esperar. Aunque su estatus de jefe le otorgaba ciertos privilegios dentro de las fronteras del township, esa situación tocaba a su fin. La banda de los americanos había pasado a mejor vida, que descansaran en paz sus almas condenadas. Mzala había cumplido su parte del trato: había recogido los somníferos de la iglesia de Lengezi, de paso se había cargado a la otra putita que daba de comer a los cerdos y a la gruesa anciana que había aparecido de improviso y, para terminar, había quemado las lenguas con gasolina antes de seguir a los demás hasta la pista del aeródromo…

– ¿Qué le impide darme el resto de la pasta ahora mismo? -gruñó.

– Ya hemos hablado de eso -peroró Terreblanche-. Ahora las fronteras seguramente estarán vigiladas, y no me apetece que caigas en manos de la policía… Te irás al extranjero cuando no haya peligro.

No era verdad: podía desplazarse de un país a otro sin exponerse a dar con un funcionario puntilloso, pero el cabecilla de los americanos era un animal que, nada más embolsarse el dinero, se lo puliría en coches de lujo, joyas de oro y tías buenas para fardar. El disco duro estaba en lugar seguro, en manos de sus comanditarios, su fortuna y la de su hijo, aseguradas, pero la policía seguía alerta. Joost se haría el muerto hasta que el asunto se olvidara. Sólo entonces se reuniría con Ross en Australia. El dinero lo compraba todo. El dinero lo redimía todo…

– Eso no era lo acordado -se empecinó Mzala-: lo acordad era que una vez terminada la operación yo me largaría con mi parte.

– Nadie se marchará de aquí sin mi consentimiento.

– ¿Qué es eso?

– Sin que yo esté de acuerdo.

– Nuestro acuerdo era la pasta. Un millón. En metálico. ¿Dónde están mis dólares?

– Tendrás que esperar, como todos los demás -zanjó Terreblanche-. Y no hay más que hablar.

Mzala hizo una mueca en la oscuridad. Se preguntaba si el caraluna tenía el dinero ahí, guardado en una caja fuerte, o en algún escondite absurdo… El Cessna que los había llevado allí por la mañana se había vuelto a marchar con el material; ahora estaban solos en medio de ese desierto que no conocía.

Un silencio de plomo reinaba en la terraza, apenas alterado por la brisa de la noche. Los pájaros nocturnos habían callado. Los órix también se habían marchado… Mzala iba a encerrarse en su habitación, con su arma al alcance de la mano, cuando se oyó un grito cerca del hangar.

***

Neuman apagó el motor del 4x4 al borde de la pista para recorrer a pie los últimos kilómetros. El peso del estuche que llevaba en la mano le hacía daño en las costillas; según su mapa de la región, la granja estaba situada detrás de las dunas de Sossusvlei, al oeste, lejos de las zonas turísticas…

La luna lo guió por la llanura desértica. Caminó un kilómetro siguiendo la cruz del sur, notando en los bolsillos de su traje polvoriento el peso de los cargadores. Las dunas se recortaban en la oscuridad. Por fin distinguió una luz a lo lejos y una valla que delimitaba la granja.

Un avestruz huyó al acercarse él, centinela asustada. Neuman arrojó el estuche al otro lado de la valla antes de franquearla él. Apretó los dientes y se introdujo en la propiedad privada: unas veinte hectáreas, según la información de Zina, hasta los contrafuertes de las dunas de Sesriem. Se dirigió hacia la luz trémula, se detuvo a medio camino y evaluó la topografía del lugar. Se echó el estuche al hombro y, tras varios minutos de esforzada subida, llegó a la cima de la duna más alta. Se veía la granja de Terreblanche bajo la luz de la luna y el edificio prefabricado a un lado, junto a los cercados.

Neuman dejó el estuche metálico sobre la arena. El fusil era de la marca Steyr, con mira láser zoom x 6 y estaba provisto de silenciador y tres cargadores de treinta balas de calibre 7,62. Un arma de francotirador. Lo montó cuidadosamente y comprobó el funcionamiento.

Se secó el sudor de la frente y se tumbó sobre la cresta lisa. La arena estaba tibia, casi fresca. Barrió el lugar con la mira de infrarrojos, localizó la granja, el anexo -sin duda sería un almacén-.

Había dos hombres en la terraza, que parecían hablar entre ellos, y dos 4x4 en el patio… El edificio prefabricado estaba un poco más lejos, a cincuenta metros. Un guardia patrullaba, con un fusil ametralladora en bandolera. Otro fumaba en el camino que llevaba a la pista principal. Neuman lo enfocó con la mira y lo abatió de un tiro en la espalda. El hombre cayó de bruces contra el suelo. Dirigió el fusil hacia el patio y encontró al segundo hombre: el blanco bailó un momento en la mira antes de pivotar bruscamente bajo el impacto.

El tirador dejó de contener la respiración. No había señal alguna de agitación alrededor de los edificios: se aseguró de que los centinelas habían muerto en el acto y enfocó la terraza. Le pareció reconocer la silueta de Mzala junto a la columna cuando dos hombres salieron del almacén anexo: dos tipos con el cráneo rapado que transportaban unas cajas. Neuman siguió su movimiento -se dirigían a los 4x4- y apretó el gatillo. Mató al primero de una bala en la garganta y al segundo justo cuando se volvía hacia su compañero.

Un tercer hombre salió entonces de la granja: vio los cuerpos abatidos y desenfundó el revólver que llevaba en el cinturón. Neuman alcanzó a su objetivo en el hombro izquierdo antes de que una segunda bala lo lanzara despedido contra la puerta… Soltó un taco desde lo alto de la duna: al tipo le había dado tiempo a avisar a los demás.

Neuman dirigió el fusil hacia la terraza, pero las dos siluetas se habían refugiado en el interior de la casa. Un hombre en camiseta surgió del edificio prefabricado, con un arma en la mano: su cabeza saltó en pedazos. Sin duda en ese barracón dormían los hombres de Terreblanche. Se despertarían todos y organizarían el contraataque… Neuman apuntó a las paredes, cerca de las ventanas de la casa y, metódicamente, vació el cargador. Un tiroteo ciego que sembró el pánico al atravesar las paredes. Oyó gritos y el tableteo de las primeras ráfagas que rasgaban el silencio de la noche. Cogió el segundo cargador, que había dejado sobre la arena, lo metió en la recámara y disparó uno a uno treinta nuevos proyectiles: pronto el dormitorio de la tropa quedó como un colador. Un tipo trató de escapar, pero Neuman frenó su huida en seco de una bala en el plexo. Los supervivientes se mantenían ocultos en el interior.

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