– Ponles una primera inyección de cuatro centímetros cúbicos: deja que actúe el producto antes de pasar a la segunda… Estarán inconscientes y no opondrán ninguna resistencia.
Debeer asintió mientras su jefe borraba sus huellas del arma del policía.
– Después, matarás a la chica con esta arma -dijo, dejando el revólver sobre el secreter. No te olvides de los guantes, ni de dejar las huellas del poli en la pipa. Tiene que parecer un asesinato en un arrebato de locura, seguido de una sobredosis, ¿entendido?
– Afirmativo.
Debeer era el encargado de los trabajos sucios. No le gustaba especialmente, pero bastaba con no pensar en ello. El jefe dejó un maletín de cuero en el suelo: dentro había un torniquete, jeringuillas, droga, el mango de una azada…
– Viola a la chica antes de matarla -precisó-. Es importante para la autopsia… Luego te reúnes conmigo como hemos convenido.
Ruby se acurrucó en la cama, con los ojos fuera de las órbitas.
– Nadie creerá que se trate de un asesinato -dijo Epkeen desde la pared-: todo el mundo sabe que nos queremos con locura.
– ¡Sí! -aseguró Ruby.
Terreblanche no se dignó siquiera mirarlos:
– Ejecuta el plan.
La primera inyección fue como un trueno en un cielo ya negro. Epkeen sintió subir el calor hasta sus mejillas, propagarse en un espasmo a todos sus músculos y correr por sus dedos. La sensación de fuego era intensa, aunque más sutil que con las corrientes eléctricas de antes: pasó del dolor a la insensibilidad, se quedó a medio camino entre la indiferencia y la dinamita, evitando por poco la implosión. Por fin, una vez encajado el primer golpe, llegó el milagro: la colada de lava que arrastraba sus venas, los fragmentos de cristal clavados en su cabeza, en sus riñones, ya no sentía nada. La Tierra pulverizada bajo sus pies, el olor a piel y el fuego del incendio lo arrasaban todo desde el suelo hasta el techo. Un largo desgarro lo tumbó, como una llanura bajo la luna.
– ¡No me toques!
La voz surgió de ninguna parte. Brian abrió unos ojos hinchados.
– ¡No me toques, joder! -repitió la voz.
Epkeen se estremeció: Ruby estaba ahí, muy cerca de él. Sentía su aliento en la boca.
– ¡Pero… si no te estoy tocando! -protestó.
Miró a su alrededor y no vio más que una pesadilla: por Dios santo, sí, sí que la estaba tocando… Sin embargo no era él: esas manos, esos dedos… Ruby estaba ahí, a escasos centímetros. La sangre manaba de sus heridas, formaba manchas en su rostro, y él estaba tendido sobre ella, en otra parte… El deseo había huido del amor, desaparecido del infinito: vio sin creerlo cosas que no existían, Ruby tendida debajo de él con las piernas abiertas, los ojos le daban vueltas por efecto de la droga, las convulsiones, los dibujos de la colcha con estampado de piel de cebra, y siempre ese aliento femenino, en su cuello… Lo recordó todo de golpe: el sótano, su intento de escapar y la primera inyección.
Epkeen rodó sobre la cama y se dejó caer sobre el parqué de la habitación.
Los guardias habían acudido nada más romper el cristal, pero le había dado tiempo a meter uno de los pedazos debajo de la cama: buscó en las esquinas pero sólo vio oscuridad entre las estrellas. Por fin distinguió un tenue resplandor junto al rodapié. El trozo de cristal… Se dio la vuelta en el suelo y, con la punta del pie, lo acercó hasta él.
Unos pasos pesados se acercaban por el corredor. La llave giró en la cerradura. Epkeen se contorsionó y cerró los ojos en el momento en que la puerta se abría.
Debeer entró en la habitación. Llevaban media hora inconscientes. Avanzó hacia la cama y depositó el maletín junto a la chica. El poli también estaba letárgico, tendido en el suelo… El gordo se puso un par de guantes de látex y preparó sus utensilios; cuanto antes terminara ahí, antes podría irse al aeródromo. Empezó por arrancar lo que quedaba del vestido, reventó la goma del tanga y lo arrojó por los aires. Hecho esto, cubrió con un condón el extremo del mango de la azada y le abrió las piernas a la chica. Bastaba no pensar en ello.
– Enséñame el culo, putita…
Desde el suelo, Epkeen veía al afrikáner en la cama, de espaldas a él. Ruby ya no reaccionaba. Trató de cortar sus ataduras, pero la droga lo había dejado rígido, tenía los dedos entumecidos, casi insensible, quién sabe si no se estaría cortando las venas… Un tanga roto aterrizó sobre el parqué. Brian sentía calambres a fuerza de lacerar la cinta adhesiva, tenía mil pequeños cortes en los dedos, pero no conseguía nada. Debeer rumiaba insultos en afrikaans cuando, de pronto, sus manos se liberaron. Epkeen vaciló un segundo y se dio cuenta de que apenas podía moverse. Su cerebro enviaba órdenes que no producían ningún efecto. Vio a Ruby en la cama, la pierna que Debeer se había echado sobre el hombro para maniobrar mejor. La sensación de pesadez que lo mantenía clavado en el suelo desapareció durante una fracción de segundo: se lanzó sobre el gordo, echando espuma por la boca, de amor y de rabia. Una química mortal: el trozo de cristal se hundió en la garganta de Debeer, seccionándole la carótida.
La luna se difuminaba lentamente en el cielo. Neuman estaba definiendo el plan de ataque que más tarde pensaba presentarle al jefe de la SAP cuando recibió una llamada de Myriam. La joven enfermera había pasado delante de la casa de Josephina temprano aquella mañana, antes de empezar su turno en el dispensario: sorprendida al ver las persianas abiertas, Myriam había llamado a la puerta, sin obtener respuesta. Preocupada, había despertado a las amigas de la anciana. Una de ellas afirmaba que Josephina tenía una cita el día anterior por la tarde en la iglesia de Lengezi, en la frontera con Khayelitsha, con una tal Sonia Parker, la asistenta del pastor, por un tema de niños de la calle.
Neuman palideció.
Parker.
Pamela, la mestiza encontrada muerta en el sótano, tenía el mismo apellido…
Ali le dio las gracias al ángel de la guarda de su madre antes de consultar los ficheros de la SAP. No tardó en encontrar lo que buscaba: «Pamela Parker, nacida el 28/11/1978. Padres fallecidos. Una hermana, Sonia, domicilio desconocido…».
Neuman se llenó los bolsillos de balas y abandonó la comisaría desierta.
La zona arenosa que bordeaba Legenzi se extendía hasta el mar. Periódicos viejos, trozos de plástico, telas de saco, placas de chapa ondulada, las chabolas que bordeaban los public open spaces eran de las más míseras del township. Neuman cerró con fuerza la puerta del coche y echó a andar por la calle de tierra.
Un viento sordo golpeaba contra las puertas cerradas. Todo parecía desierto, abandonado. Se acercó, ahuyentado las sombras, y sólo vio una rata que pasó corriendo junto a él. La fachada de la iglesia se teñía de rosa a la luz del alba. Subió los peldaños de la escalinata y entró sin ruido por la puerta entreabierta…
El cañón de su arma apuntaba a las tinieblas. Las sillas estaban vacías, el silencio encerrado en una maleta en el fondo de su cabeza. No había nadie. Avanzó por el pasillo helado, sentía la tibieza de la culata en la palma de la mano. Distinguió la columna junto al altar, el paño blanco, las velas apagadas… Neuman se detuvo en mitad del pasillo. Había una forma negra detrás del altar, una silueta de contornos nítidos, que parecía colgar de la cruz… Josephina. Le habían atado las muñecas con una cuerda al gran Cristo de madera; su cabeza descansaba sobre su pecho, gacha, inerte, con los ojos cerrados… Ali se acercó a su rostro y le acarició los párpados. Se le había corrido el maquillaje, un rímel azul manchado de lágrimas. Acarició su mejilla con un gesto mecánico, largo rato, como para tranquilizarla. Pronto terminaría todo, sí, pronto terminaría todo… Se multiplicaban las imágenes en su cabeza, confusas. Le temblaban las mandíbulas. No sabía cuánto había durado, pero su madre ya no sufriría más: el Gato le había clavado un radio de bicicleta en el corazón.
Читать дальше