Neuman retrocedió un paso y soltó el arma. Su madre estaba muerta. Se le había venido a los labios una bocanada de sangre que había manchado su vestido blanco y su hermosa piel negra, sangre coagulada pegada en su barbilla, su cuello, su boca entreabierta… Vio los cortes en sus labios… Tajos… Hechos con un cuchillo… Ali le abrió la boca a su madre y se estremeció: no tenía lengua. Se la habían cortado.
El grito le taladró las sienes. Zwelithini. La exhortación guerrera del último rey zulú, antes de la matanza de su pueblo…
Zwelithini: «que tiemble la tierra».
***
Beth Xumala vivía sumida en el miedo, como todos los policías de los townships -miedo de que derribaran su puerta en mitad de la noche y la violaran, de que la mataran para robarle su arma de servicio, miedo del asesinato ciego perpetrado en plena calle, miedo de las represalias si detenían a un tsotsi importante-pero le encantaba su trabajo.
– ¿Sabe disparar? -le preguntó Neuman.
– Era una de las mejores de mi promoción sobre blancos en movimiento -contestó la constable.
– Ésos no contraatacan.
– A éstos no les dejaré tiempo para hacerlo.
Stein, su compañero de patrulla, era un albino corpulento de uniforme impecablemente planchado. Él tampoco había imaginado nunca que algún día trabajaría con el jefe de la policía criminal de Ciudad del Cabo, y menos todavía en ese tipo de intervención. Se ajustó el chaleco antibalas y comprobó los cierres.
Los primeros rayos de sol despuntaban sobre la fachada acribillada de balas del Marabi. La guarida de los americanos estaba cerrada a cal y canto, la entrada, protegida por una valla metálica, y las ventanas, tapadas con tablones y placas de chapa. No había señales de vida. También la calle estaba extrañamente tranquila.
– Vamos -dijo Neuman.
– Tal vez deberíamos esperar a que lleguen los refuerzos -aventuró Stein.
– Limítense a cubrirme las espaldas.
Neuman no esperaría a los Casspir de Krugë, ni a la ayuda renuente de Sanogo. Armó el fusil de pistón que había encontrado en el maletero del coche patrulla y avanzó. Stein y Xumala vacilaron -les pagaban dos mil rands al mes por tratar de mantener la ley, no por morir en una operación suicida contra la banda más importante del township, pero el zulú ya había rodeado el edificio.
A su señal, los dos agentes treparon al tejado vecino. Neuman ahogó un gemido al aterrizar en el patio trasero del shebeen.
Avanzó evitando las papeleras reventadas y las latas de refresco diseminadas aquí y allá y llegó el primero a la puerta de hierro que daba a la sala de juego.
– Al primer gesto sospechoso, disparen -dijo en voz baja.
Los agentes estaban muy nerviosos. Neuman tendría que apañarse con ellos… El blindaje se remontaba a los tiempos del apartheid, y la cerradura, a los del Gran Trek 43: Neuman inclinó el fusil de pistón y disparó dos veces seguidas. El cierre estalló en pedazos. Stein derribó la puerta de una patada. Neuman irrumpió en el salón privado: a la derecha, el almacén y las habitaciones de los tsotsis, a la izquierda, la de Mzala. Fue directo a su objetivo, entró por la puerta entornada y apuntó con el fusil al colchón del cabecilla de la banda.
Una mujer desnuda descansaba en la penumbra. Una mestiza rechoncha, a la que había visto el otro día con el Gato. Miraba el techo amarillento de la habitación, con los ojos desorbitados, degollada. Su ropa cubría el suelo de baldosas, pero el armario estaba casi vacío. Neuman se arrodilló despacio y le abrió la mandíbula. Ella tampoco tenía lengua…
– ¡Capitán! -gritó Beth desde el dormitorio de los tsotsis-. ¡Capitán!
El zulú se incorporó sin notar ya el dolor en las costillas. El agente Stein estaba llamando de nuevo a los refuerzos por radio desde el pasillo cuando volvió su compañera, lívida.
– Están todos muertos -dijo.
Neuman encontró pósters de mujeres desnudas en las paredes llenas de grietas, un camping gas para las latas de conserva, botellas de cerveza vacías y un cadáver en cada litera. Eran todos miembros de la banda de los americanos. Otros yacían en el suelo, con la cabeza inclinada y la nariz en los charcos de alcohol que cubrían el suelo. Veintidós cadáveres, todos ejecutados de un balazo en la cabeza. Se habían cargado incluso a la shebeen queen -Neuman encontró su cuerpo detrás de la barra, entre botellas vacías y colillas de porro…-. Habían borrado del mapa a la banda de los americanos: todos sus miembros habían sido abatidos durante su sueño étnico, antes de cortarles la lengua.
Mzala no estaba entre las víctimas.
Neuman apretó con fuerza los bloques de marfil de sus mandíbulas: se lo robaban todo, hasta la muerte.
Dejó que los agentes llamaran a las ambulancias y salió sin decir una palabra.
Una pequeña multitud silenciosa se había apiñado delante del Marabi. Ali no quería pensar, aún no. Cogió su coche, sordo al estruendo de las sirenas de la policía, y condujo hacia Lengezi. Unas mujeres caminaban por la carretera, con un cesto o una palangana de plástico en la mano. Khayelitsha despertaba despacio. Aminoró la velocidad al pasar delante de la casa de su madre y se detuvo sin darse cuenta. El seto estaba podado, y las persianas, abiertas. Ali cerró los ojos para respirar y sintió rugir la ira en su interior. El monstruo en lo más hondo de sí mismo despertaba. Zwelithini. No dormiría. Ya no dormiría nunca más…
La señal de su móvil resonó en su bolsillo, qué absurdo. Neuman vio el sms de Zina y se le encogió aún más el corazón: «Nos vemos a las 8 en el Boulder National Park… XXX kiss…».
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Levantó la cabeza y vio la casa de su madre al otro lado del parabrisas, el sol acariciaba ya las persianas. Unos niños jugaban en la calle, con sus cochecitos de alambre… Neuman abrió la puerta del coche y vomitó sobre el seto el desayuno que no había tomado.
***
Las sirenas de policía ante la iglesia, la ambulancia, los agentes dispersando a los últimos curiosos, Myriam sollozando al pie de la escalinata, Neuman atravesó la realidad desolada con los ojos de otro.
Dos constables custodiaban el acceso a la iglesia. Neuman pasó delante de ellos sin verlos. El sacerdote metodista estaba en la entrada, era un hombre de pelo corto y entrecano, en sus ojos bailaban las llamas vacilantes de las velas. Con un gesto, Neuman le ordenó que se callara. Primero quería ver al forense.
Rajan trabajaba en el Hospital de la Cruz Roja de Khayelitsha, era un hombre canijo de origen indio al que Neuman había visto un par de veces en su vida. Rajan lo saludó, con una mezcla de apuro y compasión. Según sus primeras conclusiones, el crimen había tenido lugar en la iglesia, hacia las nueve de la noche. La lengua había sido seccionada, probablemente con un cuchillo, pero el causante de la muerte parecía ser un radio de bicicleta afilado, clavado en el corazón.
La ejecución favorita en Soweto, en los tiempos en que vigilantes y comrades ajustaban cuentas con el pretexto de la His toria… El horror pugnaba por hacerle perder pie, pero Neuman se movía lejos del suelo, en territorio zulú, donde enterraría a su madre junto a su esposo, cuando todo hubiera terminado…
En la iglesia reinaba un silencio helado, alterado apenas por el murmullo de la multitud congregada fuera. Los enfermeros esperaban con la camilla junto al altar.
– ¿Podemos llevarnos el cuerpo?
Rajan esperaba una palabra de Neuman.
– Sí… Sí…
Ali miró a su madre por última vez, y ésta desapareció bajo la cremallera de una bolsa de plástico.
– Sé que no lo consuela -murmuró el forense-, pero si en algo puede aplacar su tormento, parece que la lengua se seccionó post mórtem…
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