Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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El caso Wiese/Montgomery estaba cerrado. El país no era presa del caos sino de problemas coyunturales…

Al amparo de los flashes, Ali Neuman observaba la escena con un confuso malestar.

Acababa de hablar con Maia por teléfono. Habían quedado en Marenberg, donde había vivido Gulethu. Cada paso se le clavaba en el corazón, pero podía avanzar. Los periodistas se empujaban unos a otros ante el estrado, donde Krugë sudaba en su uniforme impecable… Neuman no esperó a que terminara la conferencia de prensa para abandonar el palacio de justicia.

Epkeen ni siquiera había ido.

2

La ruta de los vinos de Ciudad del Cabo era uno de los itinerarios más bonitos del país: los viñedos al pie de la montaña, la arquitectura de las casas solariegas francesas u holandesas, las escarpadas pendientes de roca que se recortaban sobre el azul del cielo, la vegetación frondosa, exuberante, los menús de los restaurantes… todo un paraíso terrenal, para quien pudiera permitírselo.

Brian solía almorzar todos los domingos con Ruby en La Colombe, un restaurante de alto copete regentado por un chef francés, cuando se gastaban el dinero de la semana en una comida. Cultivaban su fibra contestataria en los escasos locales underground de una ciudad abocada al tedio pastoral del «desarrollo separado», y aunque a menudo tuvieran serios problemas para llegar a fin de mes, con Ruby no se terminaba el fin de semana en un restaurante barato: su tren de vida consistía más bien en almuerzos en sitios caros, bien regados de Chardonnay y del Shiraz del valle, y luego ya verían. Pasaban horas a la sombra de los cipreses enamorados, o en remojo en la piscina del establecimiento, hablando de su famoso sello discográfico, de los grupos alternativos a los que iba a producir para darle por culo a ese régimen de desgraciados hijos de puta, antes de retozar entre la hierba… Qué tiempos aquellos. Pero las borracheras de los domingos al mediodía no duraron mucho: llegó David, se les fue haciendo cada vez más difícil llegar a fin de mes (como la mayoría de sus clientes negros no podía pagar sus servicios, era Ruby quien mantenía a la familia), la inquietud cuando la policía y los servicios secretos les buscaban las cosquillas o les amargaban la vida a golpe de pequeñas mezquindades administrativas o judiciales, por no mencionar las veces que lo habían dejado por muerto tirado en una cuneta y el temor a que llegara la fatídica llamada telefónica que anunciara que ya no se levantaría, los cuentos que le contaba él para tranquilizarla, su desconfianza enfermiza, y ese día en que Ruby lo había sorprendido en el centro con una mujer negra, en una actitud que no permitía albergar dudas al respecto…

La brisa hacía volar las cenizas en la cabina del Mercedes. Epkeen abandonó la carretera soleada y se adentró entre las viñas.

Ruby había reaparecido en su vida en un momento en que coleccionaba problemas y decepciones, tenía que haber alguna razón a la fuerza… Perplejo, sin saber cuál podía ser el significado de ese reencuentro, Brian conducía a toda velocidad por los campos.

La casa solariega de Broschendal tenía dos siglos y era uno de los viñedos más famosos de todo el país -los hugonotes franceses habían venido, como todos los emigrantes, con su cultura y los medios para desarrollarla-. Epkeen bordeó las parcelas de vid y llegó hasta la propiedad vecina, una antigua granja que se adivinaba al final del camino.

Lo recibió un concierto de cigarras en el patio castigado por el sol. Un perro de pelo corto y carrillos relucientes avanzó hacia él, enseñando los colmillos. Fuerte, corpulento, capaz de derribar a un hombre y mantenerlo en el suelo, el bullmastiff que guardaba la finca pesaba más de sesenta kilos.

– ¿Qué hay, gordo, te dan bien de comer aquí?

El perro desconfiaba. Con razón: a Epkeen no le daban miedo los perros.

La casa del dentista, una antigua granja remodelada con buen gusto, se extendía en la ladera de la colina. Dragones, cosmos, azaleas, petunias… el jardín que bordeaba las viñas, en el ala izquierda del edificio, llenaba el aire con sus efluvios. El afrikáner pasó por delante de la piscina de azulejos y encontró a su ex mujer a la sombra de un rosal trepador Belle du Portugal, medio desnuda sobre una tumbona.

– Hola, Ruby…

Adormilada bajo sus gafas de sol, no lo había oído llegar: la rubia cobriza pegó un brinco en su hamaca.

– ¡¿Qué estás haciendo aquí?! -exclamó, como si no creyera lo que veían sus ojos.

– Pues nada, ya ves: he venido a hacerte una visita.

Ruby sólo llevaba un bikini amarillo. Se cubrió con un pareo y fusiló con la mirada al bullmastiff que correteaba por el césped.

– Y tú, idiota -le dijo al perro-, ¡a ver si haces tu trabajo!

El animal pasó por delante de ellos, babeando, y se apartó para evitar a la Kommandantur, que lo tenía en su línea de mira. Brian se metió las manos en los bolsillos:

– ¿Ya sabe David los resultados de su examen?

– ¿Desde cuándo te interesas por tu hijo?

– Desde que he visto a su novia. ¿Podemos hablar en serio?

– ¿De qué?

– De Kate Montgomery por ejemplo.

– ¿Tienes una orden para entrar así en la casa de la gente?

Ruby apretaba el pareo contra su pecho, como si temiera que Brian pudiera abalanzársele encima.

– Necesito detalles -dijo él, concentrándose un poco-. Kate no tenía amigos, nadie ha podido contarme nada de ella, y tú eres la última persona que la vio con vida.

– ¿Por qué no mandan a un poli de verdad? -preguntó ella, con una sinceridad desarmante.

– Porque yo soy el más manta de todos.

Una sonrisita burlona se dibujó en los labios de Ruby. Al menos la hacía reír.

– Me temo que no tengo nada más que contarte -le dijo en un tono menos hostil.

– Aun así me gustaría que me ayudaras. Kate estaba colocada cuando la asesinaron: ¿estabas al corriente de su pasado de toxicómana?

Ruby suspiró.

– No… Pero no hace falta llamarse Lacan para darse cuenta de que estaba mal de la olla.

– Kate era adepta al cutting. ¿Sabes de qué va la cosa?

– Cortarse la piel y ver brotar la sangre para sentirse vivo, sí… Nunca la vi practicarlo, si es eso lo que te preocupa, ni organizar festines con los carniceros del barrio.

– El asesino laceraba a sus víctimas: quizá le prometiera aliviarla, o algo así…

– Te he dicho que yo no sabía nada de eso.

– El asesino sabía cuándo pasaría Kate por la cornisa -prosiguió Brian-: la esperó cerca de su casa para asaltarla, o para interceptarla… También es posible que tuvieran una cita, y que le tendieran una trampa. En cualquier caso, la muerte fue premeditada. Eso significa que el asesino conocía su horario y sus actividades.

– ¿Y eso ya que más da, si está muerto? El caso está cerrado, ¿no? Lo han dicho por la radio…

– Los horarios del personal los organizas tú. Quizá algún miembro del equipo de rodaje informara a Gulethu y empujara a Kate a una trampa, como en el caso de Nicole Wiese.

– ¿No decías que ya los habías interrogado?

– Pero no saqué nada en claro -confesó-. Me he informado sobre el grupo de death metal: sus chorradas satánicas, los pollos degollados y toda la pesca, ¿eso qué es, cosas de adolescentes o una fascinación por el esoterismo?

– Son todos vegetarianos -dijo Ruby.

Los neumáticos de un coche crujieron sobre la gravilla, seguidos del ruido de una puerta al cerrarse. Un melenudo alto y mal afeitado apareció en la otra punta del jardín, con un pantalón muy ancho y de talle bajo. David vio a sus padres junto a la piscina, se quedó un momento desconcertado y luego se les acercó a grandes zancadas.

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