Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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***

Mzala jugaba a los dardos en el salón privado del Marabi. El shebeen ya estaba abarrotado de muertos de hambre tirados por el suelo, sordos a los insultos que Dina les soltaba, como huesos a aves de presa.

– ¡Consumid algo, chusma, más que chusma, que esto no es un hammaml

La shebeen queen vio entonces al poli negro y alto en la entrada de su establecimiento, seguido de la brigada entera de agentes de Sanogo, y dejó en paz a los clientes. Neuman se abrió paso a través del tropel de borrachos pasmados, con Epkeen cubriéndole las espaldas.

– Usted…

– Tú, cállate, no es la primera vez que te lo digo.

Con una sola mirada, Neuman hizo retroceder a la mujer detrás de su mostrador. Pasó delante de la columna y abrió la puerta metálica que llevaba al salón privado de los americanos. Un ventilador ruidoso removía el aire lleno de humo. Tres tipos tirados en jergones aguardaban su turno para jugar: concentrado delante de la diana, Mzala parecía descansar.

– ¿Les ha gustado mi regalo? -dijo, a la vez que lanzaba el dardo.

Se clavó muy lejos del blanco.

Dos tsotsis de ojos rojos salieron del pasillo y se colocaron uno a cada lado del jefe de la banda. Epkeen los tenía en su línea de mira, ocultaban un arma debajo de la camisa. Los otros tres parecían dormir. Sanogo se apoyó contra la pared metálica, junto a la shebeen queen, que había acudido también.

– ¿De dónde sale esa cabeza? -preguntó Neuman.

– De no muy lejos de aquí: hacia Crossroads, en el límite del township, donde trataba de vender su mercancía… No era una buena idea -añadió Mzala, con una sonrisa dura.

Iba a lanzar un nuevo dardo, pero Neuman se interpuso entre la diana y él:

– Así que le cortó la cabeza.

El tsotsi adoptó un aire contrito que no le pegaba ni con cola.

– No tengo nada contra los polis -dijo-, pero no me gusta enterarme de lo que pasa en mi casa por el ojete de la vecina. Esa historia que me contó usted casi me quita el sueño: eso de que el territorio de los americanos no está bien protegido… -Chasqueó la lengua-. Usted es un tipo evolucionado, entiende lo que es la propiedad privada… Había que enviarles una señal contundente a esos hijos de puta extranjeros.

– ¿La mafia nigeriana?

– Eso parece. Esos perros, echas a diez y vuelven cien.

El Gato sonreía, enigmático.

– ¿Cómo sabes que son nigerianos?

– Hablaban dashiki entre ellos, y das una patada y salen diez bandas de ésas: si no me cree, no tiene más que preguntarle al capitán -dijo, señalando con la nariz a Sanogo.

Este no dijo nada. Dos de sus agentes montaban guardia en la entrada del shebeen, los demás vigilaban a los borrachos en la sala.

– ¿Quién es su jefe? -quiso saber Neuman.

– Uno de esos putos negratas, me imagino.

– Le has cortado los párpados con una cuchilla, no creo que lo hicieras sólo por deporte. ¿Y bien, qué tienes que contarme?

El tsotsi se limpió la palma de la mano en la camiseta blanca desgastada.

– No les pregunté cómo se llamaban, hermano: no eran más que putos perros nigerianos… Un territorio no se comparte: y menos el de los americanos.

Ningún movimiento hostil por el momento. Epkeen echó un vistazo por la ventana de barrotes que daba a la calle: fuera, unos niños con pantalón corto hacían el ganso a distancia, contenidos por sus hermanos mayores.

– ¿Dónde está el resto del cuerpo? -preguntó Neuman.

– ¡Lo hemos tirado allí de donde venía ese hijo de puta! -exclamó Mzala, sacando pecho ante su corte-. Al otro lado de las vías del tren…

La vía férrea separaba Khayelitsha de los asentamientos.

– ¿La banda es de esa zona?

– Eso parece, tío.

– ¿Y qué coño hace en vuestro territorio?

– Ya se lo he dicho: intenta pasar droga.

– ¿Qué droga?

– Tik. Al menos eso es lo que nos dijo el tipo… Ya no tenía razones para mentir -añadió con una sonrisa burlona-. Esas hienas se movían por nuestro territorio, desde hacía ya tiempo al parecer… Eso no se hace, estará de acuerdo conmigo. Nosotros somos americanos, no nos va eso de compartir.

– ¿Sabes que resultas gracioso? -Neuman le tendió la foto de Gulethu-. ¿Conoces a este tío?

– Bah…

– Gulethu, un tsotsi de origen zulú. Estuvo en varias bandas de los townships antes de pasar una temporadita a la sombra. Se le atribuyen varios asesinatos, principalmente los de dos chicas blancas.

– ¿Es él el zulú del que hablan los periódicos?

– No me digas que sabes leer.

– Tengo chicas que han aprendido para mí -dijo, volviéndose hacia la mestiza medio tumbada en el sofá-. ¿A que sí, preciosa, a que tú sabes un huevo de lectura?

– Claro -contestó la cortesana; el pecho se le desbordaba de la camiseta ceñida roja-: ¡hasta tengo la Biblia escrita en el culo!

Hubo unas cuantas risotadas. Los pechos de la chica temblaban al compás de su risa.

– ¿Y bien? -se impacientó Neuman.

– No -dijo Mzala-: nunca he visto a ese tío.

– ¿Dónde se esconde el resto de la banda?

– En los Cape Flats, en un antiguo plaza shop según el tío este, junto a la vía del tren… No he ido a comprobarlo. Apesta a mierda en toda esa zona.

Mzala sonreía, enseñando sus dientes amarillos, cuando de pronto los cristales de las ventanas saltaron por los aires. Acribillaron a balazos a los dos policías que montaban guardia en la entrada antes de que les diera tiempo siquiera a blandir sus armas, y el rótulo y la puerta estallaron en pedazos. Un Toyota con la lona abierta se detuvo delante del shebeen: los tres hombres que iban detrás descargaron una lluvia de fuego sobre el local. Los clientes retrocedieron bajo el impacto de los proyectiles: un hombre cayó de bruces al suelo, otro se desplomó delante del mostrador, con el cuello roto. Los más fuertes huían empujando a los borrachos estupefactos, abriéndose paso a puñetazos: una ráfaga le arrancó la mandíbula a un policía atrapado en el tumulto, y lanzó un grito salvaje. Neuman se había tirado al suelo. Los cuerpos caían a su alrededor, y los que aún estaban en pie corrían a refugiarse a la sala de juego. Disparos de AK-47. Presa del pánico, otros trataban de huir por las ventanas, donde los esperaban los asaltantes para devolverlos al interior como peleles sanguinolentos. Neuman buscó a Epkeen con la mirada y lo encontró a ras de suelo, pistola en mano. Refugiado contra la pared, Mzala gritaba órdenes por su teléfono móvil. Los clientes se precipitaban hacia la puerta metálica, ametrallados a quemarropa: las balas seguían lloviendo, en medio de una explosión de yeso, vasos, botellas y carteles publicitarios… Mzala y sus hombres se colocaron a ambos lados de la ventana del salón privado y dispararon a su vez.

Sanogo y sus hombres se habían replegado en la confusión más absoluta, siete agentes de uniforme, entre ellos uno con la barbilla hecha pedazos, que sujetaba a otro recién incorporado al cuerpo, que estaba aterrorizado. Las balas volaban por encima del mostrador, donde se escondía Dina, con la cabeza entre las manos. Neuman reptó en medio del tumulto y siguió a Epkeen por la puerta de servicio. Sonaron otros disparos en la calle, que hacían eco a los estertores de los heridos.

Siempre alerta, los americanos habían acudido enseguida para un contraataque relámpago: sepultaron bajo las balas al vehículo enemigo, aparcado delante de su cuartel general, lo que puso fin al diluvio de fuego.

Epkeen y Neuman aparecieron en el patio del shebeen, un callejón sin salida en el que se amontonaban cajas de madera y latas de maíz molido. Vieron los tejados de chapa ondulada y treparon por el canalón. Asustados, los viandantes habían huido; se oían gritos en las callejas vecinas. Los tres negros de la parte trasera del Toyota se habían dado la vuelta y contestaban ahora a los tiros de los americanos que habían acudido a ayudar a sus compañeros. Se dispararon unos a otros durante un breve momento: uno de los negros se desplomó contra la lona del Toyota; el conductor arrancó el motor y se alejó a toda velocidad. Un cuarto tirador cubría su huida disparando desde la puerta del vehículo. Epkeen y Neuman tiraron a su vez desde los tejados, vaciando sus cargadores sobre los tres tsotsis de la parte trasera del todoterreno.

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