Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Había un nido de golondrinas bajo las viguetas metálicas. Epkeen se acercó al vehículo y comprobó la puerta: cerrada. Se inclinó sobre las lunas tintadas: era imposible ver el interior del habitáculo. La carrocería estaba como nueva, sin rastro de pintura fresca… Estaba inspeccionando las escasas marcas de tierra en los neumáticos cuando resonó una voz a su espalda:

– ¿Busca algo?

Un blanco gordo con un pantalón de faena azul se acercaba desde el patio: Debeer, un afrikáner de mediana edad con gafas de sol de cristales de espejo y una enorme barriga cervecera. Epkeen enseñó su placa a las golondrinas.

– ¿Es usted Debeer?

– Sí, ¿por qué?

– ¿Es suyo este juguete? -preguntó, señalando el coche.

El tipo se colocó los pulgares bajo la tripa, en las trabillas del cinturón.

– Es de la agencia. ¿Por qué?

– ¿Lo utilizan a menudo?

– Para las patrullas. Le he preguntado que por qué lo quiere saber.

– Aquí las preguntas las hago yo, y no me hable con ese tono: ¿qué patrullas son ésas?

La mirada que intercambiaron era como una pax americana en ese principio de milenio.

– Nuestro trabajo -rezongó Debeer-. Somos una agencia de seguridad, no de información.

– Supuestamente, la policía privada debe colaborar con la SAP -replicó Epkeen-, no ponerle la zancadilla. Estoy investigando un homicidio: usted es el jefe, así que va a contestar a mis preguntas o le prendo fuego a su agencia. ¿En qué consisten sus patrullas?

El afrikáner metió tripa en un gesto de impaciencia.

– Nuestras patrullas cubren toda la península -dijo-. Depende de las llamadas que recibamos. Aquí abundan los robos.

– ¿Patrullan de noche?

– Las veinticuatro horas -replicó Debeer-: lo pone en todos nuestros rótulos y carteles.

Las golondrinas se pusieron a piar bajo las viguetas del hangar.

– ¿Quién utilizó este vehículo el jueves de la semana pasada? -preguntó Epkeen.

– Nadie.

– ¿Cómo puede saberlo sin consultar sus registros?

– Porque quien lo utiliza soy yo -contestó.

– Este vehículo fue filmado en Badén Powell a las dos de la madrugada -anunció Epkeen- del jueves pasado.

Se estaba tirando un farol.

Debeer hizo una mueca que se perdió en su papada.

– Puede ser… Yo tenía el turno de noche la semana pasada.

– Pensaba que me había dicho que nadie había utilizado el Pinzgauer.

– Nadie aparte de mí.

El tipo jugaba a hacerse el tonto.

– ¿Recibió una llamada por alguna urgencia? -quiso saber Epkeen.

– No esperamos a que desvalijen a la gente para patrullar-replicó el responsable.

– Así que patrulló esa noche por Badén Powell.

– Si usted lo dice.

Debeer echó los testículos hacia delante, en un gesto provocador: era un chulo prepotente. Epkeen se cruzó con su propio reflejo en las gafas del gordo: no era muy brillante que digamos.

– ¿Patrulla usted solo?

– No necesito a nadie para hacer mi trabajo -aseguró el grueso afrikáner.

– ¿No trabajan por parejas?

– Pasamos más tiempo dando parte de los robos con allanamiento cuando ya se han producido: a veces, basta ir uno solo.

Menos mano de obra igual a más beneficios, aunque el resultado fuera que se descuidara el trabajo: un clásico de la época que no lo convencía mucho. Epkeen se sacó una foto de la cazadora.

– ¿Reconoce esta casa?

Debeer habría leído cinco líneas de chino con el mismo interés.

– No me suena.

– Una casa entre las dunas, junto a Pelikan Park. No la protege ninguna empresa de seguridad: un poco extraño para una casa aislada, ¿no le parece?

Se encogió de hombros:

– Si a la gente le gusta que le roben, allá ella.

– Esa casa está en su sector: ¿no trató nadie de captar a los propietarios como clientes de su empresa?

– Soy director de la agencia, no comercial -rezongó Debeer.

– Ya, pero también tiene toda la pinta de ser un mentiroso. Me da a mí que miente como respira…

– No respiro: por eso me dieron este puesto.

Sobre sus anchas caderas colgaban una porra, un móvil y su arma de servicio.

– Es usted ex policía, ¿verdad? -le dijo Epkeen.

– No es asunto suyo.

– ¿Puedo echarle un vistazo al vehículo?

– ¿Tiene una orden?

– ¿Y usted tiene alguna razón para no enseñarme lo que hay dentro?

Debeer dudó un momento, emitió un sonido de lo más desagradable con la boca y se sacó una llave del bolsillo. Los faros del Pinzgauer parpadearon.

El 4x4 olía a desinfectante para váter. La parte de atrás estaba acondicionada para transportar mercancías. Epkeen inspeccionó el habitáculo: todo estaba limpio, no había el más mínimo residuo en el cenicero, ni siquiera una mota de polvo en el salpicadero…

– ¿Qué suele transportar en este coche?

– Depende de la intervención -contestó Debeer a su espalda.

Dentro cabían ocho personas. Epkeen salió del vehículo.

– ¿Lo ha limpiado hace poco?

– Eso no está prohibido, que yo sepa.

– Tiene gracia -dijo Epkeen, volviéndose hacia el Ford-, el otro coche, en cambio, está bien guarro.

– ¿Y qué?

El sudor le había formado cercos bajo el uniforme. Epkeen sintió que el móvil vibraba en el bolsillo de su pantalón. Salió del hangar para contestar a la llamada -era Neuman- mientras fulminaba con la mirada al director de la agencia.

– ¿Dónde estás? -le preguntó el zulú desde el otro extremo de las ondas.

– En Hout Bay, con un gilipollas.

– Pues pasa. Hemos recibido un regalito. Reúnete conmigo en la comisaría de Harare -ordenó.

Epkeen rezongó, guardando el móvil. Debeer lo miraba tras el cristal de espejo de sus gafas, a la sombra del hangar, con los pulgares encajados en las trabillas del pantalón.

***

En el despacho de Walter Sanogo flotaba un olor desagradable, apenas disipado por las aspas del ventilador. Neuman y Epkeen estaban delante de él, en silencio ante lo que se avecinaba. El jefe de la comisaría sacó la bolsa de plástico de la nevera portátil que tenía a los pies y la dejó con cuidado sobre la mesa. En su interior había una esfera, una cabeza humana, cuyos rasgos negroides se adivinaban bajo la siniestra capa de plástico…

– La han encontrado esta mañana en una papelera de la comisaría -dijo Sanogo con voz neutra.

Desató las asas de la bolsa de plástico y descubrió la cabeza decapitada de un joven negro, de labios y pómulos tumefactos, que los miraba fijamente con una mueca monstruosa. Le habían cortado los párpados cerrados en sentido longitudinal, de manera que sólo quedaba una raja sanguinolenta a guisa de mirada. Una mirada cortada a cuchilla… El Gato se había divertido un poco antes de entregarle el despojo a su amo.

– ¿Un regalo de Mzala? -preguntó Neuman.

– Parece que el Gato ha marcado su territorio con este regalito.

Quizá Walter Sanogo pensaba que resultaba gracioso.

Neuman se arrodilló para quedar a la altura de la cabeza: se había cruzado con ese chico hacía diez días, en el solar, con Joey… El cojo.

– ¿Conoce a este hombre?

– No -contestó el policía del township-. Debe de venir del extranjero, o de los asentamientos…

– Me topé con él en Khayelitsha hará unos diez días -dijo Neuman-. Estaba pegando al niño que asaltó a mi madre…

Sanogo se encogió de hombros.

– He enviado una patrulla hacia las dunas de Cape Flats para encontrar el resto del cuerpo -dijo-: los lobos suelen abandonar ahí sus carroñas.

Neuman observó la cabeza decapitada sobre el escritorio, con los párpados recortados.

– En ese caso vamos a decirle unas palabritas al jefe de la jauría.

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