– ¿Qué pinta él aquí? -le espetó a su madre.
– Eso mismo le he preguntado yo.
– ¿Qué tal el examen?, ¿bien?
– Métete en tus asuntos, los míos no te importan una mierda.
Epkeen suspiró, qué familia…
– Al menos tengo derecho a enterarme…
– No te hemos pedido nada -replicó David-. Mamá, por favor, dile que se vaya.
– Vete -le dijo Ruby.
Siempre a punto de llorar, Brian casi sentía ganas de reír.
– ¿No está Marjorie contigo? -le preguntó.
– Sí, está escondida entre las viñas, sacándote fotos para vendérselas a las revistas del corazón.
– Te quiero, hijo.
– Mira, Brian -intervino Ruby-: te he dicho todo lo que sabía de esa historia, es decir, nada. Y ahora, sé bueno y déjanos en paz.
– Dime al menos si has aprobado -insistió, volviéndose hacia su hijo.
– Primero de mi promoción -dijo David-. No hace falta que te sientas orgulloso, no es mérito tuyo.
La tensión se intensificó aún más.
– ¿Te importa hablarme en otro tono? -dijo Brian entre dientes.
Un hombre esbelto de cabello entrecano apareció entonces en la terraza: vio al hijo de Ruby, con la melena al viento, a ella medio desnuda bajo el pareo, a un tipo desaliñado y al perro guardián, que hacía círculos alrededor de ellos.
– ¿Qué pasa aquí? ¿Quién es usted?
– Hola, Ricky…
– No te lo he presentado -intervino Ruby, desde su tumbona-: Rick, éste es el teniente Epkeen, el padre de David.
El dentista frunció el ceño:
– Creía que era guardia de tráfico.
Brian dirigió una mirada a su ex, haciéndose el sorprendido, y ésta se sonrojó ligeramente; vaya, al parecer había ascendido…
– Bah, qué más da una cosa que otra -dijo ella.
Ruby se levantó de la tumbona, ajustándose el pareo, e irguió su metro setenta y cinco de estatura con agilidad felina.
Siempre había sido una calientapollas de primera categoría. El dentista la acogió en sus brazos con un gesto protector.
– ¿Qué está haciendo en mi casa? -preguntó.
– Investigar un asesinato. No tiene nada que ver con nuestros asuntos privados.
– Primera noticia -comentó David.
– Quédate al margen de esto, ¿quieres?
– Perdona pero se trata de mi madre.
– Que te calles te digo.
– Háblele un poco mejor a su hijo -intervino el dentista-: esto no es una comisaría.
– No recibo lecciones de un especialista del colmillo -gruñó Epkeen.
Rick Van der Verskuizen no se dejó impresionar.
– Salga de mi casa -dijo entre dientes-. Salga de mi casa o lo denuncio a sus superiores por acoso.
– Rick tiene razón -afirmó Ruby, acurrucada contra él-: estás celoso de nuestra felicidad, nada más.
– ¡Eso es! -añadió David.
– ¿Ah, sí? -dijo Epkeen, con hostilidad-. ¿Y a cuánto asciende tu nueva felicidad? Para una rebelde sin oficio ni beneficio, reconoce que no has salido mal parada…
La expresión de Ruby cambió bruscamente. Rick dio un paso hacia el policía:
– ¿Tiene usted una orden para venir a nuestra casa a insultarnos?
– ¿Prefiere que lo convoquen a la comisaría central? Rebuscando entre los papeles de Kate, he encontrado varias citas concertadas con su consulta.
– ¿Y qué? Me gano la vida curándole las caries a la gente.
– Seis citas en un mes. ¿Qué tenía, la rabia?
– Kate Montgomery tenía un flemón -se defendió Rick-. La atendía en prioridad por cariño a Ruby, y yo tengo una clientela exigente, caballero: una clientela que no suele tener que esperar para recibir un servicio. No se puede decir lo mismo de la policía.
En el rostro del afrikáner se dibujó una sonrisa.
– Conozco a Ruby como si la hubiera parido -dijo con maldad-: odia tanto a los hombres que siempre elige viejos verdes.
– Es usted repugnante -rugió Van der Verskuizen.
– Bien mirado, cuánta belleza hay en una caries…
El corazón de Ruby se puso al rojo vivo: se lanzó sobre Brian, pero éste se conocía sus ataques de memoria. La cogió por el codo y, con una simple presión, la mandó por los aires. Ruby resbaló sobre los azulejos, se libró de milagro de chocar con el borde del trampolín y cayó al agua turquesa de la piscina. Rick se precipitó hacia él, soltando unos tacos que Epkeen no oyó: lo agarró por el cuello de la camisa de seda y lo tiró también a la piscina, con todas sus fuerzas.
David, que no había movido un dedo, fulminó a su padre con la mirada.
– ¡¿Qué pasa?! -le ladró éste-. ¡¿Tú también quieres darte un chapuzón?!
David se quedó un momento sin voz: vio a su madre en la piscina, con el pareo flotando, a Rick salir del agua, escupiendo agua por la nariz, y a su padre en la terraza, con los ojos brillantes de lágrimas.
– Joder… -reaccionó el hijo pródigo-. ¡¡¡Pero tío, tú estás muy mal, tío, estás de la olla por completo!!!
Por completo.
Estaban empezando a hincharle las pelotas, todos ellos.
***
La gente se mezclaba poco en los townships, donde el racismo y la xenofobia florecían como en cualquier otra parte. La población negra se concentraba en Khayelitsha, y los coloured, en Marenberg: allí vivía Maia desde hacía años, y allí había conseguido su cupo de boy-friends para sobrevivir. Ali había vacilado antes de llamarla (no había vuelto a hablar con ella desde su separación), pero la muchacha había aceptado ayudarlo enseguida.
Gulethu, el «zulú», había vivido en Marenberg, y alguna de sus compañeras de infortunio podía haberse relacionado con él. De hecho, una de ellas consentía en contarle su experiencia a cambio de una pequeña cantidad de dinero, Ntombi, una chica del campo que ahora vivía en un hostel…
La ausencia de alumbrado público y la delincuencia habían recluido a los habitantes en sus chabolas. Neuman conducía muy despacio, descifrando las sombras furtivas que desaparecían bajo los faros del coche.
– ¿Estás seguro que no quieres un refresco?
Maia había comprado dos latas en el plaza shop de la esquina, creyendo que a Ali le gustaría.
– No… Gracias.
Se había puesto un vestido nuevo, pero su actitud, como si no hubiera pasado nada, incomodaba a Ali. Llevaban media hora dando vueltas por las calles destartaladas de Marenberg, la cortisona le había quitado la energía, se sentía cansado, irritado e impaciente:
– Bueno, qué, ¿dónde está ese hostel?
– En la siguiente a la derecha, creo -contestó Maia-. Hay una taberna abierta por la noche, según me ha dicho Ntombi…
Maia quería hablarle, decirle que no se preocupara por lo de la otra noche, no era nada, un vecino le había arreglado la pared del salón, pintaría otros cuadros, más bonitos, hasta puede que hubiera encontrado a alguien dispuesto a venderlos, en la ciudad; ya no se buscaría más boy-friends para llegar mejor a fin de mes, si es que a él no le gustaba. Ali podría venir más a menudo, o quedarse el rato que quisiera, no tenían más que seguir haciendo como antes, sus códigos, sus caricias, no tenían más que hacer como si nunca le hubiera dicho nada…
Maia le acarició la nuca:
– ¿Seguro que estás bien? Estás muy pálido…
Un perro salió corriendo de debajo de las ruedas del coche. Neuman torció a la derecha.
Pese a lo disuasorio de los precios, los mendigos del barrio se agolpaban ante la puerta blindada de la taberna, pidiendo en la reja algo con lo que palmarla con una sonrisa en los labios; el hostel en el que vivía Ntombi, una construcción de bloques de piedra con tejado de chapa ondulada, estaba un poco más lejos. Aparcaron delante de la puerta blindada.
En los hostels no había intimidad ninguna, la higiene era deplorable, las condiciones de vida, humillantes, y la tuberculosis y el sida campaban a sus anchas; eran lugares peligrosos, el más puro producto del urbanismo de control propio del apartheid. Albergaban a trabajadores inmigrantes, hombres solteros, ex convictos y algunas familias pobres y sin ataduras, reagrupadas alrededor del «propietario» de una cama.
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