Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Tony Montgomery había cantado a la reconciliación nacional, y algunos de sus éxitos habían dado la vuelta al mundo. Loving Together, A New World, Rainbow of Tears, cantados en varias lenguas -como el nuevo himno sudafricano- habían hecho de él una estrella. A Epkeen las letras de sus canciones le parecían empalagosas a más no poder, y la música, mala de cojones, pero sus intenciones loables lo habían hecho popular. Montgomery tenía una hija, Kate, a la que mantenía apartada de la fama.

Kate Montgomery tenía veintidós años. Vivía en Llandudno, en la costa este de la península, y trabajaba de estilista en un videoclip -Motherfucker, un grupo local de death metal-, que se estaba rodando en la cumbre de Table Mountain…

Una landa llana y verde se extendía entre los juncos; Epkeen se cruzó con una ardilla gris y siguió a la bandada de mariposas que lo escoltaba por el sendero. El emplazamiento del rodaje, dos kilómetros más allá de las rocas, estaba delimitado por vallas metálicas; dos cerberos negros con gafas molonas y muecas de hastío, de pie ante las vallas con las manos cruzadas sobre la bragueta, apenas se inmutaron al ver su placa.

Al contrario de lo que se había imaginado, ni la tormenta ni el asesinato de la estilista habían interrumpido el rodaje: una docena de personas se ajetreaba alrededor de las tiendas asoladas y de los decorados barridos por la lluvia y el viento -sobre todo un cebú barroco de papel maché, con cuernos de diablo, que yacía en el suelo, cabeza abajo. El personal sacaba el material de debajo de las lonas, en un ambiente de agitación extrema. Epkeen avanzó, evitando los charcos. Un poco más lejos apareció un grupo de melenudos de aspecto gótico metal, maquillados como Batgirls de tres al cuarto. El primero se quejaba a gritos de que su guitarra estaba empapada y que se iba a electrocutar: los otros se partían de risa.

– ¿Quién es el responsable aquí? -le preguntó Epkeen a la primera con la que se encontró, una chica bajita y gordita vestida con un cortavientos amarillo fosforito.

– ¿El señor Hains? Debe de estar en la productora, pero por algún sitio andará su asistente… Mire, ahí mismo la tiene -dijo, señalando a una rubia cobriza que hablaba con el tramoyista principal.

Ruby.

Ruby con un vestido ceñido y los tacones hundidos en el barro… Se volvió al sentir su presencia; durante un segundo, la estupefacción se leyó en su rostro, pero se repuso y lo fulminó con sus ojos verdes.

– ¿Qué haces aquí?

– ¿Y tú?

– ¡Pues yo trabajar, mira tú por dónde!

Hacía diez meses que no se habían visto. Estaba morena y se había dejado el pelo largo, pero pese a su vestido resultón, su maquillaje y sus zapatitos monos llenos de barro, nada podía cambiar sus aires de chicazo en guerra con el mundo entero.

– Ya tengo bastante con aguantar a cuatro imbéciles que apestan a cerveza -se impacientó Ruby-, ¿qué quieres tú ahora?

– Hablar contigo de Kate Montgomery -dijo Brian-: llevo la investigación.

– Mierda.

– Tú lo has dicho -asintió Epkeen-. Nadie me había avisado de que tú formabas parte de la historia, pero a partir de este momento, te olvidas del hombre de tu vida y contestas al detective, ¿de acuerdo?

El sol, que había vuelto a aparecer, iluminaba su piel de arena.

– ¡¿De acuerdo?! -insistió, llevándosela a un lado.

– ¡Oye, no hace falta que me grites!

– Parece que lo haces aposta… Bueno, cuanto antes empecemos, antes terminaremos.

Ruby estaba de acuerdo.

– En ese caso, exijo que se me trate de usted -declaró.

Epkeen ni siquiera suspiró.

– ¿Es usted la responsable del rodaje?

– Sí.

– ¿Regidora?

– Asistente de producción -precisó ella.

– Es lo mismo, ¿no?

– ¿Está usted aquí para discutir sobre mi trabajo o para investigar?

– ¿Conocía bien a Kate?

– Un poco.

– ¿Ya habían trabajado juntas alguna vez?

– No, ésta era la primera vez.

– La conocía, pues, de manera privada.

– Kate venía de vez en cuando a cenar a casa, entre otros amigos. Nada más.

– ¿Qué clase de amigos?

– A medio camino entre lo opuesto y lo contrario que usted.

– Gente del mundo del espectáculo, me imagino.

– Buena gente -insinuó ella.

– ¿Cuándo terminó el rodaje ayer?

– Hacia las siete… Se estaba poniendo el sol.

– ¿Cuándo vio a Kate por última vez?

– Precisamente a eso de las siete. Bajamos juntas en el teleférico.

– ¿Había quedado Kate con alguien?

Ruby se apartó de la cara los mechones del pelo que el viento de las alturas zarandeaba.

– No tengo ni idea. Kate no me dijo nada. O sí, ahora que me acuerdo -se corrigió-: me dijo que se iba a acostar temprano. Al día siguiente nos esperaba una jornada de trabajo muy dura.

– ¿Su empresa contrató a la estilista?

– Sí. Kate empezó el rodaje ayer, como todos los demás.

Ruby ya no fumaba: mordisqueaba metódicamente una cerilla que había sacado de una caja.

– ¿Tenía alguna relación especial con algún miembro del equipo? -quiso saber Epkeen.

– ¿Quiere decir anal?

– Muy gracioso. Ahora que lo dice, creo recordar que era usted ferviente partidaria de esa clase de relación.

– Es usted un grosero.

– Se le disculpa esta salida de tono, pero será la última. Volviendo a lo que nos ocupa: ¿tenía Kate alguna relación especial con algún miembro del equipo?

– ¡No!

– ¿Consumía drogas?

– ¿Cómo quiere que lo sepa?

– El negocio del espectáculo es un aspirador de coca, no me diga que no lo sabía.

– Yo no trabajo en el negocio del espectáculo -gruñó Ruby.

– Sin embargo vive con el dentista de las estrellas; debe de tener cenas apasionantes con presentadores de televisión, modelos, publicistas…

Ruby pretendía odiar la vulgaridad del dinero y la mayor parte de la gente relacionada con ese mundo.

– ¿Adónde quiere llegar, inspector Gadget?

Los ojos de Ruby tenían un brillo perverso.

– ¿No le pareció que Kate estaba distinta últimamente? -prosiguió Epkeen.

– No.

– ¿Irritable? ¿Impaciente?

– No.

– ¿Le conoce algún amante?

– No especialmente.

– ¿Eso qué quiere decir, que cambiaba a menudo de amante?

– Como todas las chicas de veintidós años que no cometen la estupidez de enamorarse del primero que pasa.

Veintidós años: la edad de Ruby cuando la conoció en el concierto de Nine Inch Nails. En otra vida.

– ¿Tenía Kate preferencias? ¿Un tipo de hombre en particular?

– No lo sé.

– ¿Hombres negros?

– Le he dicho que no tengo ni idea.

– ¿Cena a menudo con gente a la que no conoce?

Ruby arqueó una ceja finamente dibujada con lápiz de maquillaje. No hubo más reacción que ésa.

– ¿Y bien?

– Kate tenía veinte años menos que yo -se impacientó-, y era una chica angustiada muy reservada. ¿Hay que repetirle las cosas diez veces para que las comprenda?

– Dieciocho -contestó-: es la teoría de John Cage.

– ¿Ahora le interesa el arte conceptual?

Intercambiaron una sonrisa cáustica.

– ¿Nadie trató de ver o de ponerse en contacto con Kate ayer? -continuó Epkeen.

– No, que yo sepa.

– ¿Le habló alguna vez de algún ex?

– No.

– ¿De alguna cita?

– No -se impacientó Ruby-. Le repito que teníamos un día muy duro de rodaje. Nos separamos en el aparcamiento, yo me fui a buscar los cabestros al club de hípica y ya no la volví a ver…

Epkeen sintió un escalofrío, pese a que había vuelto a lucir el sol.

– ¿Cabestros?

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