– Ya sabe, esa especie de correas largas que se les colocan a los caballos al cuello cuando se ponen nerviosos -ironizó ella.
– ¿Qué pasa con ellos?
– Están en el guión del videoclip -explicó la asistente de producción-: «unas furias se abaten sobre los cuatro demonios de la noche, les ponen un cabestro al cuello y los azotan para que tiren de su reina…». ¿No le gusta el imaginario del death metal, teniente?… Y eso que le gusta hacer de caballo, ¿no?
Lo invadió una duda. Enorme.
Tara.
Su encuentro inesperado en la playa. Su noche de amazona.
Brian conocía a su demonio de memoria: la sonrisa de oreja a oreja que lucía Ruby era demasiado bonita para ser honrada. Había contratado a Tara para seducirlo, había contratado los servicios de una profesional para embrujarlo y luego dejarlo tirado, como una mancha de semen en las sábanas…
– ¿No se encuentra bien, teniente?
Ruby seguía sonriendo, con la indiferencia criminal de la gata ante el ratón.
– ¿Qué club de hípica? -preguntó.
– Noordhoek.
Epkeen se recuperó de sus sudores fríos. Noordhoek: nada que ver con la playa de Muizenberg, donde había conocido a la amazona… Joder, se estaba volviendo paranoico del todo con esas historias.
– ¿Qué vehículo tenía Kate cuando se separaron en el aparcamiento? -prosiguió, ya recuperado del susto.
– Un Porsche Coupe.
Habían encontrado el coche en la cornisa, a dos kilómetros de su casa… Plantada en medio de la brisa, Ruby lo miraba con un aire lacónico.
– ¿Es todo lo que puede decirme?
– Me estoy esforzando al máximo -replicó ella.
– Pues no aporta usted gran cosa, señorita.
– Señora -rectificó ella.
– ¿Ah, sí? ¿Desde cuándo?
– ¡No pensaría usted que iba a invitarlo a mi boda! -se burló, disfrutando el momento.
– Le habría llevado unas flores de hierro -dijo Brian, haciéndole ojitos.
– Qué bien conoce la sensibilidad de las mujeres… Y ahora, si tiene alguna pregunta inteligente que hacerme, encuéntrela rápido, porque tengo otros cuatro especímenes de su estilo con los que lidiar, la lluvia nos ha desbaratado el decorado, y vamos con retraso.
– The show must go on.
– ¡¿Cómo que The show must go on?! -repitió ella, sin entenderlo.
– La muerte de Kate no parece haberla conmovido demasiado.
– Por desgracia para mí, ya he pasado el duelo de muchas cosas…
Una perla de ternura se precipitó contra el rompiente.
– Seguramente vuelva a hacerle algunas preguntas más -le dijo Epkeen.
El equipo técnico ya estaba ocupando su lugar. Ruby se encogió de hombros: -Si eso lo divierte…
Una violenta ráfaga de viento los hizo tambalearse. Brian sacudió la cabeza.
– Sigues igual que siempre, ¿eh?
***
En Sudáfrica ejercían sesenta mil sangomas, de las cuales, varios miles sólo en la provincia del Cabo: sacrificios, emasculaciones, rapto y torturas a niños…, con el pretexto de curaciones milagrosas se cometían regularmente los asesinatos más abominables, promovidos la mayoría de las veces por adeptos ignorantes y bárbaros.
El mechón de cabello y las uñas cortadas daban pie a la hipótesis de que el asesino buscaba elaborar un muti, un remedio, o alguna pócima mágica. Un muti… Para curar ¿qué? Después de las desafortunadas declaraciones de la ministra de Sanidad con respecto al sida, ese tipo de historias desacreditaban a todo el país…
Neuman había rebuscado en el Criminal Record Center (CRC), el órgano de la policía que recopilaba los datos de todos los criminales de los últimos decenios y, en especial, aquéllos relacionados específicamente con crímenes rituales: varios centenares oficialmente, sólo en los diez últimos años. Miles, en realidad: niños mutilados, con los brazos, el sexo, el corazón o los órganos arrancados, a veces en vivo, para que el muti fuera más «eficaz», testículos y vértebras vendidos a precio de oro en el mercado de la superstición, el museo de los horrores estaba en auge, con una multitud de incrédulos anónimos, asesinos por poderes, y las estadísticas en progresión constante. No había encontrado nada.
El equipo de la policía científica había invadido el chalé de Montgomery, pero no había encontrado indicios de allanamiento. El sistema de seguridad funcionaba, y no faltaba nada en la vivienda. Así pues, Kate no había tenido tiempo de pasar por casa después del rodaje, o lo había hecho en compañía de su asesino, lo que no parecía muy probable: alguien los habría visto juntos, empezando por la cámara de vigilancia de la entrada, cuyas cintas no aportaban ninguna prueba. En la cuneta, a dos kilómetros apenas de la casa, habían encontrado su Porsche Coupe. Como en el caso de Nicole, el asesino había elegido un lugar aislado, sin testigos potenciales: la carretera de la cornisa salía de Chapman's Peak y serpenteaba entre la vegetación antes de llegar al pueblecito elegante de Llandudno. A bordo del vehículo sólo se habían encontrado las huellas de la víctima. El asesino la había interceptado en la cornisa. O Kate se había detenido por propia voluntad, sin recelo, como Nicole Wiese. Según la información recogida por Epkeen, la estilista debía llegar a Llandudno hacia las siete y media de la tarde. Su muerte se había producido a las diez: ¿qué había hecho en ese intervalo? ¿La habría drogado el asesino para que no ofreciera resistencia? Dos horas durante las cuales la había secuestrado, para preparar su sacrificio, ololo, «os matamos», sobreentendido: los zulúes…
Zaziwe: «esperanza»…
¿Asociación de ideas, puro azar, coincidencia? Neuman presintió la trampa. Estaba ahí, ante sus narices. Una tentación divina, una llamada, cuyo eco parecía resonar desde siempre. Una trampa en la que caía…
Zina Dukobe había sido miembro activo del Inkatha y recorría desde hacía diez años todo el continente con su grupo de artistas: no figuraba en ninguna organización política desde las elecciones democráticas, pero todos sus músicos estaban, o habían estado, en contacto con el partido zulú. Neuman elaboró una lista con las giras que había realizado el grupo en Sudáfrica, las fechas de residencia, y las comparó con los múltiples crímenes no resueltos ocurridos en esos períodos. Tras comparar los datos de la CID (la policía judicial) y de las diferentes fuerzas de seguridad, constató que se habían perpetrado seis homicidios en Johannesburgo durante una gira del grupo en 2003. Una de las víctimas, Karl Woos, era el director de una cárcel de alta seguridad durante el apartheid: lo habían encontrado muerto en su casa, envenenado con curare, probablemente víctima de una prostituta.
Neuman profundizó en su investigación y no tardó en toparse con otro caso no resuelto: Karl Müller, antiguo comisario de policía en Durban, había sido encontrado en el interior de su vehículo en una carretera secundaria, con una bala en la cabeza. Su revólver había aparecido cerca del cuerpo, sin carta que explicara un posible suicidio (14 de enero de 2005). El grupo había estado allí en esa misma época: habían actuado una semana en las discotecas de la ciudad, antes de volver a marcharse, al día siguiente del asesinato…
Bamako, Yaoundé, Kinshasha, Harare, Luanda, Windhoek: Neuman amplió sus pesquisas a todas las ciudades en las que había actuado el grupo zulú. Los datos eran inexistentes o de acceso restringido. Por fin, encontró la pista de una muerte sospechosa en Maputo, Mozambique: Neil Francis, un oficial de los servicios secretos del apartheid que se dedicaba ahora al comercio de diamantes, fue encontrado al pie de un acantilado con el cráneo destrozado.
Agosto de 2007: el grupo de Zina había pasado diez días en la ciudad…
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