Raymond tenía un bigote pelirrojo impresionante, finas manos que la nicotina había vuelto amarillentas y un marcado acento francés. Abrió el archivador metálico de su despacho y sacó la ficha correspondiente.
– Sí -dijo, tras echarle una hojeada-, sí que atendí a este niño, hace veinte meses… Aprovechamos para hacerle un chequeo, pero Simón no era portador del virus: la prueba dio negativo.
– Según la autopsia -prosiguió Neuman-, el virus del que se contagió mutó a una velocidad poco frecuente.
– Puede ocurrir, sobre todo en personas de constitución débil.
– Simón estaba bien cuando lo examinó, ¿no?
– Veinte meses es mucho tiempo cuando se vive en la calle -contestó el belga-. Jeringuillas infectadas, prostitución, violaciones: los niños de la calle empiezan a drogarse cada vez más jóvenes, y con los miles y miles de tipos que piensan que van a curarse del sida desflorando a vírgenes, a menudo suelen ser las primeras víctimas.
Neuman conocía las estadísticas de asesinatos de niños, una cifra que ascendía a velocidad vertiginosa.
– Esas creencias las fomentan las sangomas del township -insinuó.
– Bah -dijo el médico, no muy convencido-: no todos son tan atrasados… También está la medicina tradicional… El problema es que cualquiera puede declararse curandero: después, es solo cuestión de persuasión, de credulidad y de ignorancia. Aquí, a los enfermos de sida se los considera unos parias; la mayoría está dispuesta a creer lo que sea para curarse. Los microbicidas no han estado a la altura de lo que prometían -añadió con amargura-: nuestras campañas para la utilización del preservativo son como predicar en el desierto…
Pero Neuman pensaba en otra cosa:
– ¿Cuánto dura el período de incubación, quince días?
– ¿Del sida? Sí, más o menos. ¿Por qué?
Simón había contraído el virus en los últimos meses: era adicto a la droga que circulaba por la costa. Nicole Wiese, Stan Ramphele, los tsotsis del sótano de la casa, todos habían sucumbido al cóctel al poco de consumirlo. Todos salvo De Villiers, el surfista abatido por la policía. A Neuman le surgió entonces una duda. Dio las gracias al médico belga sin contestar a su pregunta, atravesó la cola de enfermos que esperaba en el pasillo y salió del dispensario.
Myriam estaba fuera, en los escalones de entrada, fumando, con las manos cruzadas sobre las rodillas; fingía que no lo estaba esperando.
– ¡Hola! -le dijo. Los ojos le hacían chiribitas.
– Hola…
El zulú pasó por delante de ella sin apenas verla y llamó por teléfono a Tembo.
***
– Epkeen se había dejado el móvil encendido en el pantalón, abandonado como todo lo demás sobre el suelo del cuarto. Vibró tres veces antes de que sonara el timbre de llamada. El despertador roto al pie de la cama indicaba las siete y media de la mañana: Brian tanteó en la penumbra, encontró la causa de su incomodidad, vio el nombre que aparecía en la pantalla y contestó a la llamada en un susurro para no molestar al unicornio que dormía a su lado.
– ¿Le he despertado? -preguntó Janet Helms.
– Haga como si la escuchara…
– He seguido investigando la casa de la playa -anunció la agente de información-. El propietario sigue ilocalizable, pero he conseguido algunos datos. Para empezar, el terreno: una hectárea y media bordeando Pelikan Park, fue comprado hace algo más de un año. No se han planteado obras de reforma para renovar la casa, pero hay negociaciones entabladas para la extensión de la reserva vecina: el terreno podría, pues, pasar a encontrarse en zona protegida, lo que triplicaría su valor. Delito de explotación de información privilegiada o simple especulación, resulta difícil de determinar. Sea como fuere, la operación inmobiliaria se realizó con transparencia cero: me ha sido imposible obtener el nombre del propietario o de la sociedad que compró la casa pero, investigando, he encontrado un número de cuenta de un banco de las Bahamas. Estrictamente confidencial, como usted bien sabe. Puede hablar con el fiscal general, pero dudo mucho que consiga algo…
Epkeen encajó como pudo el aluvión de información que le soltaba Janet Helms tan de mañana y puso un poco de orden en sus ideas. Efectivamente, pedir que se entablara un procedimiento con tan pocos argumentos no llevaría a ningún lado, sólo a meses de papeleo tan complicado como inútil, puesto que un simple clic de ordenador bastaba para transferir la cuenta a otro paraíso fiscal.
– El mundo de la banca da asco -comentó.
– Si le sirve de consuelo, el de la información también.
– Pfff.
El animal alado se movió bajo las sábanas.
– He elaborado una lista con los 4x4 Pinzgauer Steyr Puch que hay en la provincia -prosiguió Janet-. Un parque privado de una treintena de vehículos, de los que tan sólo una cuarta parte son de color oscuro, es decir, un total de ocho vehículos. También he elaborado una lista de personas que han alquilado un modelo así estas últimas semanas. Si quiere echarle un vistazo…
– De acuerdo -suspiró Epkeen.
Arrojó el móvil sobre el montón de libros que constituía su mesita de noche y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.
– Caray -dijo la voz a su lado-, vaya charlas te traes por las mañanas…
Tara debía de sentir calor bajo las sábanas, pero, con el brazo enrollado como un serpentín alrededor del edredón, el hermoso animalito no parecía tener ninguna intención de salir de la cama.
Brian se había encontrado con ella en el bar de Greenmarket en el que lo había citado. La amazona lo había embrujado con su franqueza, su buen humor y su porte decidido, parecía dispuesta a comerse el mundo. Tara tenía treinta y seis años y un caballo al que montaba siempre que podía; trabajaba de free lance para un gran estudio de arquitectos. No le contó nada de su vida privada, sus aficiones ni sus amores, sólo que le gustaba Radiohead y los tíos con los ojos verde agua como los suyos.
El final del sueño había tenido lugar en su casa, en el dormitorio del piso de arriba, donde habían hecho el amor con una confianza que les había durado hasta la mañana siguiente, era como si se conocieran de toda la vida.
– Epkeen -dijo, emergiendo de entre las sábanas-: no es un nombre afrikáner.
– Mi padre era procurador durante el apartheid -explicó él-: cuando cumplí los dieciocho, me puse el apellido de mi madre.
Tara venía de una familia británica liberal que había luchado contra los bóers en la guerra del mismo nombre. Lo agarró de la punta de la nariz:
– Mira tú qué listo…
De listo nada, Epkeen estaba como tonto por ella.
– ¿Tienes hambre? -le preguntó.
– Mmmm…
Su sonrisa de ángulos agudos lo empujó fuera de la cama. Se levantó, preguntándose cómo hacían las mujeres para estar tan guapas al despertarse por las mañanas. Tara le miró el culo mientras se paseaba por la habitación, en busca de la ropa que había dejado tirada por el suelo.
– Oye -le dijo-, pues para ser un caballo en las últimas tampoco estás tan mal…
– En realidad, éste no es mi verdadero cuerpo.
– ¿Ah, no?, pues a mí esta noche me había parecido que…
Brian se fue a la cocina, presa del vértigo tras el cual corría desde la adolescencia. No sabía si la noche anterior había estado a la altura, si lo estaría algún día, si todavía soñaba. Preparó un desayuno copioso y variado que subió humeante a la habitación. Tara estaba en el cuarto de baño. Dejó la pesada bandeja sobre la cama, inundó de té los huevos revueltos y se puso una camiseta. Su perfume flotaba en el dormitorio, una brisita entre las cortinas… Tara no tardó en salir, vestida y tan guapa como el día anterior.
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