Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Apenas le echó un vistazo al desayuno.

– Llego tarde -dijo-: me tengo que marchar pitando.

Su sonrisa isósceles parecía forzada de repente.

– ¿Ahora mismo? -preguntó él, meloso.

Tara consultó su reloj:

– Sí, ya lo sé, es una despedida un poco precipitada, pero se me había olvidado por completo que me toca a mí llevar a los niños a casa de la canguro esta mañana.

Despedida.

Canguro.

Tren fantasma.

– Pensaba que no tenías hijos.

– Yo no, pero mi pareja sí.

Tara cogió un frasquito de perfume francés, se echó dos nubecitas discretas y lo guardó visto y no visto en su maletita.

– ¿Huelo bien?

Le tendió el cuello, grácil y blanco; daban ganas de morderlo.

– Divinamente, yegüita -contestó.

Tara soltó una risita que no ocultó su apuro.

– Bueno, me voy.

– Aún es hoy, pero tú ya quieres que sea mañana -dijo él, ocultando mal su amargura.

– Mmm -asintió ella, como si comprendiera-. En cualquier caso, ayer estuvo genial.

Genial.

Brian quiso decirle que la mitad del placer era suya, pero Tara depositó un beso melancólico en sus labios antes de desaparecer como una ciudad bajo las bombas.

Un portazo y nada más.

Se acabaron los galopes y las carreras entre la espuma del mar. Sólo quedó la brisa blanda contra las cortinas, el café humeante sobre las sábanas y la impresión de estar como la cama: completamente deshecho…

Entonces vibró su móvil desde la pila de libros: Epkeen tuvo ganas de mandarlo al otro extremo del Atlántico, pero era Neuman.

– Vente para acá -le dijo.

***

Epkeen atravesó el seto de periodistas y curiosos aglutinados detrás de los precintos bicolores de la policía. Las olas se precipitaban sobre la playa de Llandudno y volvían a marcharse, cubriendo el horizonte de rocío aterrado… El arte de la caída, su vida podía resumirse en eso.

Neuman lo vio llegar desde lejos, desaliñado y de mal humor.

– Siento haberte despertado -le dijo.

Brian seguía pensando en Tara, en las estrategias fatales, en todo ese amor que se iba al garete… Se inclinó sobre la arena.

La joven estaba tendida a dos metros de allí, con los brazos en cruz, como si acabara de caer del cielo. Un vuelo macabro: Epkeen apartó la mirada del rostro de la chica. No había desayunado, y la huida de Tara le había dejado el estómago revuelto.

– Un tipo que hacia footing la encontró esta mañana -dijo Neuman-. A eso de las siete.

Una chica desfigurada, tumbada de espaldas. Las manos también estaban destrozadas. Epkeen encendió un cigarrillo, sentía el peso de la tristeza sobre los hombros.

– ¿No tienes ninguna chica viva que presentarme? -dijo, para darse algo de aplomo.

Ali no contestó. El viento levantaba la falda de la chica y escupía arena; Tembo se afanaba alrededor del cadáver, visiblemente preocupado. El equipo de la científica peinaba la playa. Una mujer blanca, de no más de treinta años, pelo rubio oxigenado y sucio, un rostro sin boca, sin nariz, sin nada… El cielo se estaba llenando de nubarrones negros. Neuman miraba fijamente el mar revuelto. Una gaviota se acercó a saltitos sobre la arena, a unos pasos de allí, e inclinó el pico hacia el cadáver. Epkeen la ahuyentó con una mirada torva.

– ¿Se sabe quién es? -dijo por fin.

– Kate Montgomery… Vive en una de las casas de ahí arriba, con su padre, Tony.

– ¿El cantante?

– Sí.

Tony Montgomery había conocido su hora de gloria en mitad de la década de los noventa; había sido un símbolo de la reconciliación nacional: por eso habían acudido en masa los periodistas…

– Aún no hemos podido contactar con él -dijo Neuman-, pero Kate trabajaba de estilista en un videoclip. Acabamos de hablar con el equipo de rodaje, que sigue esperándola… Se ha encontrado su coche a dos kilómetros de aquí, un poco más arriba, en la cornisa, pero su bolso no estaba dentro.

Tembo se dirigió hacia ellos, sujetándose el sombrero de fieltro, que amenazaba con salir volando. El también parecía triste y malhumorado. Les comunicó sus primeras impresiones con voz mecánica. Todos los golpes se habían concentrado en la cabeza y en el rostro: con un martillo, una barra de hierro, una porra… No se había encontrado el arma del crimen, pero las similitudes con Nicole Wiese parecían evidentes. El mismo salvajismo en la ejecución del crimen, el mismo tipo de arma. La muerte se situaba hacia las diez de la noche del día anterior. La ausencia de rastros de sangre sobre la arena podía indicar que el cuerpo había sido transportado hasta la playa. Esta vez sí se había producido violación, estaba comprobado.

Epkeen apagó su cigarro en la arena y se guardó la colilla.

– ¿Señales de lucha? -quiso saber Neuman.

– No -contestó el forense-, pero hay cortes en la cintura, son marcas antiguas… Los más recientes tienen varios días, los otros, semanas.

– ¿Señales rectilíneas?

Ali pensaba en las marcas extrañas encontradas en el cuerpo de la primera víctima. Tembo sacudió la cabeza despacio:

– No. Los cortes son poco profundos, lo más probable es que estén hechos con un cúter… Las uñas en cambio sí que han sido cortadas, visiblemente por un cuchillo… Vengan a verlo.

Se arrodillaron junto al cadáver. La punta de los dedos de la chica había sido toscamente mutilada. Tembo señaló la coronilla.

– También le han cortado un mechón de pelo -dijo.

Neuman rezongó. Mechón de pelo, uñas: cualquier sangoma podía conseguir ese tipo de ingredientes de manera más fácil… Vio la blusa rasgada de la chica, donde la sangre se había secado. Los tirantes del sujetador estaban seccionados, y el pecho, lacerado.

– ¿Escarificaciones?

– Más bien parecen letras -dijo Tembo. Levantó la blusa con la ayuda de un lápiz-. O números, grabados sobre la piel a punta de navaja… ¿Ven las tres oes?

La sangre se había coagulado sobre el pecho, pero los cortes, más oscuros, quedaban perfectamente visibles.

– O… lo… lo- descifró Neuman.

– ¿Eso qué lengua es? -reaccionó Epkeen-: ¿xhosa?

– No… zulú.

Os matamos: el grito de guerra de sus antepasados, retomado por la facción más violenta del Inkatha.

8

Una tormenta tropical se abatió sobre Kloofnek. Epkeen puso en marcha los limpiaparabrisas del Mercedes. Tara, que acababa de estallarle como una pompa entre los dedos; la chica de la playa, asesinada a golpes; los medios de comunicación, tras la pista del asesino, las estupideces que iban a contar; vaya mañana de mierda estaba teniendo. La situación tendía a repetirse últimamente. ¿Era todo consecuencia de la muerte de Dan? De pronto sintió ganas de tomarse unas vacaciones, bien largas, de marcharse lejos de ese país que meaba sangre, del mundo asediado por las finanzas y las élites reaccionarias, corrompidas por el dinero, y morirse de amor por la primera que pasara, emborrachándose en cualquiera de sus palacios ridículos, como en las novelas de Scott Fitzgerald… En lugar de eso, subió por la carretera llena de curvas de Tafelberg que llevaba al teleférico y encontró un hueco para aparcar en batería.

La lluvia martilleaba sobre el asfalto al pie de Table Mountain, cuya cumbre se adivinaba apenas entre la bruma algodonosa. Apagó la radio cuando sonaban a pleno volumen Girls Against Boys, le dio una moneda al chaval del dorsal chillón que indicaba dónde aparcar y corrió a las tiendas de souvenirs donde los turistas empapados esperaban el teleférico.

Se podía trepar hasta la cima por los senderos escarpados, pero la lluvia y los atracos que se habían multiplicado en los últimos meses habían terminado por disuadir hasta a los más temerarios. Los turistas que se amontonaban allí eran en su mayoría gordos y paletos, e iban vestidos como campesinos en una boda; Epkeen lo veía todo negro, pero un trocito de cielo azul asomaba ya bajo el gris antracita. El teleférico se puso por fin en marcha. La cabina pasó rasando por encima de las faldas de la montaña, un kilómetro de desnivel bajo el traqueteo de los aparatos digitales. Empujadas por el viento, las nubes envolvían las cumbres formando una suerte de humo, y poco después llegaron. Epkeen dejó a los turistas extasiados ante las vistas de la ciudad y, sin dignarse contemplar el océano agitado, tomó el sendero que llevaba a Gorge Views.

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