Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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Neuman reconstruía el puzle de los fragmentos perdidos en lo más hondo de sí mismo cuando recibió el correo electrónico de Tembo. El forense había realizado un análisis complementario sobre De Villiers, el surfista adicto a la nueva droga abatido durante el atraco: según las muestras de sangre almacenadas, De Villiers había contraído el virus del VIH.

El virus se había desarrollado hacía poco tiempo pero, como en el caso de Simón, de manera espectacular: una esperanza de vida inferior a seis meses.

La intuición de Neuman era acertada, lo cual no lo tranquilizó en absoluto. ¿Qué había en esa droga?, ¿muerte? ¿Y qué más?

A fuerza de extenderse, el township había terminado por llegar hasta el mar.

Los niños iban a jugar al fútbol a la playa, para gran alborozo de los turistas en sus minibuses, los cuales, gracias al touroperador y a una visita relámpago al township, se lavaban la conciencia por cuatro perras. No se veía uno solo en las discotecas negras de los barrios populares de Ciudad del Cabo -las únicas en las que se registraba al cliente a la entrada-, ni de hecho al más mínimo blanco, una lástima para la juventud local.

Allí, junto a las dunas que separaban la playa de los asentamientos, había visto Winnie Got a Simón por última vez, con los desarrapados que constituían su banda: muerto Simón, esos chavales eran los últimos testigos del caso… Neuman aparcó el coche al final de la pista y caminó hacia el océano en ebullición. Los gritos de los niños, que el viento arrastraba, se oían desde lejos. Bajo el sol, la arena de la playa era de un blanco cegador. Una jauría con pantalones cortos corría detrás de una pelota de goma espuma medio carcomida. No había tiempo para hacerse pases, todo era una melé general en las cuatro esquinas del campo y clamores espectaculares a cada saque; mientras tanto, los porteros daban saltitos y se balanceaban entre dos jerséis tirados en la arena.

La sombra del zulú pasó sobre el peso pluma que defendía sus porterías invisibles.

– Estoy buscando a dos niños -dijo Neuman, enseñándole la foto de Simón-: chicos de por aquí, que tendrán unos diez o doce años.

El pequeño portero retrocedió un paso.

– Uno de ellos es algo mayor, lleva un pantalón corto verde. Iban con este chico, Simón… Me han dicho que venían a jugar al fútbol con vosotros.

El niño miraba a Neuman como si fuera a lanzársele a la yugular.

– No… no lo sé, señor… Tiene que preguntar a los demás -dijo, señalando el tropel de chavales.

Eran al menos treinta los niños que se peleaban alegremente por el balón bajo el sol.

– ¿De quién es la pelota?

– De Nelson -contestó el peso pluma-. El que tiene la camiseta de los Bafana Bafana…

La selección nacional, que no estaba muy en forma, según decían, pese al mundial, ya a la vuelta de la esquina.

Alrededor de la esfera de goma espuma reinaba la confusión más absoluta: Neuman tuvo que confiscar el objeto codiciado para hacerse oír. Al fin se llevó aparte al tal Nelson, rodeado enseguida por sus jugadores, y les explicó lo que andaba buscando. Los niños se apiñaban a su alrededor como si fuera a repartir caramelos. Al principio todo fueron expresiones de ignorancia, pero la foto avivó los recuerdos. La banda se había dejado ver un tiempo por la playa, hasta habían tratado de jugar con ellos al fútbol, pero aquellos chicos iban de duros, hacían muchas faltas para robar el balón…

– ¿Cuándo vinieron por última vez? -quiso saber Neuman.

– No lo sé, señor… Hará quince días, tres semanas…

Nelson miraba de reojo el balón que el gigante sujetaba bajo el brazo, era suyo y no tenían otro.

– ¿Cuántos niños había con Simón?

– Tres o cuatro…

– ¿Me los puedes describir?

– Recuerdo a uno alto con un pantalón corto verde… Se hacía llamar Teddy… Luego había otro, más bajito, con una camisa militar.

– ¿Una camisa caqui?

– Sí.

– ¿Qué más?

– Bah…

Los chavales armaban jaleo a su espalda, lanzándose pullas en argot.

– ¿No tenían ninguna señal especial? -insistió Neuman-. Un detalle en la cara, tatuajes…

Nelson se concentró.

– El más bajito -dijo por fin-, el de la camisa militar, tenía una cicatriz en el cuello. Aquí -dijo, señalándose el nacimiento delgaducho de los trapecios-. ¡Una cicatriz con pinta de habérsela cosido él mismo!

Los demás se echaron a reír, dándose palmadas en los muslos y empujándose entre ellos más todavía.

– ¿Nada más? -preguntó Neuman.

– ¡Eh, señor! -se rio a su vez Nelson-. ¡Que no soy una cámara Divis!

Los niños ya sólo tenían ojos para el pedazo de goma espuma. Neuman lo arrojó lejos, por encima de sus cabezas. Los chavales se lanzaron tras él al instante, gritando como si cada uno acabara de marcar un gol.

***

Neuman recorrió los public open spaces, esas zonas de arena invadidas por las malas hierbas en las que se refugiaban los delincuentes. Se cruzó con algún que otro fantasma, gente a la que habían echado de los townships o de los asentamientos, pero no obtuvo ninguna información sobre los niños. El viento que barría la zona lo borraba todo, hasta el recuerdo de los muertos.

Neuman caminó hasta las dunas peladas, ya no veía más que latas vacías de coca-cola, envoltorios de plástico y golletes de botella que servían de pipa para meterse tik o Mandrax. El lugar, desierto, era inquietante, un paisaje lunar en el que ni siquiera erraban los perros, por miedo a que se los comieran… Pero el resto de la banda tenía que estar en alguna parte… Habían huido del asentamiento y de la playa tres semanas antes, y nadie los había vuelto a ver. Simón se había refugiado en el township vecino, donde había crecido, él solo. La banda se había unido así. Habían huido para escapar de los camellos: Neuman se había topado con dos de ellos en el solar. Epkeen había abatido a Joey, pero su compinche no estaba entre los cadáveres encontrados en el sótano: el cojo…

Neuman regresó hacia la pista que bordeaba la tierra de nadie. Su coche esperaba en la grava ardiente, sobre el capó se dibujaban espejismos etílicos; accionó la apertura a distancia.

Un niño salió entonces de una zanja vecina. Un negro bajito de unos doce años, con una camiseta mugrienta y sandalias de suela de neumático. Provocó un pequeño derrumbamiento al trepar la zanja, dio un paso hacia Neuman pero se quedó a cierta distancia de él. Su cabello crespo estaba gris de polvo. Retorcía un trozo de alambre entre las manos sucias y ahuyentó las moscas que se le apiñaban alrededor de los ojos.

– Hola…

Unos ojos enfermos que, al supurar, habían formado costras amarillentas. -Hola.

Cosa rara, el niño no pedía moneda alguna: lo observó desde lejos, junto a la zanja donde esperaba, triturando su trozo de alambre. Neuman tuvo una sensación como de malestar, todavía difusa. El niño le recordaba a los conejos enfermos de mixomatosis, que se quedaban plantados sin moverse, esperando la muerte…

– ¿Vives aquí? -le preguntó Ali.

El niño indicó con un gesto que sí. Su pantalón de chándal estaba hecho jirones a la altura de las pantorrillas, y no llevaba gorra. Neuman sacó la foto de Simón.

– ¿Has visto alguna vez a este chico?

El niño se alejó las moscas de los ojos y dijo que no con la cabeza.

– Forma parte de una banda de chicos de la calle: uno alto con un pantalón corto verde y uno más bajito, con una camisa militar y una cicatriz en el cuello…

– No -dijo-. No lo he visto nunca…

Aún no le había cambiado la voz, pero la mirada que le lanzó ya no era la de un niño.

– Veinte rands, sir… -El pequeño harapiento se llevó la mano al pantalón-. Veinte rands por una pipa, ¿le apetece, sir?

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