Caryl Férey - Zulú

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Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

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– ¿Feo?

– Feísimo.

Hizo una mueca de asco.

Epkeen se fue directamente a la marca Pinzgauer.

No tuvo que esperar mucho.

– ¡Ese! -exclamó Tara-. ¡El Steyr Puch 712K!

La amazona tenía de pronto cinco años y medio, y a él el cerebro se le iba separando en cubitos azules.

– ¿Está segura de que es este modelo?

– Si no es ése, es primo hermano suyo.

– Lo vio usted a cien metros -comentó Epkeen.

– Tengo buena vista, teniente.

La mujer lo impresionaba, le daba miedo…

– Un Pinzgauer Steyr Puch de color oscuro -escribió en voz alta en su libreta-. ¿Alguna otra precisión?

– ¿Qué quiere saber? -preguntó ella, irónica-. ¿El color de los neumáticos?

– Me refería al conductor, o a si vio a alguien en los alrededores de la casa…

– Lo siento. No vi a nadie. Paso por ahí temprano por las mañanas -explicó-, tal vez dormían…

Epkeen hizo una mueca. Aislada en un extremo de la playa, la casa era un escondite seguro, con un acceso por la pista a la carretera que llevaba a los townships. No debía de haber cien mil modelos de ese Pinzgauer en la provincia…

– Bien… Le agradezco mucho su información.

– ¡De nada!

De un salto, Tara volvió a tierra firme. Parecían gustarle los saltos.

– Bueno -sonrió-, tengo que irme…

– ¿Adónde?

– ¡No es asunto suyo, teniente!

Cogió su bolso de lona, que había dejado sobre la mesa, se cruzó con la mirada líquida de Epkeen y reflexionó unos segundos.

– Tengo un par de cosillas que hacer antes de esta noche -dijo entonces, como si ocultara algo-. Me imagino que estará libre, ¿no?

– A mi lado el aire se enrarece -la advirtió él.

La adrenalina le latía en las venas. Tara sonrió y luego consultó su reloj.

– Mmm -calibró-, no necesito mucho más… A las siete en el bar de la esquina con Greenmarket, ¿le parece bien?

***

Los cadáveres encontrados en la casa de Muizenberg acababan de ser identificados. Pamela Parker, veintiocho años, toxicómana, vieja conocida de la policía por estar en la órbita de distintas bandas del township. Detenida varias veces por captar clientes en autobuses y estaciones. No tenía domicilio fijo, pero sí una condena por agresión, y se encontraba en libertad condicional. No se tenían noticias de ella desde hacía casi un año. Tenía una hermana, Sonia, de la que tampoco se sabía nada ni se la había visto. Francis Mulumba, veintiséis años, antiguo policía ruandés buscado por el Tribunal Penal Internacional por violaciones y asesinatos. Mujahid Dokuku, ex miembro del Movimiento por la Emancipación del Delta del Níger (MEND), un grupo rebelde nigeriano especializado en bunkering, el desvío de petróleo explotado por las multinacionales. Se había fugado dos años antes de la cárcel donde cumplía una pena de doce años por sus actividades en la guerrilla. Se sospechaba que había entrado clandestinamente en Sudáfrica, como miles de refugiados más, para engrosar las filas del crimen organizado…

La policía científica no había encontrado más que excrementos en las paredes del sótano, sangre de las víctimas y dos cuchillos de cocina que se habían utilizado en la matanza, con sus huellas en los mangos. Ni armas de fuego, ni droga: y eso que estaban colocados hasta las cejas con ese mismo cóctel a base de tik, a dosis que se aproximaban al estado de locura furiosa, según el protocolo del forense… ¿Se habrían refugiado en la casa para escapar a los controles de la policía en las carreteras? ¿Se habrían matado entre sí por el efecto de la droga, o les habrían ayudado como habían hecho con Stan Ramphele? ¿Era la casa el escondite en el que vivían y desde donde vendían la droga? Neuman se había topado con Joey, el más joven de la banda, hacía unos días en el solar de Khayelitsha: ¿por qué estaría maltratando a Simón? ¿Y dónde estaba su acólito, el cojo?

Neuman había recorrido el barrio que se extendía alrededor del gimnasio en construcción, sin enterarse de gran cosa: chavales de la calle como Simón Mceli los había a miles en el township. Lo habían mandado de aquí para allá, de descampado en campo de fútbol. Algunos le habían aconsejado que se fuera a tomar por culo en los barrios blancos. Superpoblación, miseria, sida, violencia: la suerte que corrían los chavales de la calle que venían de lugares cada vez más hacinados no interesaba a nadie.

El informe de la autopsia de Simón Mceli llegó esa misma tarde. Los distintos animales que habitaban en los conductos del solar habían dañado seriamente el cuerpo del niño, pero las lesiones en la zona próxima al tercer metacarpo correspondían a picaduras de insecto que se remontaban a una semana, lo que indicaba la fecha aproximada de la muerte. No había ningún impacto de bala, ni ninguna herida visible en las partes del cuerpo que no habían tocado los animales. Los pocos objetos que se habían encontrado junto al cuerpo -velas, cerillas, agua, alimentos, una manta- permitían pensar que Simón se había llevado consigo un kit básico de supervivencia. No había más señales de pinchazos, sólo las picaduras de los insectos. El niño sufría graves carencias de calcio, hierro, vitaminas y proteínas, y se habían encontrado rastros de productos tóxicos en su cuerpo: marihuana, metanfetamina y esa molécula que el laboratorio no lograba identificar.

Simón también estaba intoxicado. Más que eso, era adicto perdido. Eso podía explicar su estado famélico, la agresión contra Josephina, pero no las causas de su muerte. Simón había muerto por envenenamiento en la sangre, pero no lo había matado una sobredosis: había muerto de sida. Un virus fulminante.

***

Además de por la violencia, Sudáfrica estaba asolada por el VIH. El veinte por ciento de la población era portadora del virus, una de cada tres mujeres en los townships, y las perspectivas eran aterradoras: dos millones de niños perderían a sus madres en los próximos años, y la esperanza de vida, que ya había disminuido cinco años, iba a disminuir otros quince, hasta rondar los cuarenta años en 2020. Cuarenta años…

El gobierno le estaba echando un pulso jurídico a la industria farmacéutica, que no aceptaba distribuir medicamentos genéricos a las personas infectadas; por fin se había aprobado el acceso a los antivirales, con la ayuda de la comunidad internacional y de una campaña de prensa virulenta, pero el tema seguía candente. Para el gobierno sudafricano, una nación era como una familia unida, estable y nutritiva, que se desarrollaba plenamente en un cuerpo sano; una familia disciplinada: el presidente invalidaba las estadísticas de contagio, el índice de mortalidad y la violencia sexual que, según él, pertenecían a la esfera privada. Acusaba a la oposición política, a los activistas del sida, a las multinacionales y a los blancos, siempre dispuestos a estigmatizar las prácticas sexuales de los negros, recluidos al banquillo de los acusados: el «peligro negro», resurgimiento del apartheid. Por todo ello, el sida se consideraba una enfermedad banal vinculada a la pobreza, la malnutrición y la higiene, excluyendo explícitamente el sexo. Una enfermedad de consecuencias intolerables, sobre todo en materia de costumbres masculinas. Según ese punto de vista, y para contener la plaga, la política sanitaria del gobierno en un principio había preconizado el ajo y el zumo de limón después de las relaciones sexuales, así como ducharse o utilizar cremas lubricantes. El rechazo a los preservativos, considerados no viriles y un instrumento de los blancos, pese a las distribuciones gratuitas, completaba un panorama bastante desesperado de por sí.

Jacques Raymond, el médico belga de la organización Médicos sin Fronteras, que trabajaba en el dispensario de Khayelitsha, sabía de lo que hablaba: vacunas, pruebas, consulta a domicilio, foro de información, Raymond llevaba tres años recorriéndose el township de una punta a otra, y había perdido la cuenta de los muertos. Neuman pidió la ficha de Simón Mceli, y el médico no puso pegas: violencia, enfermedad, drogas…, la vida de los niños de la calle no tenía ningún valor en el mercado, ni siquiera valía un juramento de Hipócrates.

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