– ¿Quién es Chavaír? -preguntó Lanthier.
– Era la hermana de mi bisabuelo. Participó junto con otros amigos (Vano, Annette, Koté, Braguin…) en muchas de sus evasiones.
Una pausa. Y luego, con una sonrisa:
– Te he convertido en mi hermanita, Lanthier.
Lanthier sonrió y se retorció incómodo en su sitio. Era evidente que tenía una pregunta que no se atrevía a hacer.
– ¿Qué sucede? -preguntó Kamo.
Lanthier el Largo se tiró a la piscina:
– De verdad. Kamo, ¿qué hiciste para escapar de ese lobo que te seguía? No me digas que se te ha olvidado.
La sonrisa de Kamo desveló una hilera de dientes relucientes.
– Vete a saber -respondió despacio-. A lo mejor me lo merendé yo al final.
Cuando, algunos días después, la madre de Kaino entró en la habitación de su hijo, declaró en tono brusco:
– O sea, que en cuanto me doy media vuelta te caes de cabeza…
– Y tú -contestó Kamo-, en cuanto dejo de vigilarte haces novillos…
Eran así los dos. Nunca compartían sus tristezas. Se guardaban sus preocupaciones para ellos. Se peleaban ellos solos con sus miedos. Se querían de verdad.
– Seguir aquel viaje organizado no iba a ser precisamente la manera de descubrir gran cosa sobre tu bisabuelo -contestó ella.
Los ojos de Kamo se iluminaron.
– ¿Entonces?
Se había incorporado sobre los codos. Miraba a su madre como un hambriento.
– ¿Entonces; -¿Has descubierto cómo murió aquel comecosacos?
Ella hizo signos afirmativos con la cabeza durante un rato mientras acariciaba el cráneo rapado de su hijo.
– Cuenta.
Y ella contó:
«Era en julio de 1922. La Revolución había terminado cinco años antes. Y la guerra civil se había acabado también. Melissi la griega, Melissi la Abeja, no había olvidado a su Kamo. Él había preferido la Revolución, es cierto, había hecho la guerra contra los cosacos, es cierto, pero ahora era libre. Ella buscó su rastro en aquel inmenso país deshecho. Y lo encontró. El nuevo gobierno había nombrado a Kamo jefe de aduanas de Transcaucasia. Vivía en Tiflis. Ella subió al tren. Él recibió un telegrama: "Soy yo. Voy". La noche que ella llegaba, él saltó sobre una bici y pedaleó como un loco hacia la estación. Gritaba su nombre en la noche: "¡Melissi!". Apareció un coche negro. El coche circulaba por su izquierda, con las luces apagadas. Él no iba precisamente por su derecha. El coche iba rápido.»
La madre de Kamo se interrumpió un instante. Abrió su bolso y sacó un objeto que tendió a su hijo.
– Toma, es para ti; me lo dieron las autoridades. Era la única cosa de este mundo que realmente apreciaba… Un regalo de Melissi.
Kamo recogió el recuerdo en la palma de su mano. Era un reloj como los que se hacían en tiempos pasados, con una caja con resorte y una cadenilla de oro. Kamo apretó un botón estriado y la tapa del reloj se abrió. El cristal estaba roto. Las agujas, inmóviles, marcaban las once.
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