Daniel Pennac - ¡Increíble Kamo!

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Kamo se ve obligado a aprender inglés en tres meses. Su madre le ofrece la posibilidad de cartearse con Cathy, una chica francamente extraña, por la que Kamo empieza a sentir una fuerte atracción…

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(Más me valía estar de acuerdo…)

Así que cada vez que la cinemateca reponía una antigua versión de Cumbres Borrascosas, nos precipitábamos allá. Pero esta vez Pope, mi padre, era una roca. Entonces, Kamo negoció con Moune.

Corrió a la cocina para echarle una mano, como de costumbre, y por la noche, durante la cena, con la nariz metida en mi sopa, oí con toda claridad cómo Moune decía:

– Vamos, Pope…

Levanté bruscamente la mirada hacia mi madre; tenía la sonrisa de las grandes victorias. Pope no había podido resistirse nunca a aquella combinación tan especial de mirada de otoño y sonrisa de primavera. Aquella noche no se resistió más que otras veces. Se limitó a decir:

– Ni siquiera puedo llevarlos en coche; le he prometido al abuelo Tintorro que iría a arreglarle la tele.

El «abuelo Tintorro», como él le llamaba, era un antiguo compañero de trabajo de Pope que vivía en la otra punta de París y que no soportaba ni la jubilación, ni el tintorro. ni los programas de televisión. Desgraciadamente eso era todo lo que tenía en la vida. Así que, como su jubilación le ponía demasiado triste, se soplaba una señora botella y se instalaba delante del aparato.

Al día siguiente, llamaba por teléfono a Pope para que fuera a reparar la tele, que había dejado hecha cachitos.

– No pasa nada -dijo Moune-, irán con sus bicis y serán prudentes.

Ya. Como que es fácil ser prudente a esa hora de la noche con nadie o casi nadie en las calles de París… Lo habíamos prometido, es cierto, pero a las primeras pedaladas parecía ya como si estuviéramos a punto de llegar a la meta del Tour de Francia. Doblado en dos sobre mi purasangre le gritaba a Kamo que lo cazaría, que algún día acabaría por atraparle…

– ¡Jamás! -vociferaba Kamo-. ¡Nunca me alcanzará nadie! ¡Voy más rápido que las balas alemanas!

Si en nuestra trayectoria se hubiese encontrado aquella noche un poli, apenas nos habría visto pasar. Y fue una lástima, porque, si nos hubieran detenido a tiempo, el accidente no habría ocurrido.

Cuando hoy vuelvo a pensar en ello, lo más extraño es que el primer recuerdo que me ha dejado es el de una inmensa carcajada. Mi propia risa retumbando en las calles de París. Había renunciado a alcanzar a Kamo. Victorioso, se había puesto de pie sobre el cuadro de la bicicleta checoslovaca, había abierto los brazos y gritaba a voz en cuello;

– ¡Ya llego, Cathy! ¡Espérame, no te mueras! ¡Soy yo, Kamo; ya llego!

Y yo. pedaleando detrás y riéndome como un merluzo…

– ¡Voy a salvarte! -aullaba Kamo-. ¡Ten confianza! ¡Te voy a salvar de una vez por todas!

Y yo iba zigzagueando de tanto como me reía.

– ¡Voy a meterme en la pantalla! -gritaba Kamo-.¡Voy a arrancarte de la película. Cathy, y ya nunca volverán a obligarte a rodar semejantes petardo?!

La calle bajaba en picado. De pie sobre su bicicleta, con un pie en la silla y otro en el manillar, Kamo volaba en la noche rojiza de la ciudad con tanta seguridad como un campeón de surf sobre el oleaje del Pacífico.

– Conozco una isla en el Caribe, ¡Te llevaré allí. Cathy! ¡Se acabaron las pelis! ¡Se acabaron las brumas de Escocia! ¡Vivan las lagunas cristalinas y los cocoteros de suaves curvas!

De vez en cuando aparecía alguien en una ventana, pero ya habíamos pasado. Kamo continuaba aullando:

– ¡Beberemos ponches de coco con ese mastuerzo que intenta seguirme y que es amigo nuestro!

El coche era negro. Circulaba con todas las luces apagadas. Circulaba deprisa. Circulaba por su izquierda. Y Kamo no se ceñía a su derecha precisamente.

– ¡Te quiero, Cathy! ¡Espérame, mi amor, que ya llego!

Chocó con el automóvil negro en el centro de la curva. Con e! choque, el faro de la bicicleta checoslovaca estalló. Kamo golpeó el techo del coche, que siguió su marcha triturando una bicicleta cuya chatarra chillaba mientras despedía surtidores de chispas.

– ¡Kamo!

Había salido despedido por el aire y, por un momento, le había perdido de vista. Luego, había caído en mitad de la calle, había rebotado y había rodado sobre la acera hasta ir a empotrarse en la puerta de un edificio cuyas luces parecieron encenderse todas de golpe.

El otro detalle que me vuelve a la cabeza se confunde entre la luz giratoria de la ambulancia y la del coche de policía. Estaban poniendo en una camilla a Kamo desvanecido; un hilo de sangre le corría desde el oído. Nadie se ocupaba de mí mientras yo gritaba:

– ¡El coche no se ha parado! ¡Iba por la izquierda y no se ha parado!

Gritaba aquello, sí; y al mismo tiempo sentí que algo rechinaba bajo mi pie. Me agaché. Era el reloj de Kamo. Estaba roto. Marcaba las once.

4 Blanco como la muerte

ALGO que había impresionado mucho a Kamo, al morir su padre, era la blancura de la clínica.

– Nunca pintaré de blanco las paredes de mi casa.

Era inflexible con el blanco:

– Además, ni siquiera es un color.

Decía:

– El blanco, cuanto más limpio más sucio. Una sombra sobre blanco es como hollín caído del cielo.

Y decía también:

– El blanco es la muerte que se esconde.

En esto pensaba yo mientras recorría una y otra vez el pasillo de urgencias. Habían secuestrado a mi Kamo directamente en la zona de quirófanos. Pope sostenía la mano de Moune en las suyas. Estaban los dos sentados en unas sillas de plástico naranja.

Pope estaba tan pálido que su bigote negro parecía postizo. Moune no lloraba. Era peor. Era como si no pudiera volver a llorar en toda su vida. Yo caminaba de arriba abajo ante el naranja y el verde de las paredes, diciéndome: «No se va a morir. Si han puesto verde en la pared, no se morirá, La muerte es el blanco en las paredes».

Sin embargo, horas más tarde (seguía habiendo naranja y verde en las paredes, pero el malva del amanecer estaba ya en las cornisas), cuando vi salir al cirujano de la zona de quirófanos, cuando le vi acercarse a Pope y Moune. cuando vi aquella bata blanca, aquel gorro blanco, aquel bigote y aquel pelo blancos, cuando vi toda aquella cantidad de blanco inclinándose hacia Pope y Moune, que se levantaron como impulsados por un resorte (lo que hizo que el hombre de blanco tuviera que erguirse él también, como si ¡e hubiera salido mal la reverencial…

… Cuando vi a aquel hombre tan cansado, con los labios exangües de agotamiento, pronunciar las palabras «valor», «muy pocas esperanzas», «gran hematoma cefalorraquídeo», «chico robusto, pero…», cuando vi que el brazo de Pope se agarrotaba en torno a! cuerpo de Moune que desfallecía, supe que mi Kamo estaba acabado, que la bicicleta checoslovaca lo había matado, que acababa de perder a mi mejor amigo, a mi único amigo.

Las cosas nunca suceden sin que uno se pregunte por qué. Los acontecimientos gritan. Exigen una explicación. Quieren un culpable.

– En la Edad Media -decía Kamo- se abatía una calamidad sobre una aldea y. ¡zas!, quemaban a una bruja.

Es cierto que los acontecimientos claman venganza. Una venganza ciega.

– La economía alemana va de ala -decía Kamo- y el chiflado de los bigotes gamados decide matar a todos los judíos.

No se podía parar a Kamo cuando estaba lanzado sobre el tema:

– ¡No son «explicaciones» lo que los hombres necesitan, sino «culpables»! Incluso aquí, entre nosotros, en esta clase, cuando se tuerce algo, lo que sea, no se buscan explicaciones: ¡siempre es Lanthier el Largo el que carga con el mochuelo!

Volví a pensar en estas cosas, en estos razonamientos que Kamo solía desarrollar en clase de historia y que nos divertían y nos hacían reflexionar al mismo tiempo; los recordaba al oír a Pope, a aquel pobre gigantón que era Pope, mi padre, repitiendo sin cesar:

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