Daniel Pennac - ¡Increíble Kamo!
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– ¡De ninguna manera! ¡No se te ocurra decirles que Kamo ha hablado!
– ¿Por qué?
– No lo sé.
Al decirme aquello tenía un aspecto completamente extraviado. Un pánico repentino en los ojos.
– No sé… me parece… nadie más que nosotros debe saberlo… júramelo.
Se había dado la vuelta. Estaba frente a mí, Vi que sus enormes puños se habían cerrado dentro de sus bolsillos.
– ¡júralo!
– De acuerdo, Lanthier, de acuerdo; no diré nada; lo
Sin embargo, aquella noche, ante la desdicha de Pope, ante la desdicha de Moune, no pude evitar decir:
– ¡Eh! ¡Vosotros dos…!
Pope levantó muy lentamente la cabeza. Sólo los llamaba «vosotros dos» en los momentos de gran alegría.
– Kamo va a salir de ésta -dije.
Pope me miró como si no me oyese. Me eché a reír con fuerza y dije:
– Los adolescentes tienen antenas que los viejos carrazones han perdido.
Aquello no les hizo sonreír a ninguno de los dos. Entonces, me senté al lado de Moune y la rodeé con mis brazos.
– Mamá, ¿tienes confianza en mí?
Dijo que sí con la cabeza. Un sí minúsculo.
– Entonces, escacha bien lo que te digo. Kamo va a salir de ésta -y añadí-: Te lo juro.
7 Kamo y Kamo
LANTHIER el Largo tenía razón: el estado de Kamo exigía secreto. A su manera, Kamo hizo que lo comprendiésemos. En cuanto entraba en su cuarto alguien que no éramos nosotros, dejaba de hablar. No sólo se callaba, sino que su cara recobraba al instante aquella palidez vagamente azul que tanto nos asustaba. Por su parte, Lanthier el Largo hacía que las facciones de su propia cara se descolgasen y, aunque había estado riéndose un segundo antes, parecía de repente sumido en la más absoluta pesadumbre. Tan triste, incluso, que una tarde la enfermera antillana se agarró un verdadero rebote:
– ¡Tú! ¡Como sigas poniendo esa cara, te pongo yo en la calle! ¡Tu amigo no necesita viejecitas lloronas; necesita amigos fuertes que crean que va a curarse!
Sí. Detrás de sus párpados cerrados. Kamo hablaba. Era difícil decir si nos hablaba a nosotros, si nos reconocía, pero sabía que alguien estaba allí, muy cerca de él; alguien en quien tenía una confianza total, a quien podía decírselo todo, pedírselo todo.
Todavía nos llamaba Chavair, pero también nos daba otros nombres: Vano, Annctte. Koté. Braguin… También soltaba gritos ahogados, gritos de rabia:
– ¡Stolypin! -chirriaba-. ¡Stolypin. me las pagarás!
O bien:
– ¡Es jitomirski el que me ha traicionado, sí, es ese cerdo de Jitomirski! Trabajaba para la Ojrana.
– ¡Los gardavois no me dan miedo! Son poca cosa…
Y también:
– ¡Mi piel es demasiado fuerte para la nagaikal
Pero alguien entraba en su cuarto del hospital, y Kamo volvía a convertirse en el Kamo lívido y mudo cuya cara no hacía concebir ninguna esperanza. Y. en cuanto volvía a salir el intruso, se dibujaba una sonrisa en los labios de Kamo.
La palabra que pronunciaba entonces era siempre la misma:
– ¡Yarost!
Sibilante a través de sus labios apretados, como si brotara del fondo de su propio ser, siempre aquella palabra:
– ¡Yarost!
Y todo aquello con unos párpados que jamás se abrían.
Nosotros no comprendíamos nada. Aquello duró una semana larga. Una semana de frases deshilvanadas de un Kamo que seguía inmóvil y apenas movía los labios, ahora tan delgados. Al principio me dejaba ganar por el miedo.
– Se ha vuelto loco -llegué a decir.
– ¿Y qué? -respondió Lanthier. Las respuestas siempre tranquilas de Lanthier el Largo-. ¿Preferirías que estuviese tieso?
– No., claro que no.
– Esto demuestra que por lo menos hay algo en su cabeza que ha empezado otra vez a moverse.
– Claro…
– Y además, ¿quién nos dice que está loco? Puede que sólo esté soñando.
– Ya…
– No te preocupes: nuestro Kamo está volviendo a organizarse, lo noto. No hay que dejarle de la mano Eso es todo.
Yo, por mi parte, me informaba:
– Para ti, Pope. ¿a qué idioma podría pertenecer la palabra «Yarost»?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? -respondía Pope sin dirigirme la mirada siquiera.
O con la señorita Nahoum, nuestra profesora de inglés:
– Señorita, ¿de qué idioma sería la palabra «Yarost». según usted?
– No lo sé. ¿Por qué no le preguntas a la señorita Rostov?
La señorita Rostov era la profe de ruso. Venía al colegio una vez por semana, los jueves. Era redonda como una tarta de bizcocho y hablaba con un finísimo hilo de voz:
– ¿«Yarost»? Eso quiere decir «fuerza» en ruso. En la Antigüedad había un dios al que llamaban Yarilo; era un dios muy poderoso, el dios de la energía creadora.
El mimbre de Stoivpin. que le producía aquella cólera a Kamo, no le decía nada a nadie hasta que le pregunté a Baynac, nuestro profe de historia.
– ¿Stolypin? Claro que sí, claro que sé quién era: el ministro ruso del Interior antes de la Revolución. El jefe de la policía, si lo prefieres, y también el primer ministro. Murió en 1911, asesinado en un teatro. ¿Por qué me lo preguntas?
Lo sabía todo. Contestaba tranquilamente a todas mis preguntas.
– ¿Y la Ojrana , señor?
– La policía secreta del zar. ¿Te interesa la Revolu ción rusa?
Estuve a punto de decírselo todo, pero me acordé a tiempo de que Kamo exigía el secreto. Inventé cualquier cosa;
– Es para un amigo, señor, un amigo que está leyendo un tocho ruso de esa época. Hay montones de palabras que se le escapan.
Entonces, me enseñó que la nuyaika era el terrible látigo de los cosacos, y los gardavois el equivalente de nuestros gendarmes en la Rusia de los zares. Así. gracias al señor Raynac y a la señorita Rostov, todas aquellas palabras congeladas que Kamo hacía aparecer en su habitación del hospital adquirían sentido. ¡Nuestro Kamo nos hablaba de su bisabuelo, el revolucionario! Sin embargo, no pregunte nunca a los adultos quiénes eran Chavair, Vano. Annette, Koté, Braguin… Me pareció que éstos formaban parte del secreto de Kamo y que nombrarlos, sólo nombrarlos, era traición.
En la penumbra de su cuarto de hospital. Kamo murmuraba:
– Cebollas. Eso es lo que necesito. Chavair, te lo ruego, hazme llegar unas cebollas. Es para luchar contra el escorbuto.
Pocas horas más tarde Lanthier el Largo deslizaba dos cebollas bajo las sábanas de Kamo. Las colocaba en las palmas de sus manos, cuyos dedos volvía a cerrar uno por uno mientras observaba su cara. Sobre el rostro de Kamo aparecía una sonrisa fugaz como la sombra de un ala.
– Azúcar también. Chavair. Me hace falta azúcar para reponer fuerzas.
Lanthier traía azúcar.
Al día siguiente, azúcar y cebollas habían desaparecido.
Los labios de Kamo se movían muy deprisa.
– Los cosacos de Malama me detuvieron una primera vez en Tiflis. herido, con cinco balas en el cuerpo, pero todavía en pie. Me amenazaron con cortarme la nariz, me hicieron cavar mi propia tumba, me pusieron la soga alrededor del cuello y la soga se rompió. Yo me hacía el lerdo, el inocente, el imbécil, cavaba mi tumba cantando, jugaba con la soga, me reía. Me trasladaron a la fortaleza de Metej y me hacían siempre la misma pregunta: «¿Conoces a Kamo?» (sí, no estaban del todo seguros de que fuera yo), y yo les daba siempre la misma respuesta: "Claro que conozco a Kamo», y los llevaba al borde de una fosa y les enseñaba las flores. En nuestra tierra, en Georgia, flor se dice «Kamo».
Los labios de Kamo parecían volar.
– La fortaleza de Metej no supo guardarme, ni la prisión de Batum, ni el terrible hospital Mijailovski. donde me habían encerrado entre los locos, ni las cárceles turcas. Me evadí de todas partes, así que, os lo advierto, Siberia no me guardará tampoco.
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