Daniel Pennac - ¡Increíble Kamo!
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– Es que tú no eres el único que tiene hambre -protestaba Kamo-; y yo también tengo dientes.
Sin embargo, fueron los dientes del lobo los que le despertaron una mañana. Estaban plantados en su tobillo y el lobo daba tirón tras tirón. Kamo había tenido la precaución de dormirse con los dedos apretados sobre la rama más gorda de la lumbre. La tea describió un arco y se abatió sobre el hocico de la bestia. Crujidos de madera y de huesos. El lobo saltó hacia atrás en medio de un olor de carne y pelos chamuscados, pero sin un grito.
– Has fallado, lobo. Podrás comerme los pies, pero ni Siberia ni tú me impediréis que alcance la línea de Vladivostok. Sólo estamos ya a tres días del tren, así que date prisa si quieres jamarme…
Lanthier el Largo no quería saber dónde estaba exactamente la ciudad de Vladivostok.
– Una de dos: o Kamo alcanza esa línea de ferrocarril, y se habrá salvado, o no la alcanza, y estará perdido. En ambos casos me importa un pito saber dónde está Vladivostok.
Yo necesitaba saberlo. Me parecía que eso me acercaría a Kamo. Era como si me preparase para esperarle allí, en el andén de la estación. Aquella noche el atlas me enseñó que Vladivostok estaba en el fondo de un gran saco; la ciudad más apartada del Imperio, la terminal del Transiberiano. La inmensa línea férrea cortaba el mapa en dos con un trazo nítido. Kamo estaba a tres días de marcha de un punto cualquiera de aquella línea…
Fue entonces cuando su madre anunció su regreso. Sonó el teléfono y era ella. Sí, había dejado a su grupo; no, no había desaparecido; sí, había podido arreglárselas con ¡as autoridades locales…
Pope hacía las preguntas a boleo, sin decir una palabra de Kamo. Le hacía a Moune grandes gestos desesperados, pero Moune sacudía la cabeza, incapaz de prestarle ayuda.
– No, no está aquí -dijo Pope de pronto-. Ahora mismo no está, no…
Siguió un silencio durante el cual Pope decía que sí con la cabeza como si la madre de Kamo estuviera frente a él; sí, sí; con los ojos vacíos, pensando en otra cosa.
– Sí, Tatiana. Cuente conmigo; se lo diré.
Y colgó.
– Llegará hacia el final de la semana -dijo-. Viaja en el Transiberiano.
Y luego:
– Dice que está nevando. Qué país… ¡Aquí en primavera y allí nevando!
Y por último:
– No me he atrevido a hablarle de Kamo. No, no me he atrevido…
A Kamo le iba muy mal. Se había puesto a nevar, efectivamente, sobre toda la Rusia oriental. Una nieve tan tupida que Kamo y el lobo ya no se veían. Kamo sentía el olor salvaje del animal en sus talones. Y la bestia, el olor acre del hombre a un salto de distancia. Pero ni la bestia tenía ya fuerzas para saltar ni el hombre para escapar de ella. Los dos se hundían profundamente en la nieve. Era como si Siberia les absorbiese sus últimas fuerzas, pero por debajo. Cada paso era como arrancarse del suelo… Tan difícil como desarraigar un árbol.
– No había previsto ¡a nieve -murmuraba Kamo.
Sus labios estaban lívidos y duros.
– Todo este blanco cayendo…
¡De pronto me acordé de lo que el color blanco significaba para él!
– ¿Lo has entendido, lobo? Es la nieve la que va a comernos. Es el cielo el que nos traga.
Ya casi no se le oía. El minúsculo hilillo de vaho que salía de sus labios parecía escribir sus palabras en el aire con una tinta transparente. En cuanto las pronunciaba, las palabras se evaporaban en el calor sofocante de la habitación.
Me incliné bruscamente sobre el oído de Kamo.
– Kamo, tu madre está en el Transiberiano, en algún punto de la línea, muy cerca de ti. ¡Está ahí. Kamo!
Pero no contestó. Ya no hablaba.
– Esta vez -dijo Lanthier el Largo- se acabó.
Caminábamos por París. No teníamos prisa por volver a casa. Estábamos solos. Lanthier el Largo aún dijo:
– Ha peleado bien.
Y luego;
– ¿Te has fijado?- No hay yemas en los árboles. La primavera viene con retraso este año.
A lo que contesté;
– De todas formas, no hay árboles en esta puta ciudad.
En mi cuarto, encima de mi mesilla de noche, el reloj de Kamo seguía marcando las once.
9 Las agujas marcaban las once
IN 0 me sorprendió encontrar vacía ¡a cama de Kamo al día siguiente. Me había hecho a la idea durante toda la noche. No les había dicho nada a Pope y a Moune. pero mis ojos, clavados en el techo de mi cuarto, veían con toda nitidez la cama de Kamo. Vacía.
Ni Lanthier ni yo quisimos quedarnos un segundo más en aquel hospital.
– Larguémonos de aquí.
Caminábamos muy deprisa por los pasillos, hacia la salida. El linóleo azul pálido tenía reflejos de hielo bajo nuestros pies. Sin embargo, el aire era caliente, inmóvil, saturado de todos los olores propios de hospital: mala cocina y desinfectantes. Apenas conseguía seguir a Lanthier el Largo, de lo rápido que iba.
Cuando desapareció al doblar por un pasillo, oí un ruido de chatarra, un taco, el choque sordo de una caída y una voz furiosa que chillaba:
– ¡Podías mirar por dónde vas! ¿No?
Corrí y me encontré frente a la gran enfermera antillana. Iba empujando una larga camilla mientras Lanthier se retorcía de dolor sobre el linóleo, agarrándose la pierna con ambas manos. Entonces, la figura tumbada en la camilla se inclinó sobre un costado y sonó una voz familiar que me pareció que llenaba todas las plantas del hospital:
– ¿Te has roto la pata. Lanthier? ¿Quieres compartir habitación conmigo?
Kamo. ¡Kamo! Despierto. Sonrosado como el culo de un niño. Y bromeando como Kamo. ¡Kamo! Él también me vio.
– ¡Hola, tú!
La enfermera le tendió una mano a Lanthier, que se levantó haciendo aspavientos. ¡Kamo! ¡La voz de Kamo!
– Salgo de la radiografía. Parece que se ha soldado a toda pastilla lo de aquí dentro, pero que los últimos días han sido difíciles.
Se daba golpecitos con un dedo en la cabeza, completamente afeitada.
– Una bonita jeta de presidiario. ¿no? ¡Van a creer que me he evadido de chirona!
Se reía.
No recordaba nada. Ni siquiera se acordaba de haber soñado. Nuestra historia del prisionero, de ¡a evasión y de Siberia le divirtió mucho. Todavía estaba débil. Hablaba bajo.
– Os he colocado lo que mi abuela me contaba a mí para dormirme cuando era pequeño. ¡Las hazañas del otro Kamo, su padre, el Robin de los Bosques rusos. Me las contaba todas las noches. ¡Un tío de cuidado el tal Kamo! Es verdad que se escapaba de todas las cárceles en que intentaban encerrarle. Sin embargo, hay algo que me extraña: nunca le deportaron a Siberia. Su última prisión fue el presidio de Jarkov, en Ucrania. Fue la Revolución la que le sacó de allí en 1917.
– Pero ¿y la lima, Kamo; la lima rota.? -preguntó Lanthier.
Kamo exhibió una risa de convaleciente, cansada y feliz.
– Las limas no están hechas para meterlas en el horno. Lanthier. ¡Debía tener un defecto y cascó con la cocción!
– ¿Y el lobo? ¿Y Siberia?
Esta vez era yo quien preguntaba. Kamo reflexionó por un momento.
– Debí mezclar varias cosas -dijo al fin-. Primero. Dostoievski. En Memorias de la casa muerta cuenta cómo es Siberia… ¡Terrible! Y también una novela de Jack London. El amor a la vida. Es sobre un tío que ha perdido su trineo y sus perros en Alaska; intenta alcanzar el mar a pie, entre la nieve, y le sigue un viejo lobo tan averiado como él. Una historia preciosa que me impresionó mucho.
Cuando había hablado demasiado, descansaba durante largas pausas. Las fuerzas le volvían a ojos vistas; el globo volvía a hincharse.
– La memoria es una cosa curiosa, de todas formas -murmuró-. Es como una coctelera: la sacudes y todo se mezcla.
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