– No voy a pegar ningún cartel. Y Marañón tampoco.
Claro que tuvimos que pegar carteles. Empapelamos medio pueblo entre Marañón y yo. Nosotros solos porque, con eso de que ellos tenían una posición, con eso de que Estrella era la artista y mi padre el no sé qué de la artista, ni siquiera se rebajaron a salir del coche. Nos seguían a poca distancia por las calles, satisfechos y solemnes, sintiéndose importantes, y de vez en cuando bajaban la ventanilla para decirnos que este cartel estaba torcido o que aquel otro se iba a despegar. ¿A vosotros os parece sensato? ¿No habría sido más lógico que los hubiéramos puesto entre los cuatro? Pero, bueno, eso era lo que mi padre entendía por dignidad. Eso y lo de pelar la naranja con cuchillo y tenedor, y lo de saludar a las mujeres con un beso en la mano, y lo de no querer ponerse una corbata que no fuera de la sastrería Sucesores de Bonet, fundada en 1893…
A mí su idea de la dignidad siempre me pareció una gilipollez, y con más motivo aquel día mientras pegábamos los carteles. Acabamos verdaderamente agotados. Al final mi padre se nos acercó complacido y nos dio una buena propina. Y todo porque estaba Marañón. Era muy típico de él hacerse el generoso delante de extraños.
Me acuerdo de la excursión que hicimos a Morella. Eso ocurrió un par de años antes de lo que os acabo de contar. Me acuerdo de esa excursión porque entonces comprendí lo importante que era para mi padre la opinión que los desconocidos pudieran tener de él.
Morella está en lo alto de un peñasco, y por esa zona dijo mi padre que había peleado el Cid Campeador. Puede ser, no digo que no. Llegamos a la ciudad en el Tiburón. Mi padre hablaba de moros y de cristianos, y yo tenía ganas de bajar porque me estaba meando.
– En el castillo -dijo él-, pararemos en el castillo.
Yo le pregunté si conocía el camino y él contestó:
– Cuesta arriba. Siempre cuesta arriba.
Sí, aquello sonaba lógico, pero lo cierto es que nos metimos por una calle y luego por otra y por otra, todas cuesta arriba, y el castillo no aparecía por ningún lado.
– ¿Por qué no preguntamos? -sugerí, pero mi padre se lo tomó a mal.
– Tú me has preguntado a mí y yo te he contestado. ¿No tienes bastante?
La calle siguiente también era de subida, y sin duda mi padre pensaba que todas esas cuestas conducían al castillo. Llegamos, sin embargo, a una plazoleta y allí las calles empezaban a bajar. ¿Dónde quedaba ahora el castillo? ¿Era posible que nos hubiéramos perdido en una ciudad tan pequeña? En uno de los balcones había una mujer morena secándose el pelo. Yo pensaba que mi padre pararía el coche y preguntaría pero no. Se limitó a dedicarle una sonrisa cortés y a pasar de largo.
– Esta calle es cuesta abajo -dije.
– Ya sé que esta calle es cuesta abajo. ¿Te lo he preguntado? Tú me has preguntado antes y yo te he contestado. ¿Te he preguntado yo algo? Entonces, ¿por qué me contestas? Esta calle es cuesta abajo, y luego hay una calle cuesta arriba y otra calle cuesta arriba y luego está el castillo.
Volvimos a recorrer una calle que ya conocíamos. Unos hombres sentados a la puerta de un bar nos miraron con curiosidad. Estaba claro que nos habíamos perdido. Yo aproveché para recordar que me estaba meando pero mi padre siguió adelante. Le gustaba dar la sensación de ser un hombre con recursos, alguien capaz de manejar todas las situaciones. Le gustaba la imagen de sí mismo al volante del Tiburón. Eso le daba seguridad, le hacía creer que estaba impresionando a alguien, y a lo mejor temía que esa ilusión pudiera desvanecerse si se detenía a preguntar.
– Es por aquí. ¿Lo ves? Cuesta arriba. Siempre cuesta arriba.
Ahora la calle era realmente empinada, y tan estrecha que ni siquiera habríamos podido abrir las puertas del coche. Yo creo que muy pocos conductores se habrían arriesgado a meterse con su automóvil por un callejón así.
– Detrás de esa esquina aparecerá el castillo.
No fue así. Detrás de esa esquina la calle parecía aún más estrecha, y el castillo seguía sin aparecer.
– Por allí -dijo mi padre, señalando una curva.
– ¿Estás seguro?
– ¡Seguro! -replicó él, casi enfadado.
Volvió el volante a la derecha para tomar la curva, pero estaba claro que el ángulo era insuficiente. Era una maniobra complicada. Había muy poco espacio para un coche como aquél. Mi padre, además, no podía permanecer parado sin dejar de pisar el freno, porque ahí la cuesta se había vuelto particularmente pronunciada. Hizo la primera maniobra ayudándose con el freno de mano. Consiguió ganar unos centímetros pero saltaba a la vista que todavía no podíamos pasar. Volvió a intentarlo. Retrocedió hasta rozar la pared, y no sé qué ocurrió entonces que, al tratar de cambiar de marcha, el motor se le caló y ya no podíamos ir ni para adelante ni para atrás. Hizo girar la llave de contacto una y otra vez, pero el coche no se ponía en marcha. La situación era absurda. Estábamos encajonados, atrapados en una callejuela desierta. El coche se negaba a moverse y las puertas estaban prácticamente bloqueadas por las paredes de las casas.
– Me estoy meando -dije.
– ¿Puedes salir?
Pude salir por la ventanilla, trepando desde ahí al techo y deslizándome después por el capot. Miré a mi padre encerrado en el interior del coche. El me miró también, con los brazos cruzados sobre el volante, y lo cierto es que no podíamos dejar de advertir lo cómico de las circunstancias.
– Corre a mear. Yo no me moveré de aquí -dijo él.
La relación de mi padre con Estrella no podía durar mucho. Ninguna había durado demasiado. Y los motivos de la ruptura solían ser auténticas nimiedades. Con Vicky rompió por una simple camisa, porque Vicky se olvidó la plancha encendida sobre una de sus camisas. «¡Mi mejor camisa!», decía él, como si eso cambiara mucho las cosas. Con Marisa rompió por un ratón, porque un día nos la encontramos subida a la encimera de la cocina, gritando desesperada que había visto a un ratón meterse detrás de la nevera. «¿Cómo puede alguien ponerse así por un ratoncito?», comentaba con irritación.
Lo que yo creo es que mi padre seguía siendo, a su manera, un viudo desconsolado. Sí, le gustaba llamar a unas y a otras, invitarlas a cenar, llevarlas a dar una vuelta en el Tiburón. Le gustaba comportarse como un joven soltero, como alguien que jamás había convivido con otra mujer, pero luego él las traía al apartamento para que me conocieran y ya nada era lo mismo. No sé. Era como esos líquidos de los juegos de química que cambian de color en cuanto tocan una superficie determinada. Esas mujeres cambiaban al contacto conmigo. Hasta ese momento habían sido sus novias o sus amantes, alegres compañeras de sábado por la noche; a partir de ese momento él de algún modo les exigía que estuvieran a la altura de mi madre o del vacío que ella había dejado.
Muy pocas superaban la prueba, y ya os he contado lo de Vicky y Marisa: las que lo conseguían acababan cansándole después de dos o tres meses. Eso a mí me parecía bien porque significaba que mi madre era insustituible. Y significaba también otras cosas, porque de mi madre hablábamos muy poco y yo de esta manera averiguaba algo más sobre ella: que era lo suficientemente cuidadosa como para no quemarle las camisas con la plancha, que no les tenía miedo a los ratones.
La ruptura con Estrella, sin embargo, fue diferente.
Por aquella época se hablaba mucho de Patricia Hearst. lira una chica norteamericana, de veinte años, hija de un magnate, y había sido secuestrada por un grupo denominado Ejército Simbiótico de Liberación. Un día, mientras mi padre estaba leyendo el periódico, me enteré de que Patricia Hearst había decidido ponerse del lado de sus secuestradores.
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